Más que nada. Raúl Tamargo

Más que nada - Raúl Tamargo


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el festival —responde.

      —Se equivocó de sitio. Aquí no hay fiesta. ¿Dónde ha dejado el rebaño?

      —En el cerro, padre.

      —Vaya a buscarlo. Y apúrese que nos vamos.

      —¿Adónde?

      —Ya lo sabrá. Ahora haga lo suyo.

      .5.

      Julián no necesita reloj para saber que ha hecho las cosas rápido. Subir el cerro, seguir el rastro de las llamas, agruparlas, obligarlas a desandar el camino. No es necesario contarlas. Son pocas y las conoce tanto que cuando alguna se adelanta o se atrasa, puede sentirlo en el cuerpo, así como se sienten los dedos en las manos.

      Los animales van entrando al corral. Julián espanta a Bartolina con gritos y gestos de amenaza, una y otra vez. La cachorra se ha contagiado los apurones del pueblo y quiere escaparse.

      En la casa, los padres están sentados a la mesa, esperándolo. Ciriaco habla. Julián quisiera hacer preguntas, pero hay algo, en la voz de su padre, que lo frena. Su hermana, que todavía no entiende las palabras, en brazos de la madre, se queda callada durante el tiempo que duran las explicaciones de Ciriaco. Lo mira fijamente, como si acabara de descubrir la cara de su padre.

      —Hay que empacar —dice el hombre— ahora mismo. Mañana, temprano, no quedará nadie en el pueblo. Llevaremos lo que quepa en el carro: la ropa, el maíz, las papas y la verdura seca. Lo demás, se quema esta misma noche. Es orden del general.

      —¿Adónde vamos?, pregunta Lorenza.

      —A Tucumán, por lo menos. Tal vez más lejos.

      —¿Y el ganado?

      —Los animales grandes se vienen con nosotros. La cría se charquea y se carga en el carro.

      El hombre se levanta sin dar lugar a otras preguntas. Sale de la casa por el patio trasero. Se acerca al sulqui, que duerme bajo una planta desde hace meses. Lorenza y Julián lo miran desde la puerta. La mujer dice a su hijo:

      —Andá a casa de Lucio, a que te preste un burro, que le andará sobrando.

      .6.

      Mi padre quiere hacer charqui con Lina.

      —Son tiempos malos —responde Lucio— Tiempos de sacrificio.

      —¿Por qué hay que dejar todo, tío?

      —Dicen que por la patria… y por la libertad. Vaya uno a saber si es cierto.

      —¿Qué sabe usted?

      —Que vienen miles desde el norte, matando y robando. Es mejor no pensar mucho. Llevale el burro a tu padre, que hay poco tiempo.

      Julián tira de la rienda y saluda. Poco más adelante, antes de llegar al puente, la prima Cata le empareja la marcha. Está agitada por el apuro. Dice que escuchó lo de Lina. Dice que no puede dejar que la hagan carne.

      —¿Sos hombre o qué? —le dice.

      —Claro que soy hombre —responde el niño.

      —Demostralo, entonces, defendé a tu animal.

      La prima le propone que en la primera hora de la noche, saque a la llama del corral y la ponga en el camino del cerro.

      —Coquena la va a cuidar —le dice.

      Hasta ahí llega la compañía de la prima. Con el rabillo, Julián la ve volver hacia la casa, cruzando el puente. Ahora, la marcha se hace lenta. El burro se resiste a seguir el paso de Julián. Tal vez lo asuste la partida de soldados que viene saliendo del pueblo. Tal vez lo asuste el apuro que todo el mundo tiene en Humahuaca. O el aletear de las gallinas que corren delante de sus amos, con la esperanza de vivir un día más. Tal vez presiente que vienen días de pesados esfuerzos.

