En busca de un hogar. Claudia Cardozo
segura de que así será, abuela.
—El conde ha sido tan amable al organizar este baile en honor a su madre, y ella al invitarnos, por supuesto. —Lady Ashcroft ignoró el comentario de su nieta—. Espero que esta vez Daniel asista y se comporte como el caballero que es.
—No fue por su gusto que debió declinar esa invitación, abuela —Juliet no pudo reprimir una réplica a ese comentario que le pareció injusto—, y Daniel es perfectamente capaz de comportarse como corresponde, no debes preocuparte.
La dama se envaró en el asiento, prestando por primera vez su completa atención a lo que la joven decía.
—Sé que lo es, y justamente por ello es que me desconciertan sus maneras tan poco apropiadas; más le vale que reprima esos comentarios sarcásticos que tanto le gusta proferir —refutó de mal talante—. En cuanto a ti, espero que des una excelente impresión; no quiero verme en la necesidad de llamarte al orden, ya no eres una niña.
Juliet frunció el ceño ante esa observación.
—No comprendo a qué te refieres, abuela; dijiste que mi presencia en Rosenthal había sido muy bien recibida.
—Y así fue, por supuesto, pero no creas que no reparé en la falta de cortesía que mostraste con el conde.
—¿Falta de cortesía? No te entiendo, abuela, fui muy cortés con él, te lo aseguro; es más, recuerda que le acompañé a visitar la galería de pinturas.
—Oh, sí, te vi, y parecía que te llevaban al cadalso. —La dama apretó los labios hasta que casi perdieron su color—. El pobre hombre debió de sentirse muy ofendido por tu actitud.
La joven sintió cómo la sangre le hervía en las venas; si el comentario referente a la actitud de Daniel le había parecido injusto, esto era absurdo. ¿Cómo podía su abuela decir algo así? Ella no tenía cómo saber la forma en que se había comportado cuando estuvo a solas con el conde, y en todo caso, estaba segura de que había dejado una impresión muy correcta en su visita a Rosenthal.
La idea de que insinuara que debió ser más amistosa, o tal y como hacían otras jóvenes de su entorno, casi insinuantes de una forma vergonzosa, le pareció repulsiva. No pensó jamás que su abuela llegara a tales extremos para satisfacer sus ambiciones.
—Insisto en que no entiendo a qué te refieres, abuela. —Sabía bien que exponer su rechazo no le ayudaría en nada; su abuela jamás admitiría cuáles eran sus intenciones—. Tal vez te confundiste, ya que tengo la plena seguridad de que me comporté tal y como mis padres hubieran aprobado.
La anciana no tuvo tiempo de replicar a esa respuesta cargada de intención, y aunque hubiera sido así, no habría podido articular una respuesta satisfactoria. Fue una suerte que la costurera volviera en ese momento con otro par de vestidos en los brazos.
—Este azul es hermoso, señorita; con sus ojos y su figura, se verá como un ángel. —La pobre mujer sonreía con nerviosismo, como si sintiera la tensión en el ambiente.
Juliet decidió no gastar más energías en discutir con su abuela, y tras dirigirle una mirada orgullosa, le prestó toda su atención a la costurera:
—Sí, es verdad, es hermoso —le sonrió—. ¿Me ayudaría a probármelo?
Dejó a lady Ashcroft a solas en la habitación en tanto ambas ibas tras la mampara, sin dirigirle una sola palabra.
Capítulo 7
Al contemplar los jardines desde la ventana de su despacho, Robert Arlington pensaba en lo orgullosa que debía de sentirse su madre.
Aún no llegaba un solo invitado y, mientras ultimaban los detalles para el baile, lo que en su opinión solo conseguía provocar un caos que prefería evitar, Rosenthal se veía más impresionante que nunca.
Como una obra de arte, se dijo con una sonrisa, recordando la expresión de la joven Juliet Braxton.
