El Circo de la Rosa. Betsy Cornwell
o a cualquier cosa que se incruste en sus sentidos durante demasiado tiempo, termina sobrepasada y su mente es presa del pánico. Retrae sus pensamientos en un bucle infinito hasta que no es capaz de hablar y tampoco es capaz de comprender ni una sola cosa que se le dice.
La única cura para Flama, cuando la vida la sobrepasa y se paraliza, es irse a un lugar oscuro y tranquilo y descansar durante un largo tiempo, tal vez durante horas, junto a alguien querido. Nunca en soledad.
Desde el día que nacimos, yo fui esa persona. Puede que incluso desde antes de nacer: después de todo, compartimos un vientre antes de existir. Yo siempre fui la experta en conseguir que Flama regresara al mundo, en tumbarme junto a ella en la oscuridad sin moverme, paciente y respirando con una lentitud tal que ella terminaba por acompasar su respiración con la mía.
Por lo menos, fui la experta hasta que llegó Oso.
Flama
Oso
vino
del norte.
Nívea y yo
éramos pequeñas;
de mofletes suaves
y barrigotas,
tan pequeñas que aún
nadie pensaba en nosotras
por separado.
Éramos «las niñas»;
«las mellizas»; dos retoños
de siete veranos
en una sola rama.
Nívea no fue más
que otra yo
hasta que una bestia
apareció
con la helada.
Al borde de la lumbre
del campamento,
Oso se irguió.
La compañía
al completo
echó a correr.
Incluso Nívea y mamá
quisieron arrastrarme
de un tirón.
Pero yo,
solo yo,
no me quise mover.
Desde la hoguera,
le hice una reverencia
con timidez.
Oso se inclinó también.
Le ofrecí
mi mano infantil.
Oso la tomó
entre sus zarpas
y la besó.
Se oyeron susurros
entre las sombras colindantes
y aplausos fascinados.
Mamá exclamó:
«¡Pero si está domado!
Justo lo que el Circo
de la Rosa necesita».
Y desde entonces,
Oso baila o hace de bestia
en todos nuestros números;
aunque, por supuesto,
los que hacemos en pareja, esos
son los mejores.
Guardo en mi corazón
la primera vez que vi a Oso:
su figura enorme y cálida,
oscura como el chocolate,
frondosa y dulce.
Un abrazo poderoso,
el pelo hecho
madriguera.
Un cuerpo que,
de inmediato,
fue mi hogar,
aunque tuve claro
que no lo era
para ella.
Nívea
Flama solía fabricar coronas de papel para Oso con los antiguos panfletos del circo. Se las ponía en la cabeza con mucho cuidado y luego lloraba cuando apartaba las manos y la corona se caía.
Hacía una corona nueva cada noche, que recortaba mientras hacía sus estiramientos, las piernas abiertas a su espalda mientras manejaba las tijeras. La enorme silueta de Oso formaba una luna creciente marrón detrás de Flama. Cuando nos acostábamos, Oso se metía en su jaula, pero aquello no era más que un modo de mantener las apariencias, ya que Oso sabía abrir la cerradura. Ese era un secreto que solo conocíamos unos cuantos, pero todo el mundo que pasaba más de un mes en el circo sabía que Oso nos quería mucho.
Yo observaba a Flama y a Oso todas las noches desde el otro lado de la hoguera, hasta que, una noche, no pude soportarlo más. Teníamos nueve años y el circo pasaba el invierno en Sudland, donde no nevaba nunca. Las caravanas y tiendas de campaña estaban vacías; todos dormíamos al aire libre siempre que íbamos al sur. Me levanté y crucé a pisotones la arena caliente.
Vera apartó la mirada de los dos amantes que tenía en aquel momento para girarse hacia mí; los demás artistas y el resto del equipo estaban disfrutando de su tiempo libre y no prestaron atención.
—¡Déjame uno! —dije mientras le arrebataba las tijeras a Flama y cogía otro panfleto del montón que acababa de salir de la imprenta portátil de Toro.
—¡Oye! —protestó Toro, pero le dirigí la sonrisa más cándida y triste que pude (esa que, según nuestra madre, demuestra que tengo sangre de artista después de todo) y él respondió con una sonrisa torcida—. Pero solo uno, ¿eh? —Suspiró mientras volvía a su imprenta.
—Solo me hace falta uno —le aseguré, con la esperanza de que fuera verdad.
Me paré a pensar mientras trazaba líneas y figuras en mi mente, y después doblé el papel por la mitad, luego en un tercio y, por último, lo volví a doblar por la mitad. Observé a Oso para medir la anchura de su cabeza y corté el centro del papel; luego recorté con cuidado algunas ranuras y otras formas a los lados.
—Mira, Flama —dije.
Tiré de los dobleces con toda la teatralidad de la que fui capaz. Probablemente no surtiera un gran efecto dramático (por mucho que nuestra madre insistiera, el espectáculo no era lo mío), pero por suerte mi trabajo suplió con creces la capacidad de maravillar.
Era una corona muy elaborada, con joyas y estrellas creadas a partir del espacio negativo entre los picos y osos que retozaban entre las joyas.
Flama soltó un gritito fervoroso, propio de un público maravillado.
—¡Ay, Nívea, es perfecta!
Levantó la corona con sus manos fuertes y callosas —ya tenía manos de acróbata incluso entonces— y la colocó con delicadeza sobre la