Lo que la mafia ha unido, que no lo rompa el Gonorrea. Angy Skay
lado, no consiguió contenerla.
—Andy, ¿estás viendo a la moza que hay ahí abajo dándole golpes en las costillas a su rival? —Señaló el ring y todos miramos hacia allí; algunos más histéricos que otros. El Linterna asintió con media sonrisa—. Pues como te escuche intentar ligar con su alemán buenorro, va a sacarte la piel a tiras y no quedará de ti ni la pelleja, fíjate.
Al Linterna se le cortó la risa del tirón. El Pulga lo observó y le trasmitió con sus ojos un claro «Estás colándote», y después centró su foco de atención en mí. Intenté esquivar su mirada cuando ya me hacía morritos, y para romper completamente el contacto visual, voceé mientras miraba hacia el cuadrilátero:
—¡Vamos, Angelines, que ya no nos queda tabaco ni anís!
Dábamos pena. Pero pena de pena. Más que yo cantando en el karaoke.
Estábamos pasando los peores meses de nuestras vidas. Angelines casi había dejado las peleas ilegales, pues en aquellas luchas no solo combatía con mujeres, sino también con hombres, por lo que, en más de una ocasión, Patrick asaltó el cuadrilátero y se enzarzó a palos con su contrincante. Ahora solo luchaba en los combates legales.
Ma… A Ma no había quien le tosiese. El embarazo estaba sentándole fatal. Todo lo veía oscuro y a todo le sacaba puntilla. Con decir que incluso creía que Kenrick tenía una amante y había pensado en contratar a un detective para que lo vigilase. Por suerte para el pobre escocés, no tenía dinero para pagarlo.
Y yo… Bueno, yo acepté un pequeño regalo por parte del alemán —antes de que todo se fuese a la mierda de verdad— y me saqué un curso de Corrección Literaria. La literatura me apasionaba, y poder corregir libros de personas que fuesen capaces de lanzarse al mercado para publicar me llenaba de satisfacción.
Con lo que Angelines ganaba de sus peleas —ya legales— y lo que yo conseguía con algunas correcciones que me salían al mes, podíamos sobrevivir a base de bocadillos de chóped y chorizo. Es broma. Algunos meses comíamos mejor que otros, nos apañábamos mejor que otros, pero a fin de cuentas nos costaba en exceso. Nada extraño en nosotras, pues tampoco llevábamos tan mal eso de poder hacer barbacoas con chuletones de buey de medio kilo, salir de fiesta a todas horas, emborracharnos hasta que no pudiéramos más y gastar dinero sin miramientos. No es que escatimáramos mucho en gastos, pero algún caprichito tonto… Como vestir a mi Azucena con conjuntos de Gucci y su brillante y llamativo collar de Swarovski —que tuve que dejar en la casa de empeño—. Ahora, mi bonita mascota vestía de Kike en vez de Nike y llevaba conjuntos de bolillo que la Manoli, mi madre, le hacía en los huecos libres.
No, pero que nosotras lo llevábamos muy bien, ¿eh? Véase la ironía.
Habíamos tenido que adaptarnos a una nueva vida: de no tener nada a tenerlo todo, y después vuelta a empezar de cero, con menos de cincuenta euros para pasar el mes, la nevera más pelada que la que tenía Ma cuando estaba soltera y no nos conocía, el tabaco justo para pasar la semana y los caprichos, que se reducían a cero patatero. Parecía que nos habíamos subido a la noria y habíamos ido hacia atrás y a toda mecha en lugar de hacia delante. Éramos unas puñeteras desgraciadas con patas, porque la mala suerte siempre llama a la mala suerte y no había día que no nos ocurriese algo. Visto lo visto, y con la que teníamos nosotras, seguro que encontrábamos un trabajo decente y el mundo se sumía en un caos por cualquier cosa con el fin de echarnos la soga al cuello.
Durante muchos meses había estado insistiéndole a Angelines para que tratase de escribir una novela. Total, ahora todo el mundo podía hacerlo, ¿no? Que tampoco estaba tan mal, así yo me ganaba mi dinerito corrigiendo las barbaridades que me llegaban. Una vez le enseñé a Patrick un manuscrito escrito en alemán. Él me dijo que eso no era alemán, sino analfabeto. Y tenía razón. Tras mucho leer entre todos, deduciendo palabras, conseguimos averiguar que era una novela en castellano. Así que intenté convencerla —sin resultado— de que tal vez, con su novela y con lo que yo intentaba buscarme con trabajillos extras, podríamos sobrevivir mejor, porque todos los meses teníamos agujeros que tapar. De hecho, no quería ni recordar lo que me costó arreglar a mi pobre Muti, que era la que nos llevaba a todas partes y estaba muy harta de vivir.
