Krmpotic. Carlos Mackevicius
auténticamente revolucionario: el triunfo o la muerte, quizás uno de los equívocos más crueles y con mayores consecuencias sobre la militancia juvenil de una generación, y como en la mayoría de las experiencias históricas análogas, en este caso también tocó muerte, y esa muerte fue la de la ORP. A propósito de esto, en una frase de su alegato en juicio Krmpotic dice algo inquietante: “Soy el último preso de una organización que ya no existe y, sin embargo, no me siento derrotado”. En otro momento agrega: “En ese marco, la Organización Revolucionaria del Pueblo escribió un pequeño párrafo en un capítulo de esa lucha, y en ese pequeño párrafo sostuvo que mientras existiera un argentino digno de la tierra que habita, los genocidas no podrían andar tranquilos por las calles. La Organización Revolucionaria del Pueblo se atrevió a escribir esas líneas sólo cuando no existía ya ninguna posibilidad de encauzar el reclamo de justicia por los carriles institucionales”. Las leyes de impunidad y los indultos, conquistados por la presión a través de levantamientos armados contra el orden constitucional por sectores del partido militar, aún vigente en la década del ochenta y principio de los noventa, habían clausurado por parte del poder ejecutivo, del legislativo y del judicial la vía institucional a la búsqueda de la verdad y la justicia. En ese contexto, ¿qué habría pasado si la operación sobre Bergés hubiera sido exitosa? ¿Cuál hubiese sido la vida política de la ORP y de Krmpotic si hubieran logrado la confesión del apropiador, la posibilidad de acceder a documentos o información sobre el paradero e identidad de alguno de los hijos de desaparecidos robados por la represión? Estas preguntas que nadie se hizo y nadie se hará deberían, sin embargo, tener derecho a existir. Tan solo ocho años después del intento de secuestro de Bergés, la Corte Suprema de Justicia de la Nación —promovida políticamente por el Poder Ejecutivo y con el consenso mayoritario de las Cámaras del Congreso (o sea con la fuerza de las máximas instancias de los tres poderes de la república)— declaró la inconstitucionalidad de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final por entender que la condición de los crímenes que juzgaban era de lesa humanidad, por lo cual de carácter imprescriptible en virtud de los pactos de derecho internacional como el de San José de Costa Rica y otros suscritos por nuestro país y agregados con rango constitucional al corpus jurídico argentino luego de la reforma de 1994. Entonces, ¿no habilita esa decisión judicial, sumada al consenso social sobre los derechos humanos que maduró de la mano de la lucha de los organismos y del impulso estatal kirchnerista durante la primera década del siglo la pregunta sobre la trayectoria de Krmpotic y la ORP? Las formas, se dirá. Es verdad. No pueden considerarse detalles estas cuestiones. Aunque le cabe la discusión de las formas, por otras y muy distintas razones, también, a la mayoría de las fuerzas políticas de nuestro país. Y siguiendo el hilo de la pregunta sobre la legitimidad de su accionar: si los argumentos que mantenían a Bergés en libertad fueron declarados inconstitucionales —por lo tanto ilegales—, y fue esa libertad de Bergés la causante de la realidad injusta que Krmpotic y sus compañeros buscaron modificar mediante la acción y conociendo la desastrosa deriva en que sucumbieron aquellos militantes. ¿No nos merece la experiencia orpiana, inspirados en razones de estricta justicia espiritual, una incómoda reflexión política, acaso una tímida vocación resarcitoria, en otras palabras, el fin del destierro?
La política, como arte o como oficio, tiene sus reglas y jugar implica respetarlas o asumir las consecuencias, lo sabemos, pero las preguntas pueden, para los interesados, ayudar a ingresar al interior de una matriz ético-político-operativa que desde todas las corrientes se condenó sin matices ni voluntad de diálogo. Krmpotic y la ORP fueron, en un movimiento de pinzas entre dos fuerzas muy poderosas, arrojados al destrato. Por un lado, el Estado contra el que se levantaron en armas —como es esperable— los persiguió, los encontró y los encerró, pero la característica destacada de ese tratamiento fue que les negó la condición política. Hábilmente los trató como delincuentes, provocadores o lúmpenes. Y, en combinación con el castigo físico impuesto, la irregularidad procesal con que se aplicó el derecho y la ferocidad con que desató la cacería, logró inmovilizar de pavor a toda periferia que hubiese podido mirar con simpatía el proyecto. Complementariamente, los partidos de izquierda, los organismos de derechos humanos y la prensa en general los marginó, pese a que muchos de estos estaban maravillados con la romántica experiencia zapatista que, para esos momentos, le había declarado la guerra al Estado mexicano y se había presentado ante el mundo. ¡Cuánto más fascinante y menos riesgosa es la música insurgente cuando es ejecutada desde las montañas nuestroamericanas a más de siete mil kilómetros de distancia de Buenos Aires!