Sería agradable verla una vez más, aunque tenía muy claros sus motivos, y el cuidado que debería tener para evitar que su madre sufriera una decepción, así como también perjudicar a la joven de cualquier forma. Si bien encontraba su charla muy interesante, y le complacía que tuvieran gustos en común, no deseaba que albergara falsas esperanzas.
Era un verdadero problema ser un soltero si es que ello acarreaba tantos dolores de cabeza. Por suerte, otorgaba también muchas ventajas que compensaban cualquier mal rato que debiera pasar.
Unos suaves golpes a la puerta lo sacaron de su abstracción y sonrió al ver aparecer a su madre, toda radiante y sonriente.
—Querido, empezarán a llegar en cualquier momento; por favor, acompáñame.
—Por supuesto, será un honor llevar del brazo a la dama más bella del baile.
—Eso es muy amable por tu parte. —La condesa colocó una mano en su brazo y le dio un golpecito cariñoso—. Pero seré más feliz si compartes la fiesta con personas más apropiadas.
—¿Apropiadas exactamente en qué sentido?
En tanto cruzaban el amplio corredor, hasta llegar al vestíbulo, la dama negó con la cabeza, dirigiendo a su hijo una astuta mirada.
—No lo sé, querido, estoy segura de que tú encontrarás el sentido preciso sin ayuda.
El conde la contempló con una ceja alzada, pero no tuvo tiempo para una réplica apropiada, porque el sonido de los carruajes anunció la llegada de los primeros invitados y se apresuró a ocupar su lugar.
Cuando su madre dijo que pensaba invitar a todo el mundo, se aterró, pero luego se convenció de que no podía ser más que una exageración provocada por un momento de emoción. Ahora no estaba tan seguro de eso.
Los más conocidos miembros de la sociedad de Devon, y de Londres también, por supuesto, desfilaban frente a él, y ya había desistido de intentar contarlos, una vieja costumbre adquirida desde pequeño.
Tras saludar con una venia a la quinta, no, debía de ser la sexta dama de la noche que se acercaba a saludarlo con una pobre joven de semblante asustado a la que llevaba casi a rastras, se dijo que debió suponer que su madre se las arreglaría para invitar a tantas jóvenes casaderas como le fuera posible.
Nunca se había considerado un hombre que pudiera espantar a una jovencita impresionable, pero bien pensado, tal vez fuera demasiado notorio el desagrado que esa situación le causaba; el disimulo no era uno de sus fuertes, aunque sabía cumplir con su obligación de anfitrión, por lo que procuró mantenerse tan impasible como le era posible.
No se dio cuenta de ello, pero en cuanto vio la figura envarada de lady Ashcroft cruzando la entrada, soltó un suspiro de alivio; empezaba a pensar que no llegarían. Tras ella iban los Sheffield, ella con un horrible sombrero que le recordó a un ave disecada, y él, tan orondo como siempre.
Pero no estaba interesado en ellos, no más de lo usual; es decir, prácticamente nada, su mirada estaba clavada en un punto más alejado, y una sonrisa satisfecha se dibujó en sus labios al ver a Juliet Braxton caminar con paso tranquilo sin dejar de hablar con el joven que iba a su lado.
Ese debía de ser Daniel Ashcroft, por supuesto, su primo; casi había olvidado su existencia, lo que era vergonzoso, ya que también estaba en deuda con él. Tuvo apenas unos minutos antes de que el grupo llegara a su altura para poder examinarlo con discreción y no estaba seguro de qué impresión le causó.
Era un joven atractivo, eso era innegable, y se movía con una despreocupación que encontró peculiar considerando su edad; sin embargo, por alguna razón que no deseó analizar, le extrañó la notoria diferencia en la forma en que miraba a su prima y a las personas que le rodeaban. Con la primera era abiertamente amable, mientras que a los otros les dispensaba una mirada entre aburrida y desdeñosa.
Su madre, a su derecha, empezó los saludos, dirigiéndole palabras de elogio