Frankenstein o El moderno Prometeo. Mary Shelley

Frankenstein o El moderno Prometeo - Mary Shelley


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sabiduría… unida, es verdad, a una fisonomía y unos modales desagradables, pero no por ello menos valiosa. En el señor Waldman descubrí a un verdadero amigo. El dogmatismo nunca enturbiaba su bondad e impartía sus clases con un aire de franqueza y buen carácter que desvanecía cualquier idea de pedantería. Fue quizá el amistoso carácter de este hombre lo que me inclinó más al estudio de aquella rama de la filosofía natural que él profesaba, y no tanto un amor intrínseco por la propia ciencia. Pero aquel estado de ánimo sólo se produjo en los primeros pasos hacia el conocimiento; cuanto más me adentraba en la ciencia, más la buscaba sólo por ella misma. Aquella dedicación, que al principio había sido una cuestión de deber y obligación, se tornó después tan apasionada e impaciente que muy a menudo las estrellas desaparecían en la luz de la mañana mientras yo aún permanecía trabajando en mi laboratorio.

      Dado que me aplicaba al estudio con tanto celo, fácilmente puede comprenderse que progresé con mucha rapidez. De hecho, mi fervor científico era el asombro de los estudiantes y mi dominio de la materia, el de mi maestro. El profesor Krempe a menudo me preguntaba, con una maliciosa sonrisa en sus labios, cómo andaba Cornelio Agrippa, mientras el señor Waldman expresaba de corazón los elogios más encendidos ante mis avances. Así transcurrieron dos años, en los cuales no regresé a Ginebra, porque estaba enfrascado en cuerpo y alma en el estudio de ciertos descubrimientos que esperaba realizar. Nadie, salvo aquellos que lo han experimentado, pueden comprender la fascinación que ejerce la ciencia. En otras disciplinas, uno llega hasta donde han llegado aquellos que lo han precedido, y no puede llegar a saber nada más; pero en la investigación científica continuamente se alimenta la pasión por los descubrimientos y las maravillas. Una inteligencia de capacidad mediana que se empeña con pasión en un estudio necesariamente alcanza un gran dominio en dicha disciplina. Y yo, que continuamente intentaba alcanzar una meta y estaba dedicado a ese único fin, progresé tan rápidamente que al final de aquellos dos años hice algunos descubrimientos para la mejora de ciertos aparatos químicos, lo cual me procuró gran estima y admiración en la universidad. Cuando llegué a ese punto y hube aprendido todo lo que los profesores de Ingolstadt podían enseñarme, y teniendo en cuenta que mi estancia allí ya no me procuraría aprovechamiento alguno, pensé en regresar con los míos a mi ciudad natal, pero entonces se produjo un suceso que alargó mi estancia allí.

      Uno de aquellos fenómenos que habían llamado especialmente mi atención era la estructura del cuerpo humano y, en realidad, la de cualquier animal dotado de vida. A menudo me preguntaba: ¿dónde residirá el principio de la vida? Era una pregunta atrevida y siempre se había considerado un misterio. Sin embargo, ¿cuántas cosas podríamos descubrir si la cobardía o el desinterés no entorpecieran nuestras investigaciones? Le di muchas vueltas a estas cuestiones y decidí que desde aquel momento en adelante me aplicaría muy especialmente a aquellas ramas de la filosofía natural relacionadas con la fisiología. Si no me hubiera animado una especie de entusiasmo sobrenatural, mi dedicación a esa disciplina me habría resultado tediosa y casi insoportable. Para estudiar las fuentes de la vida, debemos recurrir en primer lugar a la muerte. Enseguida me familiaricé con la ciencia de la anatomía, pero no era suficiente. Debía también observar la descomposición natural y la corrupción del cuerpo humano. Durante mi educación, mi padre había tomado todo tipo de precauciones para evitar que mi mente se viera impresionada por terrores sobrenaturales. Así que yo no recuerdo haber temblado jamás ante cuentos supersticiosos o haber temido la aparición de un espíritu. La oscuridad no ejercía ninguna influencia en mi imaginación; y un cementerio no era para mí más que un conjunto de cuerpos privados de vida y que, en vez de ser los receptáculos de la belleza y la fuerza, se habían convertido en alimento para los gusanos. Ahora estaba decidido a estudiar la causa y el proceso de esa descomposición y me vi forzado a pasar días y noches enteros en panteones y osarios. Mi atención se centró en todos aquellos detalles que resultan insoportablemente repugnantes a la delicadeza de los sentimientos humanos. Vi cómo las hermosas formas del hombre se degradaban y se pudrían; y observé detenidamente la corrupción de la muerte triunfando sobre las rosadas mejillas llenas de vida; vi cómo los gusanos heredaban las maravillas de los ojos y el cerebro. Me detuve, examinando y analizando todos los detalles y las causas a partir de los cambios que se producían en el proceso de la vida a la muerte, y de la muerte a la vida, hasta que en medio de aquella oscuridad una repentina luz se derramó sobre mí. Era una luz tan brillante y maravillosa, y sin embargo tan sencilla, que, aunque casi me encontraba aturdido ante las inmensas perspectivas que iluminaba, me sorprendió que yo —entre los muchos hombres de ingenio que se habían dedicado a la misma disciplina—, y solo yo, descubriera aquel asombroso secreto.

