Boda de sociedad. Helen Bianchin
de saludo al portero al entrar, y no le había dado tiempo a recorrer más de tres pasos del vestíbulo del hotel cuando reconoció una figura masculina que se erguía y se adelantaba hacia ella. Carlo Santangelo.
Le bastó con verlo para sofocarse y sentir que el corazón se le aceleraba. Tuvo que esforzarse para seguir respirando regularmente. Carlo tenía unos treinta y ocho años y medía un metro noventa. Sus anchos hombros y apariencia musculosa atestiguaban su cuidada forma física. Tenía un rostro de rasgos muy marcados y angulosos, en el que destacaban la firmeza de la mandíbula y el mentón, y la sensualidad de los labios. Llevaba el pelo castaño oscuro perfectamente cortado y peinado, y sus ojos eran tremendamente oscuros, casi negros.
Aysha no recordaba ninguna muestra del genio de Carlo, pero no le cabía duda de que debía de tenerlo, porque aquellos ojos podían llegar a cobrar aspecto de obsidiana, la boca endurecerse hasta reducirse a dos finas rayas, y la voz adquirir la temperatura de un témpano.
–Aysha –le dijo al inclinarse a besarla levemente en los labios, para después tomarle ambas manos entre las suyas al volverse a enderezar.
Era impresionante. Hasta ella llegó su limpio olor masculino, mezclado con una suave loción para después del afeitado. Aysha sentía que el corazón le latía tan fuerte, que se podía oír. ¿Sería posible que Carlo se sintiera tan afectado como ella por él?
Era dudoso, tuvo que responderse, porque no ignoraba cuál era el papel que él le atribuía. Su primer amor había sido una muchacha muy joven y bella, Bianca, con la que se había casado hacía ya diez años, y a la que perdió en un accidente de automóvil a las pocas semanas de la luna de miel. Aysha había llorado en secreto cuando se casaron, y públicamente en el funeral de Bianca.
Después de aquello, Carlo se había entregado al trabajo, convirtiéndose en un as de los negocios, con una gran reputación como estratega y como hábil negociador. Había salido con muchas mujeres, y se había limitado a disfrutar de lo que cada una podía ofrecer, sin pensar nunca en sustituir a la hermosa muchacha que había llevado tan brevemente su apellido.
Y así hasta el año pasado, en el que empezó a fijarse en Aysha, permitiendo que el cariño que existía entre ambos se convirtiera en algo mucho más personal e íntimo. Cuando le pidió que se casara con él, se había sentido desbordada, porque Carlo era el único hombre con el que había soñado desde la adolescencia, y el paso de la admiración al amor por él marcaba uno de los hitos de su existencia. Amor que siempre había sabido unilateral. Comprendía que se trataba de apuntalar la alianza Benini-Santangelo para la siguiente generación.
–¿Tienes hambre?
La respuesta de Aysha vino acompañada de una sonrisa encantadora y un brillo pícaro en la mirada al contestarle:
–Me estoy muriendo.
–Pues vamos a cenar, ¿quieres? –y Carlo le pasó un brazo por la cintura y la condujo hacia los ascensores.
Aysha no rebasaba la altura de su hombro, y su figura menuda y frágil no se correspondía con la fortaleza de mente y de cuerpo que en realidad poseía. Carlo pensó, al pulsar el botón de llamada, en lo sumamente fácil que habría sido que Aysha se convirtiera en una niña mimada, puesto que la habían consentido mucho. Pero ni tenía malicia, ni se consideraba el centro del universo. Era una joven simpática, inteligente, lista y muy atractiva, que al sonreír se convertía en una mujer realmente bella.
El restaurante estaba situado en el último piso, y ofrecía unas vistas magníficas de la ciudad y del puerto. Era caro, exclusivo, y uno de sus sitios preferidos. Se abrieron las puertas del ascensor, Aysha entró por delante de Carlo en la cabina, y luego se quedaron en silencio mientras ascendían.
–¿Conque así de mal?
