El conde de montecristo. The griffin classics

El conde de montecristo - The griffin classics


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monarca se volvió hacia él.

      -¿No suponéis como yo, señor de Villefort, que el general, a quien se tenía justamente por adicto al usurpador, pero que en el fondo era todo mío, haya muerto víctima de una venganza bonapartista?

      -Es probable, señor -respondió Villefort-; pero ¿no se conocen más detalles?

      -Hemos dado con el hombre de la cita, y se le sigue la pista.

      -¡Se le sigue la pista! -repitió el sustituto.

      -Sí; el ayuda de cámara dio sus señas. Es un hombre de cincuenta a cincuenta y dos años; moreno, ojos negros, cejas espesas y bigote. Lleva un levitón azul abotonado, y en un ojal la insignia de oficial de la Legión de Honor. Ayer la policía siguió a un individuo exactamente igual en todo a ese sujeto; pero le perdió de vista en la esquina de la calle de Coq-Heron.

      Villefort tuvo que apoyarse en el respaldo de un sillón, porque a medida que el ministro hablaba, negábanse sus piernas a sostenerle; pero cuando supo que el desconocido había escapado al agente que le seguía, respiró a sus anchas.

      -Buscad a ese hombre, caballero -dijo el rey al ministro de policía-, porque si es verdad, como todo hace suponer, que el general Quesnel que tan útil nos hubiera sido en estas circunstancias, ha caído bajo el puñal de un asesino, bonapartistas o no, quiero que los criminales sean castigados como se merecen.

      Villefort necesitó de toda su sangre fría para no dejar traslucir los terrores que le inspiraban estas palabras del rey.

      -¡Cosa extraña! -prosiguió el rey, como bromeando-; la policía cree haberlo dicho todo cuando dice: se ha cometido un asesinato; y haberlo hecho todo cuando añade: he encontrado la pista de los culpables.

      -Señor, confío en que Vuestra Majestad quede completamente satisfecho esta vez.

      -Ya veremos. No quiero deteneros más, barón; iréis a descansar, señor de Villefort, que debéis hallaros muy fatigado del viaje. ¿Os alojáis en casa de vuestro padre?

      Villefort se turbó visiblemente.

      -No, señor -dijo-. Me hospedo en el hotel de Madrid, situado en la calle de Tournon.

      -Pero supongo que le habréis visto.

      -Señor, en cuanto llegué fui a buscar al conde de Blacas.

      -Pero ¿le veréis?

      -Ni siquiera trataré de hacerlo.

      -¡Ah!, es justo -dijo el rey sonriéndose como para probar que todas sus preguntas encerraban intención-; olvidábame de que estáis algo reñido con el señor Noirtier, nuevo sacrificio a la causa real, que debo recompensaros.

      -La bondad con que me trata Vuestra Majestad es ya recompensa tan sobre todos mis desos, que nada más tengo que pedir al rey.

      -No importa, caballero, os tendremos presente, descuidad: entretanto, esta cruz…

      Y quitándose el rey la cruz de la Legión de Honor que solía llevar en el pecho cerca de la cruz de San Luis, y por encima de las placas de la orden de Nuestra Señora del Monte Carmelo y de San Lázaro, se la dio a Villefort, que repuso:

      -Señor, Vuestra Majestad se equivoca: esta cruz es de oficial.

      -Tomadla, a fe mía, sea la que fuere -dijo el rey-, que no tengo tiempo para pedir otra. Blacas, haced que extiendan el diploma al señor de Villefort.

      Los ojos de éste se humedecieron con una lágrima de orgullosa alegría; tomó la cruz y la besó.

      -¿Qué órdenes -dijo- tiene Vuestra Majestad que darme en este momento?

      -Descansad el tiempo que os haga falta, y tened presente que si en París no podéis servirme en nada, en Marsella puede ser muy al contrario.

      -Señor -respondió inclinándose Villefort-, dentro de una hora habré salido de París.

