El cerebro adicto. Fernando Bergel
la consciencia humana que, desde el punto de vista transgeneracional, manifiesta un final del largo camino del desamor de la historia de la humanidad, donde el carácter adicto a la sociedad actual implica un acabose en las formas del desamor. En el fondo, esta conducta autodestructiva nos está diciendo que sin amor no hay más especie y, por lo tanto, si no resolvemos los carriles del amor —y los carriles de respuesta a esta expresión autodestructiva—, no hay sanación.
Este libro explica:
1 La enfermedad de la adicción.
2 El camino hacia la adicción (que es el proceso de una persona hacia la autodestrucción y el proceso mismo de la autodestrucción).
3 La adicción como camino (toda enfermedad es un factor que utiliza el universo para sanarnos).
4 Todos los síntomas que van desde el alcoholismo, la drogadicción, la ludopatía, los trastornos de la alimentación y la adicción a la tecnología como mecanismo autodestructivo, dándole más luz a tanta cantidad de personas en recuperación, a las que podemos llamar una nación en recuperación. En esto incluimos a familiares de adictos y a adictos que no han dado su primer paso en algún tratamiento para resolver el problema.
Estas páginas nos van a aclarar un factor de nuestra época que está metido en las entrañas de la vida cotidiana de una manera silenciosa y, a veces, imperceptible. Vamos a ponerle palabras y conceptos a los temas que van desde el uso de la televisión y los teléfonos celulares hasta los vínculos, como son las relaciones humanas institucionales, y las instituciones —grandes formadores de la opinión— que son, sin duda, la mano que dirige a una sociedad administrada por los tóxicos.
El objetivo es hacer consciente lo inconsciente, ponerle luz a lo que tenemos en sombra como sociedad, es decir, a aquello que responde a patrones autodestructivos adictos, de manera de poder cambiar nuestro destino y llegar a evolucionar como raza humana.
Ensayo filosófico sobre una sociedad adicta
El reemplazo de la razón por el deseo se produjo en el tercer cuarto del siglo XX. Luego de la salida del Modernismo, cuyo centro filosófico tenía como concepto al hombre, a la razón, a la palabra y a la política en un estado de innovación permanente basado en la construcción de un futuro mejor, llegó el Posmodernismo, que reemplaza al hombre por la persona, dándole un carácter diferente debido a que, en apariencia, el hombre y la persona son lo mismo. Sin embargo, adelantamos que no lo son.
El hombre en el Modernismo está universalizado, indiferenciado como individuo perteneciente a un grupo étnico, de una especie, sin singularidades propias. En cambio, la persona en el Posmodernismo es alguien totalmente diferenciado, con rostro, con un pensamiento propio y gustos separados del resto, que se diferencia de su grupo étnico y de su época, eligiendo cómo vestir, a qué cultura pertenecer, cómo pensar y hasta elegir cuál es su género, ya que el Posmodernismo transformó al hombre en una persona que incluye la posibilidad de autodefinirse como varón o mujer. Esto produce en la sociedad miles de opiniones diferentes que devienen en la idea de tolerancia. Todos debemos tolerar los pensamientos y las ideas de todos, y aceptar las diferencias. Esta idea, a su vez, linda con «no me importa nada lo que piensa o hace el otro», llevando a la sociedad cada vez más lejos de la empatía y reemplazando a la razón del Modernismo por el deseo, lo cual desemboca en esta sociedad adicta.
La sociedad adicta es un paso posterior a la sociedad Posmoderna, basada en el deseo absoluto de todo y por todo. Ello da lugar a la frase profética de Luca Prodan: 1 «¡No sé lo que quiero, pero lo quiero ya!». Todos se atropellan, tanto en los shoppings como en los medios electrónicos de compras, para adquirir los últimos productos que propone el mercado, sacando a la persona de su rol de persona y poniéndola meramente como consumidor. Somos consumidores, somos usuarios, estamos clasificados, numerados y ubicados en un segmento; estamos categorizados. Ya no pertenecemos a grupos ni a la cultura: pertenecemos a categorías. Somos los pobres, los ricos, los que usan Nike, los que toman cerveza, los veganos, los estéticos, los gays y sus subcategorías, a su vez discriminados entre sí; los neonazis, los que van a la playa en la primera quincena (obviamente, son diferentes de los que van a la playa en la segunda quincena); los que sacan fotos, y sus respectivas subcategorías: los que sacan fotos a los pájaros son muy diferentes de los que sacan fotos a caras o a paisajes o a animales exóticos. Todos estamos diferenciados, todos pertenecemos a tribus categorizadas por gustos que, en su naturaleza más primaria, son deseos. Y estos deseos son los que construyen las nuevas formas culturales.