Aysha le dirigió una rápida mirada, vio su expresión de cinismo ligero, y no supo si alegrarse o resignarse a que él hubiera intuido que su silencio obedecía a lo horroroso que había sido el día. Se preguntó si tan fácil era adivinarla, pero no creía que fuera así con la mayor parte de la gente, sólo que Carlo no era como la mayoría, y hacía ya tiempo que se había dado cuenta de que no era mucho lo que ella podía ocultarle.
–¿Por dónde quieres que empiece? –le preguntó, con un mohín, y, levantando una mano, empezó a contar con los dedos–: Un cliente rabioso, un jefe de planta aún más rabioso, un cargamento de tejidos de importación sin poderse descargar por una huelga, o la prueba del condenado traje. Puedes elegir.
El ascensor se detuvo, y ambos pasaron juntos a la recepción del restaurante.
–Señor Santangelo, señorita Benini, sean bienvenidos.
El maître los acogió con una sonrisa servil, tratándolos con toda la deferencia debida a los clientes apreciados. Ni siquiera les propuso una mesa, sino que se limitó a acompañarlos hasta la que preferían, al lado del ventanal que ocupaba toda la pared. Aysha se dijo que una buena posición social tenía sus ventajas, por ejemplo, un servicio impecable.
El sumiller se presentó en cuanto se hubieron sentado, y Aysha dejó en manos de Carlo la selección de un vino blanco.
–Y agua con hielo, por favor –pidió también mientras Carlo se acomodaba para escucharla.
–¿Qué tal Teresa? –le preguntó.
–Vaya pregunta global –contestó alegremente Aysha–; ¿no podrías concretar un poco?
–O sea, que te está volviendo loca –Carlo hablaba imitando ligeramente la forma de arrastrar las palabras de las señoras de sociedad, y Aysha no podía evitar el sonreír.
–Pues sí –reconoció con sarcástica admiración.
Él levantó una ceja, con expresión divertida y maliciosa.
–¿Intento adivinar el conflicto actual? –se aventuró–. ¿O me lo vas a contar tú?
–El traje de novia –le contestó, y, al recordar la escena, Aysha volvió a sentir la tensión de haber tenido que escuchar las recomendaciones de Teresa y las respuestas corteses y envaradas de la modista.
–¿Hay problemas? –Carlo no dudaba de que los habría, y muchos, y la gran mayoría aportados por Teresa.
–A la modista no le hace mucha gracia la ingerencia de mamá en el dichoso vestido –contestó Aysha, con cierto remordimiento, porque la verdad era que el vestido era una maravilla de seda y encaje.
–Ya veo.
–No –le corrigió ella–, qué vas a ver –y se interrumpió, mientras el sumiller servía el vino, y realizaba el resto del ritual de la cata con Carlo.
Una vez se hubo retirado, él volvió a preguntarle, con su tono de broma:
–¿Qué es lo que no veo, cara? ¿Que Teresa, como casi toda mamma italiana, quiere que la boda de su niña sea perfecta? El sitio, el servicio, la comida, el vino, la tarta, los recuerdos, los coches, todo perfecto. Y el vestido tiene que ser esplendoroso.
–Te olvidas de las flores –le recordó serenamente Aysha–. El florista está que se sube por las paredes. El cocinero amenaza con dimitir porque, según él, su tiramisú es una obra de arte, y no piensa permitir que le impongan la receta de mi abuela, por muy italiana que sea.
Carlo hizo una mueca humorística, y luego dijo suavemente:
–Teresa cocina estupendamente.
Teresa lo hacía todo estupendamente; y ése era precisamente el problema. Esperaba que todo el mundo fuera tan estupendo como ella. El problema consistía en que, naturalmente, Teresa Benini apreciaba mucho el poder contratar a los mejores profesionales que el dinero pudiera proporcionarle, pero no por ello renunciaba a revisar personalmente hasta el último detalle, para que todo resultara conforme a sus imposibles expectativas.
Aysha no recordaba ninguna época en la que conservar a los empleados domésticos no supusiera un problema en su casa. Empezaban a trabajar y se despedían a una velocidad pasmosa,