      Cuando llegan a la casa, el carro está dispuesto sobre la calle, cargado a medias. Está oscureciendo. Ciriaco y Lorenza entran y salen de la casa. Llevan utensilios, herramientas, sacos con alimentos. El arcón, con los atados de ropa, ya está dispuesto sobre la plataforma. Julián deja al animal en el patio trasero. Enlaza las riendas a un esquinero. Mira hacia el corral. Bartolina se destaca entre las sombras. También ella lo mira. El muchacho ya ha tomado una decisión. Lo hizo en el tiempo que le llevó recorrer el camino desde el puente hasta la casa. Solo tenía que encontrar el momento apropiado. Se acerca a la puerta de palos del corral. Bartolina se apresura a salir. Julián le corta el paso, la obliga a tomar el sendero del este, el que lleva al ganado, cada mañana, camino del cerro. Pronto son, animal y muchacho, dos sombras que se escurren, montaña arriba, sin que nadie lo note.

      .7.

      El plan de Catalina era imperfecto. La llama es todavía pequeña para arreglarse sola entre las piedras. Coquena es bueno con los animales sueltos, pero Julián no puede fiarse. Al fin y al cabo, no sabe de él más que las cosas que se dicen por ahí. Lo que él ha visto con sus ojos es animales muertos en lo alto de los cerros. Abandonados o perdidos. De eso puede dar fe. Se quedará con su llama hasta que la familia regrese. Ya verá su prima todo lo hombre que puede llegar a ser.

      Lleva media hora de marcha cuando se escuchan las primeras voces. Sus padres han salido a buscarlo. Pastor y llama han ganado altura y distancia. Es noche de luna nueva. Hasta aquí, no han sentido miedo. Son dos cachorros que se sienten crecer en la subida. Pero ahora que los llamados se multiplican por el eco, Julián está asustado. Ya no puede reconocer las voces que lo nombran. La de su padre es una más entre otras voces de hombre. Todas parecen rebotar contra las piedras y explotar a sus pies. La de su madre es una más entre otras voces de mujer. También éstas rebotan, pero con algo más de vida; vuelven a rebotar y una vez más y solo desaparecen cuando el cansancio las agota.

      Julián siente miedo del eco. Es la primera señal que ha recibido de la noche en la montaña. Sabe que habrá otras. Los cerros tienen su propia vida y no les gusta que los molesten una vez que se han tragado al sol.

      Siente miedo de quienes salieron a buscarlo. Apura el paso. Quiere ganar la falda opuesta del cerro, donde cree que ya no se escucharán los gritos. Bartolina parece alegre con el apuro de su amo. Más tarde se sentirá agotada, se sentirá feliz. Más tarde se echará sobre el terreno duro, bajo la sola luz de las estrellas, a esperar que la tierra vuelva a parir el sol. Entonces, Julián se echará al lado suyo, buscará el calor de su lana contra la piel. Aunque sean unos pocos minutos, una hora, tal vez, los dos se quedarán dormidos y dormirán sin sueños.

      .8.

      Esta mañana no hubo gallos. Ni cerca ni lejos. A Julián lo despierta la luz. Piensa que es la primera vez que se despierta por los ojos y no por los oídos.

      —¿Y qué te ha despertado a vos?— le pregunta a su compañera.

      Ella tiene los ojos bien abiertos, grandes. Seguro lleva mucho tiempo despierta. Se mantiene quieta hasta que el muchacho se despereza y se levanta. Entonces, en un solo movimiento, deja de mirarlo y se para sobre las cuatro patas. Corre unos metros, se detiene, gira, y vuelve a mirar a su amo. Algo quiere decirme, piensa él.

      —¿Es tarde?— le pregunta.

      Es tarde. Sin embargo, el sol todavía no ha llegado a lo alto. Solo ilumina hacia el oeste. Esta falda del cerro continúa en las sombras. Hace frío. Bartolina siente hambre. Come. Julián siente hambre. No tiene qué comer. Piensa que el animal le lleva ventaja en eso. Bajan una pequeña cuesta. Suben otra, siempre en la dirección del oeste. Hacen la misma ruta que hace el sol. También el sol sube y baja, pero con menos esfuerzo. Llegan al punto más alto, desde donde es posible ver el pueblo, pero también escaparse, si es necesario. Julián se sienta y obliga a Bartolina a hacer lo mismo. El animal es dócil. El muchacho piensa que su hermana, la otra Bartolina, seguro saldrá rebelde. ¿O no protesta a cada rato?

      Así sentados, como están, si alguien los viera, los confundiría con una tola o una roca. Pero en el pueblo no hay nadie que pueda verlos. En el pueblo


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