Patrick se había ofrecido a ayudarnos mil y una veces, pero su pareja, tan cabezota como de costumbre, se había negado, y después llegaron los problemas de verdad. Ma, sin embargo, se había hecho un nudo en el estómago, había guardado su orgullo y, a espaldas de Angelines, había solventado muchos de los problemas que teníamos. Por ejemplo y sin ir más lejos, el de la vecina con la placa número trece. ¿La recordáis? Esa que Angelines y yo robamos con la alargadera y el taladro en medio de la calle. La placa, no la vecina. Bien, pues la muy capulla siguió con la guerra del numerito y cogió a Angelines en uno de esos días que se levantó con el pantalón de rayas y cuadros a partes iguales, lo que ocasionó que mi amiga perdiera la paciencia y la vecina, cuatro dientes. Angelines todavía no entendía que lo de las peleas no podía usarlo al pie de la letra en la calle. Y encima ya no le llegaba para ir a su psicóloga tampoco.
Obviamente, la denunció.
Obviamente, tuvimos que pagar la multa.
Y digo «tuvimos» porque todos nos habíamos mudado a su casa. En el sótano habíamos habilitado un par de habitaciones y sala de juegos, pues el Linterna y el Pulga también vivían con nosotras. Mi casa no había conseguido venderla todavía, aunque tenía un comprador merodeando por la zona, o eso me había dicho Patrick.
Sé que puede sonar muy poco entendible que alguien como el alemán quisiese estar pasando nuestras penurias, pero ya sabéis que cuando uno está enamorado se vuelve gilipollas. Sin embargo, lo peor llegó unas semanas después. Patrick había tenido unas pérdidas millonarias en una de las partidas de productos eróticos, supuestamente, por un virus que todavía no habían identificado y que procedía de China.
—¡Levanta! ¡Levanta! —gritó Hulk, golpeando el suelo del ring con impotencia.
Escuchar aquel vozarrón en medio de todo el caos de gente me hizo salir de mis pensamientos. Y allí estaba. Tan alto, tan guapo, tan moreno y con esas manazas tan gigantescas que parecían un jodido catálogo de nabos. La cuestión es que yo sabía que no podía enamorarme. Que no quería. Pero no iba a negar que el hombretón me ponía un poquito. Sobre todo, después de descubrir que fue él quien me tocó con maestría aquella noche, en el cuarto oscuro. Aquel que deslizó su mano por mi espalda, llegó hasta mi trasero, lo sujetó con una sola mano para obligarme a rodear su cintura con las piernas y… ¡Ya!
Gemí de manera inconsciente al ver cómo Alejandro, el entrenador de Angelines, golpeaba con fuerza la colchoneta para que esta se levantase después de lo que, supuse, había sido un buen porrazo que ocasionó que cayese de espaldas. Un jadeo ahogado por parte de Ma me alarmó.
—¿No estarás de parto? —le pregunté alertada al ver que se llevaba las manos a la boca y abría tanto los ojos que parecía que iban a salírsele de las órbitas.
—¡Ay! ¡Ay! —No me contestó, pero sí zarandeó el brazo de Kenrick y le clavó las uñas—. ¿Qué te apuestas a que viene a la boda sin dientes? —La miró con horror—. ¡Angelines, por tu madre Merche la Zapatera, cuidado con la boca! ¡Cuidado con los dientes, que luego te los arreglan y se te caen las piezas!
Otro drama. A Angelines se le habían caído las esquinitas de las paletas inferiores, y después de pagar a dos dentistas distintos, el tercero había conseguido arreglárselo sin que volvieran a romperse. Habíamos osado llamarla Pepa Tona dos veces, y le preguntamos cómo era vivir con las paletas ausentes, pero nos dijo que a la tercera iba la vencida, que no lo preguntáramos más porque lo comprobaríamos por nosotras mismas. Y como ella era de cumplir sus promesas y nosotras mujeres de fe, no volvimos a hacer la bromita.
A todo esto, había que sumarle que el Linterna había reservado un local en el centro de Almería para comenzar con su trabajo como modisto. Modisto que se quedó a medio camino, pues invirtió todos sus ahorros en dejarle la reserva a aquel cabrón que no habíamos vuelto a encontrar. Dos días después de entregarle