Desierto de tentaciones. Michelle Conder
con Santara.
Su breve y fallido compromiso con el rey Jaeger tampoco había sido por amor, pero Alexa se había sentido fatal al verse rechazada por él porque sí que era un hombre que le había gustado. De hecho, se había enamorado de él cuando este había acudido a ayudarla en su primera aparición oficial junto a su padre, con tan solo trece años, cuando a Alexa se le había caído una jarra entera de zumo de arándanos sobre el bonito vestido blanco. Ella se había quedado inmóvil mientras el pegajoso líquido corría por su piel y el recién coronado rey de Santara la había cubierto con su chaqueta y le había susurrado al oído que todo iba a ir bien.
Avergonzada, Alexa había enterrado el sonrojado rostro en su pecho y había permitido que el rey de Santara la sacase de la habitación sin que nadie se diese cuenta de lo ocurrido. Le había pedido a un sirviente que llamase a la asistente de Alexa y después había vuelto a la fiesta. Alexa no había vuelto a beber zumo de arándanos desde entonces, ni había olvidado la amabilidad del rey. Con los años, había pensado que era el hombre de sus sueños: bueno, leal, compasivo y fuerte.
Su hermano, sin embargo, no podía ser más diferente, solo pensaba en pasarlo bien.
–Ha hecho bien recogiéndose el pelo –le dijo Nasrin mientras le hacía la última trenza–. Permite ver los detalles de la espalda del vestido.
–¿No es demasiado atrevido? –le preguntó Alexa, girándose en el taburete para verse mejor.
Había escogido aquel vestido con los hombros al descubierto, color nude, para intentar llamar la atención, pero lo cierto era que no estaba acostumbrada a llevar prendas tan reveladoras.
–En absoluto. Es perfecto.
Alexa se estudió en el espejo y pensó que lo que sería perfecto era tener el problema que la esperaba ya resuelto.
–¿Y estás segura de que el príncipe de Santara no quiere casarse? –le preguntó a Nasrin, mostrando ligeramente sus nervios.
Uno de los motivos por el que aquel príncipe era perfecto era que no se quería casar. Así pues, su unión no sería permanente y Alexa podría hacer las cosas a su manera.
–Completamente –le respondió su asistente–. Se le ha oído decir que no pretende casarse. Aunque las mujeres se lanzan a sus pies con la esperanza de hacerle cambiar de opinión.
¿Por qué estaba tan preocupada?
Probablemente, porque, gracias a las estrictas normas de su padre y a su ineptitud con los hombres, no sabía cómo atraer la atención de un hombre como el príncipe. Con diecisiete años había creído gustar mucho a un hombre, Stefano, pero en realidad este solo había querido aprovecharse de su ingenuidad. Aquel error había hecho que se volviese insegura y que se centrase en sus estudios de administración de empresas, en sus obligaciones con la corona y en nada más.
Aunque en realidad no quería atraer al príncipe Rafaele. No, solo quería que formase parte de un plan que también le serviría a él para que sus dos naciones volviesen a mantener relaciones cordiales. Un plan que le había parecido mucho más sencillo cuando se le había ocurrido que en esos momentos.
No obstante, intentó mantenerse positiva, se puso los tacones y se pasó las manos por el vestido hecho a medida, que la hacía sentirse elegante y desnuda al mismo tiempo, lo que, según su exuberante asistente, era el objetivo del diseño.
–Se sentirá sensual y atractiva –le había asegurado Nasrin al ver el vestido–. Y todos los hombres la desearán.
En esos momentos no se sentía sensual ni atractiva, y no quería que todos los hombres la mirasen. Ya la ponía lo suficientemente nerviosa pensar que iba a mirarla un hombre en concreto.
Tomó el dosier sobre el príncipe Rafaele que Nasrin había preparado la semana anterior y lo hojeó. Era un hombre bastante rico, que poseía numerosas salas de fiestas y bares por toda Europa.
