Historia nacional de la infamia. Pablo Piccato

Historia nacional de la infamia - Pablo Piccato


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a lo largo de la historia mundial cuyo logro en común es la propia infamia. Tom Castro, por ejemplo, es el impostor que, después de salir de prisión, da conferencias en las que o bien se defiende, o bien confiesa su culpabilidad, dependiendo de las preferencias del público. A esos criminales debe agradecérseles, sugiere Borges, porque hicieron posible “la negra y necesaria ocasión de una empresa inmortal”; es decir, contar su historia, como el compadrito de Buenos Aires que mata a su adversario y “consagra su vejez a la narración de ese duelo tan limpio”.12

      La infamia de México ha sido un producto nacional de consumo universal. Según Carlos Monsiváis, las noticias policiales, el género periodístico más popular del siglo XX en nuestro país, reproducían la violencia en gran escala, poniendo énfasis en los aspectos más feroces de la cultura nacional y reforzando imágenes de los mexicanos como gente inclinada a cometer actos violentos por razones triviales. Desde fines del siglo XIX, los ya inmortales grabados de calaveras de José Guadalupe Posada aportan una iconografía para respaldar la idea. El reportero Pepe Nava lo expresó de la manera más simple en 1936 en una columna en Excélsior: “Para el mexicano, la muerte es una tarugada sin importancia. Aquí lo mismo les da matar que morir.” Esas imágenes también eran adoptadas por los intelectuales en busca de una definición de la identidad nacional, “lo mexicano”, hacia mediados del siglo. Autores como Octavio Paz y Samuel Ramos consideraron la violencia y la muerte como la particularidad y a la vez el lastre de la nación. Las historias policiales representaban un aspecto de la cultura popular mexicana que, desde su punto de vista, la nación tenía que transcender para poder volverse verdaderamente moderna, como Estados Unidos.13

      La infamia se refiere tanto a la reputación como a la moralidad. El doble significado de la palabra —vileza o maldad, pero también descrédito o deshonra— es central para el proyecto de este libro: entender la intersección de las prácticas y las percepciones que, a ojos de la población, definieron determinadas acciones como criminales y el castigo como algo justo. Por consiguiente, esto es una historia, porque su premisa es que nociones como la verdad, la justicia e incluso la realidad cambian con el tiempo; son producto de debates en los que participan múltiples actores sociales. Ésta es específicamente una historia nacional porque, en contraste con el proyecto de Borges, se enfoca en la infamia del crimen en México y, al hacerlo, trata de explicar la infamia de México, la reputación del país entero. Pero desde esta perspectiva histórica, el libro critica la normalización del crimen implícita en esa reputación. A diferencia de la mayor parte de las historias nacionales, por lo tanto, no puede ofrecer una descripción de “los mexicanos” o adoptar la estructura de una narración unificada. Este libro es en cambio una serie de historias que incluyen un reparto diverso de actores y se refieren tanto a la ficción como a la realidad, igual que el libro de Borges. Ahora bien, por supuesto que éste no es un libro de narrativa, sino un estudio acerca del papel de la literatura en la creación de una experiencia de la realidad como parte del alfabetismo criminal, ese saber admonitorio que las personas utilizaban para sortear la vida cotidiana. Si bien la experiencia y las historias son siempre locales, la escala nacional es necesaria para abordar los vínculos más amplios entre las prácticas sociales, las instituciones, la prensa y la literatura. La mayor parte de las pruebas que figuran en los próximos capítulos, por lo tanto, provienen de la Ciudad de México, pues era el escenario de los casos criminales famosos: ahí estaban los periódicos que los cubrían y los legisladores y los responsables de hacer políticas públicas que trataban de lidiar con sus consecuencias. Las historias de asesinatos en la capital desempeñaron un papel central en la estructuración del alfabetismo criminal en todo el país, sin eliminar las diferencias regionales.

