Evolución, revolución y otros escritos. Eliseo Reclus

Evolución, revolución y otros escritos - Eliseo Reclus


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      Este pequeño libro nos inunda de sabiduría. Es una búsqueda optimista, sin demagogias, serena. Para Reclus, la gran evolución del mundo es la vida. Ahí está la clave. Nos muestra cómo la revolución es evolución y cómo esta, para serlo verdaderamente, necesita de la revolución. Nos muestra el mundo actual, tal cual: «Riqueza, poder, consideración, bienestar. Puesto que hay ricos y pobres, poderosos y sometidos, amos y esclavos, césares que ordenan el combate y gladiadores que van a morir en él, las personas inteligentes no tienen más que ponerse de lado de los ricos y de los amos, hacerse cortesanos de los césares». Una estampa que sigue a través de los siglos, pese a los intentos que ven en la revolución una verdadera evolución.

      Nos dice este sabio pensador: «Para el hombre saciado, todo el mundo ha comido bien». Nos describe a los «espíritus timoratos» que creen que la única salida es hacerse simpático y fiel al poderoso, mientras que para terminar con la injusticia reinante se necesita «coraje, perseverancia y consecuencia». Y el mundo debe estar en continua marcha en búsqueda de la palabra vida. Por eso sostiene que «el hijo no es continuación del padre o de la madre, sino un nuevo ser. El progreso se realiza por un continuo cambio de puntos de partida, diferentes para cada ser».

      En ese sentido, nos demuestra cuánto influyeron las religiones en el retroceso del ser humano o en el mantenimiento de su ignorancia y sus miedos. Y es valiente en sus aseveraciones, porque las basa en los hechos de la realidad. Así, nos describe: «A un despotismo sucedió otro peor; de una religión muerta retoñaron los principios de otra religión nueva más autoritaria, más cruel y fanática que la anterior, y durante un millar de años, una noche de ignorancia e imbecilidad, propagada por los frailes, se esparció por toda la Tierra». Luego analiza la llamada Reforma de la fe cristiana y llega a sus resultados: «La Reforma desplazó las fortunas y prebendas en provecho de un poder nuevo, y de una y otra parte nacieron órdenes, jesuitas y contrajesuitas, para explotar al pueblo mediante formas nuevas. Lutero y Calvino, para las gentes que no participaban de su modo de ser, hablaron el mismo lenguaje de intolerancia feroz que Santo Domingo e Inocencio III. Como la Inquisición, establecieron el espionaje, el encarcelamiento y descuartizaron y quemaron con igual o mayor ferocidad que sus predecesores». Es decir, impusieron igualmente la obediencia a los reyes y a los intérpretes de la palabra divina. Y menciona luego un tema indiscutido: «Recuérdese si no el fervor religioso que los americanos del Norte emplearon para mantener la esclavitud de los africanos como institución divina».

      El sabio autor nos va llevando a través de la historia con una mirada certera, despojada de simpatías o antipatías. Solo la verdad. Como cuando analiza la propia Revolución francesa, con inmenso dolor: «En nombre de la libertad, la igualdad y la fraternidad se cometieron desde entonces toda clase de iniquidades. Napoleón arrastró tras de sí a un millón de asesinos con el plausible fin de emancipar el mundo. Y para hacer la felicidad de sus queridas y respectivas patrias, los capitalistas fundaron vastas propiedades y organizaron las grandes industrias, establecieron poderosos y absorbentes monopolios y continuaron la esclavitud antigua bajo una nueva forma».

      Nos explica así por qué el mundo continúa en la violencia y la desigualdad a pesar de las revoluciones. «Toda revolución tuvo su día siguiente. La víspera se empujaba al pueblo al combate, al día siguiente se le exhortaba a la moderación; la víspera se le decía que la insurrección es el más sagrado de los deberes, y al día siguiente se le predicaba que el rey es la mejor de las repúblicas o que el mayor de los heroísmos consiste en pasar tres meses de hambre en beneficio de la sociedad, o bien aún, que ningún arma puede reemplazar a la papeleta electoral». Como vemos, Eliseo Reclus es el hombre sin demagogias. Nos explica la historia tal cual sucedió. Y cómo el poder se mantuvo durante siglos, a pesar de los aspectos «civilizantes» del paso del tiempo.

