Una bala, un final. Pepe Pascual Taberner

Una bala, un final - Pepe Pascual Taberner


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no con Gabriela.

      —Soy tu amigo, Pietro. Si puedo ayudarte en algo…

      —Mañana tengo una reunión y estoy desconcertado.

      —Bueno, es parte de tu trabajo, estás acostumbrado a las reuniones en el ministerio y con…

      —… Es en el Vaticano, en la Santa Sede. Me ha llamado personalmente un cardenal.

      Sorprendido, Herbert no dijo nada. Sabía que Don Pietro, aunque católico y creyente, no simpatizaba con la Iglesia.

      —Entiendo.

      —No ha usado un canal oficial, como debería haber hecho. Llamó por teléfono a mi casa, tan sencillo como eso.

      —¿Le conoces?

      —Jamás había oído hablar de él.

      Herbert alzó las cejas asombrado.

      De inmediato, el instinto de Herbert se agudizó.

      Conoció a Don Pietro en Roma, en un evento que organizó el gobierno. Desde entonces disfrutaban de una amistad en la que introdujeron rápidamente a sus parejas. Herbert comerciaba con productos de lujo de todo tipo; los compraba y vendía indistintamente entre Alemania e Italia. Había amasado una gran fortuna, se movía entre gente distinguida, incluso con los políticos fascistas que buscaban mostrar clase y poder. Apreciaba a Don Pietro; sincero y con gran personalidad.

      Sin embargo, Herbert tenía una doble función que ni siquiera Karla conocía. Jamás sintió la necesidad de ponerla en práctica con su amigo italiano. Aunque aquella noche, a causa de la inusual citación del cardenal, Herbert vio una posible fuente de información. En contra de su voluntad, se interesó.

      —Mañana estaré en Roma atendiendo unos asuntos con mi abogado. Podemos comer juntos y así nos vemos de nuevo.

      —Es una buena idea. —Dijo Don Pietro tras otra calada.

      Al poco llegaron sus mujeres y se sentaron a la mesa.

      —Qué silencio más incómodo, ¿os hemos interrumpido?

      —En absoluto, Gabriela. —Intervino Herbert rápidamente.— Discutíamos el alzamiento militar en España y nos hemos incomodado.

      Karla se sumó a la conversación.

      —Es una triste noticia.

      —Pero previsible, demasiado tiempo de conflicto político y con altercados en las calles. —Dijo Gabriela.

      Mientras comentaban, Herbert y Don Pietro permanecían al margen y con la mente en el Vaticano.

      —Toda Europa está cambiando. Primero fuimos nosotros, luego Alemania. Quizás sea el turno de España…

      —¡Basta! —Gritó Don Pietro.

      Quedaron atónitos por el tono de voz, excepto Herbert.

      —España no tiene por qué pasar por un cambio político. Cada país es diferente. Y dejemos de hablar de guerras y políticas. Mejor, disfrutemos de la noche. —Concluyó Don Pietro más calmado.

      Gabriela intuyó que él y Herbert habían hablado de algo que le había desconcertado. Pero la velada fluyó bien hasta el momento de despedirse, una hora después.

      A los pies del porche, Karla entró en el Fiat. Herbert se volvió hacia Don Pietro y levantó deliberadamente el dedo para llamar su atención.

      —Gracias por la velada, Pietro.

      —¿Seguro que no queréis quedaros a dormir? Es muy tarde para regresar a Roma.

      —No es necesario, el café me mantendrá despierto.

      —Conduce con precaución, Herbert.

      —Te espero mañana en el Porta di Mare.

      —Lo conozco. Sé dónde está.

      Poco después, los faros traseros del Fiat desaparecieron al final del sendero. Gabriela se cogió del brazo de Don Pietro y entraron en la casa. La temperatura era ideal, la cena había sido fabulosa y era hora de descansar.

      Ya unos kilómetros alejados en dirección a Siena todavía restaban muchos para llegar a Roma, cuando Karla había cerrado los ojos y estaba a punto de dormirse. Sin embargo, Herbert mantenía la mirada en la carretera sin dejar de pensar en la reunión de Don Pietro con el cardenal.

      El Porta di Mare se encontraba cerca del Vaticano. Herbert no había quedado con nadie para comer. Quería reunirse con Don Pietro nada más saliera este del Vaticano. De modo que nada podía hacer hasta entonces.

      En el cielo destacaban las estrellas iluminadas por la hermosa luna de verano. Prácticamente, el molesto rugido del motor pasó a un segundo plano y Herbert comenzó a escuchar el profundo sueño de Karla.

      Ciudad del Vaticano, Italia

      Don Pietro había madrugado y condujo hasta Roma deteniéndose en San Lorenzo para repostar combustible. Ya en la capital, aparcó en la Via delle Fornaci, muy próximo a la basílica. Todavía temprano, en plena soledad irrumpieron las impresionantes campanadas anunciando las siete horas. Dejó sonar la última antes de dirigirse hacia la entrada. Algunos clérigos iban camino de sus quehaceres cuando Don Pietro se aproximó a los guardas suizos.

      —Vengo a una cita con el cardenal Leo Sacheri. —Dijo abrochándose los botones de la chaqueta.

      Siguió a uno de ellos hasta una estancia alargada con el techo abovedado y cubierto de admirables pinturas. Jamás había entrado en el Vaticano y sintió verdadera admiración. Aprovechó los minutos que aguardó para observarlas detenidamente.

      Al poco, vio aparecer al cardenal vestido con sotana negra precedido por el guarda. Don Pietro permaneció firme, con los brazos pegados a la cintura y muy curioso por conocerle.

      —Gracias, ahora es asunto mío. —Y el guarda se alejó después de la reverencia.

      El cardenal ofreció la mano con la palma hacia abajo y Don Pietro le besó el anillo cardenalicio.

      —Me honra que haya aceptado mi invitación.

      —El gusto es mío, eminencia. Le agradezco la oportunidad de conocer por dentro la Basílica.

      —Lamento defraudarle, pues daremos un paseo por la plaza.

      Caminaron hacia la puerta principal y Don Pietro quedó decepcionado.

      El cardenal, de pasados sesenta años, tenía los ojos agotados y una mirada peculiar. Aunque orondo, era alto y se distinguía por su firme tono de voz.

      Nada más salir de la Basílica, llegaron a la columnata sur. A paso lento, caminaron entre las formidables pilastras de mármol travertino.

      —El Vaticano esconde tantos encantos como secretos albergan sus estancias. —Dijo el cardenal.— A veces, uno cree estar a solas con Dios, pero sorprende la presencia de algún sacerdote. Se duda si ha escuchado la confesión con el Todopoderoso. —Dijo bromeando.— Estas frías columnas inspiran más confianza.

      —Eminencia, hay personas nombradas para interceder oficialmente entre el Vaticano y el Gobierno.

      El cardenal cruzó los brazos por detrás de la cintura.

      —Conozco el protocolo. Pero aquí fuera podemos hablar con absoluta intimidad. Disfrutemos del paseo.

      Sabiendo que no le había convencido, añadió:

      —Don Pietro, sé que es un hombre respetado en Roma y admiro su profesionalidad.

      —No me habrá citado para elogiarme, ¿verdad?

      —Desde luego que no. —Y dejó pasar unos segundos.— Esta reunión es confidencial ya que fue iniciativa propia. Confío en que sabrá mantener la discreción.

      Mantuvieron silencio hasta que


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