Acá comienza un debate: ¿el mercado construye productos, estímulos y filosofías para satisfacer la demanda de estos grupos o los consumidores están siendo arrastrados, llevados de una manera que no percibimos, a un estado de deseo, necesidades y, finalmente, al moldeo de personalidades muy específicas basadas en estos deseos y tendencias que no poseía el hombre de la Modernidad ni el de la Posmodernidad? Hay una inteligencia, una ingeniería social que coloca como centro vital el dinero y detrás, todo lo que se adquiere o no se adquiere. Si tenés dinero, «sos» y pertenecés, y si no lo tenés se crea una subcategoría, «los sin dinero», «los sin tierra», «los sin nada», volviendo a categorías que segmentan y clasifican a las personas.
Después tenemos los grandes metarrelatos de esta sociedad adicta, que no hacen más que justificar su proceder e intereses como, por ejemplo, la comisión del Codex Alimentarius, organismo creado en 1961 por la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación, que justifica la famosa revolución verde de los años setenta y reemplaza los alimentos naturales por los transgénicos, los saborizantes y los suplementos químicos hasta el punto de llevar su discurso a argumentos tales como: «Imagínate si la mayonesa tuviera huevo de verdad, ¿cuántas gallinas deberíamos tener para obtener tantos huevos?». El punto es: ¿los hombres de la Tierra necesitan mayonesa? La respuesta es no.
Y en este «no» categórico podemos desmenuzar cada producto, cada tendencia que consume estos productos, que definen personalidades hechas por los productos y grupos subculturales de consumidores. Podemos pensar que la política, que se supone que es el moldeador de la sociedad, ya no la moldea y ha sido reemplazada por instituciones como la OMC, la ONU, la DEA, la CIA, el Banco de Pagos Internacionales, la OMI, etc.
De este modo, el consumidor es el adicto encubierto por una sociedad que propone el consumismo, normalizando la idea de consumo e incluyendo dentro de una categoría a las personas del «no consumo» bajo una palabra que se utiliza en la nueva y denominada sociedad de la inmediatez: «rara». La persona «rara» es aquella que no consume, que no entra en los cánones de la satisfacción del deseo a toda costa.
Retomando lo anterior, el hombre del Modernismo, devenido en persona en el Posmodernismo y llevado al rol del consumidor en el inmediatismo, transforma los valores sociales en valores del consumo, dándole —libre de todo— paso y lugar al consumo de drogas, alcohol, comida chatarra y de todo aquello que en realidad socava al hombre en sus bases fundamentales que definen al ser humano en lo que es, perdiéndose a sí mismo en esta suerte de sociedad de nuevos valores sobre lo tóxico.
Asimismo, es interesante el concepto del Modernismo del hombre prometeico. Este concepto se basa en una idea de sociedad donde todos los objetivos estaban puestos en el futuro, o sea, en mejorar el presente con la idea de un futuro mejor, a saber: renovado, mejorado y optimizado, conceptos fundamentales de la sociedad y la civilización individualizada.
Esta idea fue reemplazada en el Posmodernismo por el concepto del hombre dionisíaco, centrado en el hedonismo de la persona indiferenciada, tanto de su grupo de origen como de sus pares. Ello le dio carácter a la época (el carácter de posmodernidad), cambiando el paradigma del hombre por persona, basado en el deseo y la satisfacción de todo, pasando a un híper consumo y borrando los límites de las sociedades fundadas en la cultura.
En la actualidad, podríamos decir que tenemos al hombre híper dionisíaco, que va más allá del consumismo porque es un individuo, no ya producto de una sociedad, sino que es una entidad producto de un mercado, que deriva en una sociedad iconoclasta donde la imagen y la superficie es un valor. Y este valor establece categorías sociales, porque «pulir»