      La lectura de estas páginas nos va ganando cada vez más. Los análisis sabios del ser humano y sus relaciones nos asombran. Reclus recorre la historia de ese ser humano como si la hubiese vivido toda. Y no se equivoca. Por ejemplo, cuando escribe: «¿No es cierto que en Europa algunos millones de hombres ataviados con el equipo militar deben anular su pensamiento durante algunos años, adaptarse a las imposiciones del servilismo, subordinar toda su voluntad a la de un jefe y aprender a fusilar a padre y madre si cualquier déspota imbécil se lo exige?». Y así llega a la base de la reflexión: «Por atrasada que esté todavía nuestra ciencia de la historia, hay un hecho innegable que predomina en toda la época contemporánea y constituye la nota característica esencial de nuestra edad: el poder omnipotente del dinero». Sí, lo que significa la riqueza.

      Otro factor dominante es el Estado, al cual Eliseo Reclus define y describe así: «Bajo todas sus transformaciones, el Estado, aunque fuera popular, tiene como principio un defecto de origen, la autoridad caprichosa de un jefe y por consecuencia la disminución o pérdida completa de la iniciativa del individuo. El Estado ha de ser necesariamente representado por hombres, y estos hombres, en virtud de hallarse en posesión del poder y por definición misma de la palabra gobierno, bajo la cual se amparan, tienen más campo abierto a sus pasiones que la multitud de gobernados».

      El otro factor, que Reclus analiza en toda su profundidad, es la religión. Nos dice: «Otras instituciones, la de los cultos religiosos, han adquirido una ascendencia tal sobre los espíritus, que muchos historiadores, libres de apasionamientos, han creído en la imposibilidad absoluta de que los hombres puedan emanciparse de tan ominosa tutela». Y agrega: «Los creyentes se dirigieron siempre a un poder soberano y misterioso, al Dios desconocido, y en un estado de temor pavoroso que anulaba toda idea, todo espíritu de crítica y juicio personal, la adoración fue, y es aún hoy, el único sentimiento que los sacerdotes consintieron a los fieles».

      Luego de analizar la justicia y la policía como otras armas del poder, y al ejército como signo de lo irracional —y a las tres palabras que lo legitimizan: patriotismo, orden y paz social—, señala con ironía: «Las clases dirigentes hablan de patriotismo a boca llena, al mismo tiempo que colocan sus fondos en el extranjero…». Y llega por fin a expresar sus anhelos: «La paz futura —nos dice—, la que nosotros anhelamos, no debe fundarse en la dominación indiscutible de unos y el servilismo sin esperanza de otros, sino en la verdadera y franca igualdad entre compañeros».

      El autor nos repite incesantemente que sin justicia racional nunca habrá paz en la tierra. Establece eso con lenguaje bien claro: «El ideal de pan para todos no es una utopía. La Tierra es suficientemente vasta para abrigarnos a todos en su seno y bastante rica para dar la vida en la abundancia; produce mieses suficientes para que todos tengamos qué comer, plantas fibrosas para que podamos ir vestidos todos los humanos, y piedra y cal abundantes para que cada cual tenga su casa. Tal es el hecho económico en toda su simplicidad». Por eso «en la gran familia humana, el hambre no solo es el resultado de un crimen colectivo; es además un absurdo, puesto que los productos exceden dos veces a las necesidades del consumo». Lo racional con bondad y grandeza. Y para alcanzar eso «es preciso pensar, hablar y obrar libremente. Estas condiciones son indispensables para todo progreso». Es el idioma de Reclus. Un código de la razón, único método para llegar a la paz, que es la palabra que lo resume todo. Para lo cual hay solo un camino: «Pensar, hablar y actuar libremente en todas las cosas».

      Discutir este escrito, leerlo en voz alta, pensarlo. Es la búsqueda de un sendero hacia el único y verdadero sendero. Lo dice el autor. «La divisa de nuestro ideal es: armonía entre todos los seres». Pero no desconoce la realidad que lo rodea, que no ha cambiado mucho: «Y sin embargo la guerra nos rodea por todos lados». Es el momento en que nos lleva de la mano a esa realidad, y nos pregunta: «¿En qué puede fundarse la esperanza de que un día depongan el poder para convertirse en nuestros iguales? ¿Creen acaso que algún rayo de gracia puede humanizar a esta casta enemiga que se llama clero, ejército y magistratura?». Y nos responde sin disimulos: «Para detenerla será necesario todo el poder colectivo, insuperable, de una revolución».

      Es el momento en el que va a escribir un análisis de la sociedad en que vivimos. Primero recorre las traiciones a las revoluciones en la historia. Entra en los detalles históricos de los republicanos y los socialistas. Llega a una verdad que avergüenza: «El 1.o de mayo, que debía ser principio de verdadera lucha contra el Señor Capital, se ha convertido en un día de fiesta con guirnaldas


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