Dos moscas y un mosquito. Rafael Ordóñez
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© de la edición: Diego Pun Ediciones, 2017
© de los textos: Rafael Ordóñez Cuadrado, 2017
© de las ilustraciones: Víctor Jaubert Marante, 2017
1ª edición versión electrónica: Febrero 2019
Diego Pun Ediciones
Factoría de Cuentos S.L.
Santa Cruz de Tenerife
www.factoriadecuentos.com
Dirección y coordinación:
Ernesto Rodríguez Abad
Cayetano J. Cordovés Dorta
Consejo asesor:
Benigno León Felipe
Elvira Novell Iglesias
Maruchy Hernández Hernández
Diseño y maquetación: Iván Marrero · Distinto Creatividad
Conversión a libro electrónico: Eduardo Cobo
Impreso en España
ISBN formato papel: 978-84-946630-4-8
ISBN formato ePub: 978-84-949994-5-1
Depósito legal: TF 919-2017
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Para todos los que buscan la belleza,
para todos los que buscan la inteligencia...
Incluso para los que siendo guapos y listos no
nos lo creemos demasiado.
Índice
Mosquini era una mosca vulgar y corriente.
Su familia era una familia de moscas comunes sin ninguna característica especial. Mosquini era de color pardo, con una gran cabezota y unos ojos saltones que miraban en todas las direcciones posibles. Su comida preferida era la porquería: alimentos en descomposición, basuras de hamburgueserías, cáscaras de melones, huesos de melocotón, raspas de sardinas, cagarrutas de perro y demás guarrerías que se puedan imaginar.
Era capaz de volar hasta tres minutos sin detenerse y su máxima aspiración en la vida era tener unos treinta o cuarenta mil hijos que recordasen su memoria y se sintiesen orgullosos de ella.
Vivía en un callejón estrecho y sucio por el que entraban los alimentos y salían los desperdicios de tres restaurantes y dos bares de tapas; también se ubicaba allí la entrada de mercancías de una perfumería. Los establecimientos de comida eran la delicia de Mosquini, pero en todo momento evitaba pasar cerca de la tienda donde vendían jabones, colonias y aromas de todo el mundo.
«¡Qué asco!», pensaba si, por casualidad, una ráfaga de viento traía el olor de la perfumería.
Era una mosca más o menos feliz, no tenía ningún deseo que no pudiera, en mayor o menor medida, satisfacer y pensaba que así sería el resto de su vida, el tiempo que fuese.
Pero uno de los últimos días de un asfixiante mes de julio, una mañana en la que el calor quería derretir el asfalto y los restos de kétchup, palitos de pescado refritos y patatas recalentadas emanaban una peste que hacía las delicias de Mosquini, sucedió.
Una mariposa, un pequeño lepidóptero de apenas tres o cuatro colores, irrumpió en la quietud del callejón agitando el espacio con su vuelo torpe y deslavazado. Sus cambios de dirección caprichosos despistaban a la mosca, que quería seguir su trayectoria.
El gusano con alas, casi sin voluntad, se acercaba; sus formas se hacían cada vez más precisas, su silueta era más nítida… Y Mosquini no podía dejar de mirar, estaba como encantada.
La mariposa, ignorando que era observada, se acercó a menos de medio metro de donde descansaba la mosca, cruzó por delante de su trompa con su errático vuelo y, tras quince o veinte cambios de dirección más, desapareció detrás de la puerta del restaurante chino.
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