      Los historiadores han utilizado casos famosos como referencias narrativas para hurgar en la microhistoria de distintos momentos y lugares. No hay nada mejor que un buen caso criminal para ejemplificar una circunstancia histórica, presentar el contexto y reproducir una diversidad de voces, manteniendo al mismo tiempo una trama de suspenso que debe resolverse, no forzosamente mediante la indagación detectivesca, sino revelando el significado histórico, más amplio, de la anécdota. Los siguientes capítulos, sin embargo, se abstienen de esa estructura narrativa. No utilizan los casos como vehículos metafóricos para decir algo de una relevancia más general. En lugar de eso, el libro muestra cómo cada caso, con sus características únicas, le dio forma al alfabetismo criminal. Los casos, por lo tanto, no son ejemplos, sino el objeto mismo del conocimiento que estoy tratando de reconstruir. En otras palabras, no seré el detective, sino que simplemente observaré cómo otros hicieron de detectives con los materiales que la vida les ofreció.14

      Las páginas siguientes exploran varios escenarios en los que el público debatió acerca de las difíciles conexiones entre el crimen, la verdad y la justicia. Los capítulos están organizados en tres secciones que siguen cierto orden cronológico. La primera parte del libro, “Espacios”, se refiere a los recintos en los cuales se discutían el crimen y la justicia. Los juicios por jurado, en el capítulo 1, fueron el ámbito donde una multiplicidad de actores debatieron sobre los delitos y sobre los criminales. Los juicios en los que los ciudadanos comunes, más que un juez, decidían los hechos del caso eran una novedad en la historia legal del país. En la Ciudad de México, estos procedimientos le dieron un papel prominente a los sospechosos y también crearon un escenario en el que otras voces proponían interpretaciones alternas de los sucesos y las motivaciones. Los fiscales y los abogados defensores daban largos discursos, atacando o alabando el carácter de las víctimas, los testigos y los sospechosos. Al participar en cualquiera de esas modalidades, los ciudadanos estaban expuestos a la mirada del público de maneras poco halagadoras, pero a la vez esto les permitía a algunos de ellos cuestionar los roles de género y de clase. Los propios miembros del jurado estaban involucrados, mientras que los jueces solían permitir que todos se expresaran sin tapujos y no siempre eran capaces de prevenir el desorden. Muchísima gente asistía a los juicios por jurado y externaba sus opiniones a gritos, a menudo perturbando los procesos judiciales. A partir de que se abolieron los jurados en 1929, los procesos penales se volvieron cada vez más opacos, tenían lugar en pequeñas oficinas en los juzgados y en gruesos expedientes. Fue entonces cuando las noticias policiales, o la “nota roja”, el tema del capítulo 2, se impusieron como el ámbito en el que el crimen y la justicia se discutían abiertamente. La transición de los juicios por jurado a la nota roja como el punto focal del crimen en la esfera pública refleja la creciente alienación de los ciudadanos mexicanos respecto del sistema judicial. Los periódicos y las revistas enfocados en el crimen contrastaban su apertura y dinamismo con la oscuridad de los juzgados. Los lectores de publicaciones periódicas creían que debían buscar la verdad, y a veces también el castigo, más allá de las instituciones del Estado. Así como la prensa se consideraba una fuente confiable de datos, también era un vehículo emocional para expresar apoyo a la violencia punitiva. De esta forma, los periódicos se situaban en el centro del debate público sobre el crimen y fomentaban un apoyo generalizado a la violencia extrajudicial en contra de los sospechosos. Los columnistas argumentaban que debido a que la pena de muerte no podía aplicarse y las sentencias de prisión no eran lo suficientemente largas, los criminales conocidos debían castigarse con violencia directa, incluida la tortura, el linchamiento o la muerte a manos de sus guardias: la llamada “ley fuga”.

      La segunda parte, “Actores”, se enfoca en los personajes centrales de esas discusiones. Se suponía que los detectives y los policías, tema que se aborda en el capítulo 3, debían establecer la verdad detrás de los crímenes y permitirle a los jueces impartir justicia. Sin embargo, no siempre lo lograban, o lo lograban utilizando métodos que socavaban la confianza de la población en sus versiones, como la tortura, la extorsión y las ejecuciones extrajudiciales. La violencia ilegal era infligida por representantes del gobierno. Se recurría a la ley fuga en unos cuantos casos ejemplares, como si ello fuera la culminación de un debate abierto a todos al cabo del cual se implementaba la “sentencia de la opinión pública”. La muerte era un final adecuado para un juicio paralelo en la esfera pública que, como todos sabían, no era tan propenso a la corrupción como los que tenían lugar dentro del sistema judicial. Así, la violencia extrajudicial era una forma de romper la ley con el fin de lograr la justicia. Pero sucedía a costa de la deshumanización de sus víctimas y su efecto era profundizar la brecha entre verdad y justicia. A pesar de las flagrantes contradicciones entre estas prácticas


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