Y aunque no tengo respuestas a estas preguntas, sí me permito indagar sobre un hombre que, en su canción, tocó varias de nuestras cuerdas y que, sin embargo, muy pocos conocen. Me divierte, si es que cabe, forzar a pensar a Krmpotic como una especie de Néstor Kirchner pero trash. Un Kirchner cabeza, sin la astucia, sin la pericia y sin la paciencia para la acumulación política propia, para la arquitectura territorial, o sin ese sentido de la oportunidad tan característico de los grandes dirigentes. Me los imagino en serie, como metáfora política de la biografía de cada uno, en esa secuencia fotográfica famosa en la que Néstor, después de un acto, se tira de palomita desde el escenario sobre la gente; solo que en la secuencia donde el que se tira del escenario es Krmpotic y abajo no hay nadie para sostenerlo. Krmpotic es un Kirchner que se tira al vacío..
Sin embargo, Krmpotic no se lamenta; no es una víctima. Hay una ética que no abandona, ni siquiera arrastrado por el viento de cola de este tiempo de débiles y ofendidos. Puede denunciar, puede —no sin orgullo y reconocible amor propio— reclamar. Pero nunca se recuesta en la cómoda posición de pensarse víctima. Me interpela ese pensar la vida y la política desde la lucha, que evade la lástima o la indignación. Por otro lado e intentando analizar esta experiencia en su sentido histórico, con sus repercusiones más y menos evidentes, se puede pensar a la ORP como detonante (consciente o no) de los primeros escraches realizados por la agrupación HIJOS, que comienzan en ese mismo 1996, unos meses después de la repercusión nacional que obtuvo el episodio Bergés. Hay algo ahí, pese al salvajismo y al anacronismo político del hecho, o quizás justamente por eso, del orden de la denuncia a la impunidad que resulta trascendente, que pone sobre la superficie la basura naturalizada de una época, que nos confronta. En un fragmento de la entrevista, refiriéndose al hecho de que en 1996 Bergés podía caminar libremente por la calle y tomarse un café al lado de uno en cualquier bar, y también contando cómo era la idea de la organización para comunicarle a la sociedad el por qué del secuestro, Krmpotic dice: “esto es el resultado de la impunidad, esto es impunidad, no es sólo una palabra, la impunidad es una persona que habiendo hecho todo esto la Justicia no lo requiere, entonces el Estado tiene que dar una respuesta”. Como el Estado (y podemos agregar acá también la sociedad) dio esas respuestas varios años después, Krmpotic se vio compelido a actuar. Ese arrebato es, entonces, el objeto de este libro.
Me contacté con Krmpotic a través de un conocido en común con quien trabajé varios años como mensajero en moto y compartí militancia sindical. Luego de que a través de la gestión de mi conocido, Krmpotic aceptara realizar la entrevista lo llamé y quedamos un viernes a la tarde del mes de octubre del año 2013 en la puerta de la Facultad de Derecho de la UBA, en Figueroa Alcorta y Pueyrredón. Me encontré con un hombre muy alto y flaco, llevaba una barba prolija y tenía puestos unos jeans color bordó; también usaba un anillo con una piedra oscura y grande que me llamó la atención. Hicimos la entrevista en el inmenso y elegante salón de profesores; el piso y todo el mobiliario eran de madera; los sillones individuales estaban tapizados en cuero de color verde inglés. Nos ubicamos cerca de uno de los ventanales que dan al parquizado de la avenida. La charla duró poco más de tres horas. Cuando Krmpotic habla, su labio inferior queda colgado por unos instantes entre frase y frase, como prendido de una tanza invisible que lo tironea hacia abajo. También gesticula bastante con sus manos y puede pasar de la calma a la vehemencia en inflexiones rítmicas, no torpes. Sin solemnidades, demostró ser no solo un hombre de acción sino también uno que ha reflexionado mucho acerca de lo que ha vivido. Me sorprendió la lucidez en la siempre problemática autocrítica. Incluso se permitió bromear sobre la trágica falta de timing político que, entre otras cosas, primó en la experiencia orpiana. Me impactó también de qué manera esa autocrítica no derrama hacia el arrepentimiento, la agachada ni la auto conmiseración. Terminó la entrevista y yo todavía no sabía dónde iba a publicarla.