      Recuerde: no estoy hablando de las imaginaciones de un loco. Lo que afirmo aquí es tan cierto como el sol que brilla en el cielo. Quizá algún milagro podría haberlo conseguido. Pero las etapas de mi descubrimiento eran claras y posibles. Después de muchos días y noches de increíble trabajo y cansancio, conseguí descubrir la causa de la generación y de la vida. Es más: había conseguido ser capaz de infundir vida en la materia muerta.

      La sorpresa que experimenté al principio con este descubrimiento pronto dio paso a la alegría y al entusiasmo. Después de emplear tanto tiempo en aquella penosa labor, alcanzar finalmente la cima de mis deseos era lo más gratificante que me podía suceder. Pero este descubrimiento era tan grande y abrumador que todos los pasos mediante los cuales había llegado a él se borraron de mi mente poco a poco, y me centré únicamente en el resultado. Aquello que había sido el estudio y el deseo de los hombres más sabios desde la creación del mundo se encontraba ahora en mis manos… aunque no se me había revelado todo de golpe, como si fuera un juego de magia. La información que yo había obtenido, más que mostrarme el fin ya conseguido por completo, tenía otra naturaleza y más bien dirigía mis esfuerzos hacia el objetivo que tenía en mente. Era como aquel árabe que había sido enterrado con otros muertos y encontró un pasadizo para volver al mundo, con la única ayuda de una luz trémula y aparentemente inútil.

      Veo, amigo mío, por su interés y por el asombro y la expectación que reflejan sus ojos, que espera que le cuente el secreto que descubrí… pero eso no va a ocurrir. Escuche pacientemente mi historia hasta el final y entonces comprenderá fácilmente por qué me guardo esa información. No voy a conducirle a usted, ingenuo y apasionado, tal y como lo era yo, a su propia destrucción y a un dolor irreparable. Aprenda de mí, si no por mis consejos, al menos por mi ejemplo, y vea cuán peligrosa es la adquisición de conocimientos y cuánto más feliz es el hombre que acepta su lugar en el mundo en vez de aspirar a ser más de lo que la naturaleza le permitirá jamás.

      Capítulo 6

      Cuando me encontré con un poder tan asombroso en las manos, durante mucho tiempo dudé sobre cuál podría ser el modo de utilizarlo. Aunque yo poseía la capacidad de infundir movimiento, preparar un ser para que pudiera recibirlo con todo su laberinto inextricable de fibras, músculos y venas, aún continuaba siendo un trabajo de una dificultad y una complejidad inconcebibles. Al principio dudé si debería intentar crear a un ser como yo, u otro que tuviera un organismo más sencillo; pero mi imaginación estaba demasiado exaltada por mi gran triunfo como para permitirme dudar de mi capacidad para dotar de vida a un animal tan complejo y maravilloso como un hombre. En aquel momento, los materiales de que disponía difícilmente podían considerarse adecuados para una tarea tan complicada y ardua, pero no tuve ninguna duda de que finalmente tendría éxito en mi empeño. Me preparé para sufrir innumerables reveses; mis trabajos podían frustrarse una y otra vez y finalmente mi obra podía ser imperfecta. Sin embargo, cuando consideraba los avances que todos los días se producen en la ciencia y en la mecánica, me animaba y confiaba en que al menos mis experimentos se convertirían en la base de futuros éxitos. Ni siquiera me planteé que la magnitud y la complejidad de mi plan pudieran ser razones para no llevarlo a cabo. Y con esas ideas en mente, comencé la creación de un ser humano. Como la pequeñez de los órganos constituían un gran obstáculo para avanzar con rapidez, contrariamente a mi primera intención, decidí construir un ser de una estatura gigantesca; es decir, aproximadamente de siete u ocho pies de altura y con las medidas correspondientes proporcionadas. Después de haber tomado esta decisión y tras haber empleado varios meses en la recogida y la preparación de los materiales adecuados, comencé.

      Nadie


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