Se estremeció al mirar una fotografía del príncipe con el pecho descubierto, navegando en un yate, vestido solo con unos pantalones blancos, con el pelo largo y moreno al viento, su ancho pecho bronceado, sonriendo a la cámara y clavando en ella sus brillantes ojos azules.
El pie de foto decía: El príncipe rebelde en busca de sol, diversión y aventuras.
–Es guapo, ¿verdad? –comentó Nasrin, mirando la fotografía y después a Alexa–. Está preciosa, Alteza. El príncipe no podrá resistirse.
Alexa apreciaba el optimismo de Nasrin, pero sabía que a los hombres no les costaba ningún esfuerzo resistirse a ella.
–Es más probable que se ría en mi cara –respondió, cerrando el dosier–. Y si de verdad se niega a casarse, tal vez ni siquiera acceda a un compromiso.
–Pero usted tiene un as bajo la manga. Si accede, nuestras naciones volverán a llevarse bien. Así que seguro que aceptará. Además, el compromiso será temporal. Salvo que… se enamoren.
Alexa sacudió la cabeza. Nasrin era una romántica y a pesar de que Alexa también lo había sido en el pasado, las decepciones del pasado la habían llevado a dejar de soñar.
La dignidad era más importante que el amor. Lo mismo que la autoestima y la objetividad. Así que no iba a imaginarse que el príncipe de Santana iba a enamorarse de ella.
–Eso es tan probable como que la luna se tiña de azul –comentó en tono seco.
–Si lo desea con la suficiente fuerza, Alteza, conseguirá lo que quiera.
Alexa sabía que eso tampoco era así.
–Por suerte, no quiero el amor del príncipe, solo su cooperación.
–Pues a por ella –la alentó Nasrin sonriendo.
Alexa le devolvió la sonrisa. Nasrin había sido un regalo tras la muerte de Sol. Le había organizado la vida y la había ayudado a volver a sonreír en un momento sombrío y triste.
No le molestaba ser la futura reina de Berenia porque amaba su país y a sus ciudadanos, y quería hacerlo lo mejor posible en nombre de Sol. También quería que su padre se sintiese orgulloso de ella. Y lo conseguiría si el príncipe colaboraba. Ayudaría a que Berenia y Santara retomasen las relaciones y, al mismo tiempo, podría encontrar la manera de lograr un matrimonio que no solo complaciese a su padre, sino también a ella.
Sin embargo, si el príncipe la rechazaba tendría que buscar a otro. Porque la alternativa: casarse con el hombre que quería su padre, le resultaba insoportable.
Rafe miró a su alrededor en el salón de baile del Palacio de Verano de Santara, un lugar en el que había pasado muchos años formándose, con emociones encontradas. Intentaba no ir mucho por allí, no solo porque no tenía buenos recuerdos, sino porque cuando se había marchado de Santara, siendo todavía adolescente, había cortado todos los vínculos con aquella nación.
Y no se arrepentía de ello. No echaba de menos su vida allí. No echaba de menos que el sol brillase abrasadoramente durante casi todo el año, ni la interminable lista de obligaciones que le había puesto su padre como segundo heredero al trono de Santara. El hijo menos importante cuya necesidad de vivir su propia vida nunca había sido entendida por el rey.
–Tienes suerte de haber nacido príncipe –le había dicho con frecuencia su padre–. Si no, no valdrías nada.
Su padre había sido un hombre duro e intolerante, que nunca había consentido que le llevasen la contraria.
Rafe había aprendido a no preocuparse, a desconectar de su padre. Y a pesar, o, tal vez, gracias a la convicción de su padre de que no sería nadie en la vida, había conseguido tener éxito.
Se había liberado de las obligaciones de su título y había vivido la vida con sus propias reglas. Aunque su padre no había estado ahí para verlo. Su muerte, cuando él tenía dieciocho años, había sido una liberación. O quizás hubiese sido su hermano el que lo había liberado al asumir la corona con diecinueve años y darle permiso