      -Marchad, caballero -dijo el rey-, y si yo os olvidase, que los reyes son desmemoriados, no temáis el hacer por recordaros… Señor barón, ordenad que busquen al ministro de la Guerra. Blacas, quedaos.

      -¡Ah, señor! -dijo al magistrado el ministro de policía, cuando salieron de palacio-. ¡Entráis con buen pie: vuestra fortuna es cosa hecha!

      -¿Durará mucho? -murmuró el magistrado saludando al ministro, cuya fortuna se deshacía, y buscando con los ojos un coche para volver a su casa.

      A una seña de Villefort se acercó un fiacre, a cuyo conductor dio las señas de su casa, lanzándose al fondo en seguida, donde se entregó a sus sueños ambiciosos.

      Diez minutos más tarde, el magistrado estaba ya en su casa, y mandó a par que le sirviesen el almuerzo y que preparasen los caballos para dentro de dos horas.

      Iba ya a sentarse a la mesa, cuando sonó fuertemente la campanilla, como agitada por una mano vigorosa. El ayuda de cámara fue a abrir, y Villefort pudo oír que pronunciaban su nombre.

      -¿Quién puede saber que estoy en París? -murmuró.

      En este momento entró el ayuda de cámara.

      -¿Y bien? -le dijo Villefort-. ¿Quién ha llamado? ¿Quién pregunta por mí?

      -Una persona que no quiere decir su nombre.

      -¡Una persona que no quiere decir su nombre! ¿Y qué quiere?

      -Desea hablaros.

      -¿A mí?

      -Sí, señor.

      -¿Ha dado mis señas? ¿Sabe quién soy yo?

      -Indudablemente.

      -¿Qué trazas tiene?

      -Es un hombre de unos cincuenta años.

      -¿Alto? ¿Bajo?

      -De la estatura del señor, sobre poco más o menos.

      -¿Blanco o moreno?

      -Muy moreno; de cabellos, ojos y cejas negros.

      -¿Y cómo va vestido? -preguntó vivamente el magistrado.

      -Un levitón azul, abotonado hasta arriba, con la roseta de la Legión de Honor.

      -¡Él es! -murmuró Villefort palideciendo.

      -¡Diantre! -dijo asomando en la puerta el hombre que hemos descrito ya dos veces-. ¡Diantre! ¡Qué conducta tan extraña! ¿Así hacen en Marsella esperar los hijos a sus padres en la antecámara?

      -¡Padre mío… ! -exclamó el sustituto-, no me engañé… , sospechaba que fueseis vos.

      -Si lo sospechabas -contestó el recién llegado dejando el bastón en un rincón y el sombrero en una silla-, permíteme entonces, querido Gerardo, hacerte ver que has obrado mal haciéndome esperar.

      -Dejadnos, Germán -dijo Villefort.

      El criado se retiró, y veíase que le sorprendía lo ocurrido.

      Capítulo 12 Padre e hijo

      El señor Noirtier, porque, en efecto, era él quien acababa de llegar, siguió con la vista al criado hasta que cerró la puerta, y luego, sin duda receloso de que se quedase a escuchar en la antecámara, la volvió a abrir por su propia mano. No fue inútil esta precaución, y la presteza con que salía Germán de la antecámara dio a entender que no estaba puro del pecado que perdió a nuestro primer padre. El señor Noirtier se tomó entonces el trabajo de cerrar por sí mismo la puerta de la antecámara, y echando el cerrojo a la de la alcoba, acercóse, tendiéndole la mano, a Villefort, que aún no había dominado la sorpresa que le causaban aquellas operaciones.

      -¿Sabes, querido Gerardo -le dijo mirándole de una manera indefinible-, sabes que me parece que no te alegras mucho de verme?

      -Padre mío -respondió Villefort-, me alegro con toda el alma; pero no esperaba vuestra visita


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