Cómo conquistar a un millonario - Dulce medicina. Marie Ferrarella
que la gente también hablaba de Simon Collier, y era evidente que a él no le gustaba. Audrey pensó en decirle que lo comprendía y que no haría caso de las habladurías.
Pero en el poco tiempo que había estado con él se había dado cuenta de que era cierto que a ninguna mujer le sería fácil convivir con él. Era evidente que era exigente, perfeccionista, que, de niño, debía de haber sido de los que no jugaban bien con los demás.
Tampoco con las mujeres.
Por supuesto que no. Era él quien tenía todo el poder, y ellas, nada.
Audrey ya había estado en una relación así, y había terminado mal.
Pero en ese caso se trataba de él y de la señora Bee.
—Me alegro por vosotros —comentó.
Él sonrió.
—Llevamos juntos diez años. Nuestra relación ha durado mucho más que mi matrimonio. Es ordenada, cuidadosa. Lleva mi casa como una máquina. Todo lo que hay entre estas paredes es su dominio. No tienes que interferir en su trabajo, ni molestarla, porque no puedo imaginarme vivir sin ella.
—Está bien.
¿Qué era entonces lo que tenía que hacer?
—Por desgracia, la señora Bee odia al perro, todavía más que yo, si es que eso es posible.
—Ah —Audrey comprendió.
—Ha amenazado con marcharse si no me deshago de él. Y tengo que confesarte que he pensado en decirle a Peyton que se había escapado, o que lo había atropellado un coche, pero entonces lloraría, y odio ver llorar a mi hija. Pero, al mismo tiempo, me niego a vivir sin la señora Bee.
—Lo entiendo.
—Le prometí que encontraría a alguien que se ocupase del perro. Es la única manera de que se quede. Y ahí es donde entras tú en acción. Tienes que asegurarte de que el perro no moleste a la señora Bee, por eso necesito a alguien que viva aquí.
Llegaron al garaje y él la condujo hasta unas escaleras que había en el lateral del edificio que llevaban al segundo piso, y a una puerta que él abrió antes de retroceder para dejarla pasar.
Era un lugar abierto, en forma de L, amueblado con muy buen gusto. Un salón y una pequeña zona de comedor con cocina que, sin duda alguna, habían sido visitados recientemente por la señora Bee, porque estaban impolutos. Los suelos de madera brillaban, igual que las encimeras y los electrodomésticos.
Las paredes estaban pintadas en tono crema y había muchas ventanas, con vistas al jardín.
Audrey asomó la cabeza por la puerta que había enfrente de la cocina y descubrió un dormitorio y un bonito cuarto de baño.
—Los anteriores dueños tenían un hijo que estaba en la universidad y que vivía aquí —comentó Simon—. Espero que te parezca aceptable.
—Es perfecto.
Mucho más de lo que ella habría podido permitirse, dada su falta de experiencia o formación profesional.
—Entonces, ¿puedes arreglar el jardín, encargarte del perro y evitar que moleste a la señora Bee?
—Seguro que sí.
—Excelente —le dijo cuál sería su sueldo, que era más que justo, dado que iba a vivir allí—. ¿Cuándo puedes empezar?
—¿Cuándo quieres que empiece?
—Supongo que no puedes empezar ahora mismo, dado que necesitarás algo de tiempo para traer todas tus cosas aquí. ¿Qué tal mañana?
—¿No quiere referencias ni un currículum…?
Él negó con la cabeza.
—Marion responde por ti. Y eso es todo lo que necesito.
Audrey asintió.
—¿Te ha dicho…? Quiero decir, que deberías saber…
—Estabas perdida, tenías algunos problemas y querías volver a empezar, ¿no? Y ella te acogió durante una temporada.
—Sí.
Era evidente que conocía bien a Marion.
—¿Te han detenido alguna vez?
—No.
—Marion no te dejaría estar en su casa si no fueses limpia y formal, así que con eso me basta. No necesito más detalles. Sólo quiero que alguien me solucione mis tres problemas. ¿Estás dispuesta a hacerlo?
—Sí —contestó ella.
—Excelente —le tendió las llaves del apartamento, se dio la vuelta y se alejó sin dejar de hablar.
Audrey lo siguió.
—Tendrás que presentarte sola a la señora Bee. Está esperándote en la cocina. Ella te dará los detalles que necesitas —le dijo, y esperó a que cerrase la puerta con llave.
—Muchas gracias.
—No, gracias a ti. Vas a hacerme la vida mucho más fácil.
Audrey asintió.
—El perro llegará en cualquier momento. He contratado a una persona para que lo saque a pasear. Sí, ahí viene.
Audrey lo siguió escaleras abajo y esperó a que una joven con pantalones cortos y camiseta se acercase, casi arrastrada por lo que parecía un enorme perro de pelo largo, blanco y negro, que no era más que un cachorro, debía de tener seis meses.
A pesar de volver de su paseo matutino, daba la sensación de que el animal acababa de despertarse y estaba preparado para correr un maratón. Tenía la boca abierta, parecía que sonreía, y estaba contento.
Era precioso.
—Hola, señor Collier —dijo la joven, e intentó darle la correa del perro, pero él señaló hacia Audrey.
El perro movió la cola vigorosamente e hizo un sonido de alegría, se sentó en las patas traseras y levantó las delanteras para posarlas en los muslos de Audrey.
Simon Collier hizo una mueca.
—Lo siento —dijo, y luego se despidió de la chica.
Audrey sonrió y miró al perro a los ojos, luego, le hizo bajar las patas y se arrodilló delante de él.
—Hola, Tink.
El perro sonrió todavía más y le lamió la cara.
Simon hizo un sonido de asco.
—Vamos a ser amigos —le susurró Audrey al perro, esperando que fuese verdad. Su trabajo dependía de ello, al fin y al cabo, y el pobre cachorro no tenía amigos, salvo Peyton Collier.
Se levantó y el perro se quedó donde estaba, no saltó.
—Muy bien —le dijo Audrey.
—No vas a cambiar de idea, ¿verdad? —preguntó Simon.
El perro se dio la vuelta y se marchó.
—No, ¿pero por qué compraste un border collie?
—Porque a mi hija le encantó, y la mujer que nos lo vendió dijo que era un perro inteligente, aunque a mí todavía no me lo ha demostrado. ¿Por qué? ¿No es un buen perro?
—Es un perro que ha sido criado para pasarse el día corriendo detrás de las ovejas, sin cansarse —le informó Audrey.
—¿Me estás diciendo que tengo que comprarle un rebaño si quiero que esté contento?
Audrey se echó a reír.
—No, es sólo que es un animal con mucha energía, y por eso te parece tan destructivo. Debe de aburrirse mucho y necesita hacer algo.
Simon frunció el ceño.
—¿Y