Nuestros enojos. Claudio Rizzo
Dios que Jesús nos revela en la parábola del Hijo Pródigo. Mi comentario se orienta a que hay personas que creen en el perdón de Dios para todos los demás, excepto para ellos. Son aquellos evidentemente que no se perdonan a sí mismos. Esta es, sin lugar a dudas, una de las manifestaciones del inconsciente inconverso.
En definitiva, demuestra su rechazo inconsciente de las verdades bíblicas que aceptan conscientemente. Se produce un planteo dicotómico. En los sueños se realizan los deseos inconscientes.
Hay personas cristianas –que profesan la fe– que sueñan con frecuencia, que sufren y que se castigan a sí mismas… Cuando los sueños son monotemáticos y el “soñador” es siempre la víctima, inconscientemente está como “pagando sus pecados”, a pesar de que conscientemente saben que hemos sido personados por el arrepentimiento y fe en el sacrificio de Cristo. Este tipo de casos, comienzan en la infancia, con padres que ejercieron violencia sobre el hijo, aunque sea sólo uno de ambos progenitores. A veces, inconscientemente, las personas se acercan a otros semejantes a su progenitor y depende de ellas. En su inconsciente tienen un concepto de Dios como el de un tirano que nunca perdona, aunque conscientemente creía en el amor, el perdón y la gracia de Dios. Sabemos que no es lo mismo el temor reverencial que presenta la Biblia respecto de Dios que aquel que le teme por miedo.
El miedo es una fobia, un estado de pánico ante un dios al que se considera despiadado. Se trata de un dios que el creyente ha creado a imagen y semejanza de su propio padre, pero que sólo existe en su propio psiquismo.
Por eso, debemos ser ateos a los dioses que no son dioses, para encontrar la paz en el Dios verdadero, Jesucristo. Él nos enseña: “Conocerán la verdad y la verdad los hará libres” (Jn 8, 32). Conocer la verdad es conocer a JESUCRISTO. Él mismo dice: “Yo soy el camino, y la verdad y la vida” (Jn 14, 6).
Esa verdad puede revelarse mediante el inconsciente espiritual, que procede de la imagen de Dios que está presente en todos los seres humanos, creyentes o incrédulos.
Por eso, al sentir un impulso, dejemos siempre un intervalo entre éste y la ejecución. Ese intervalo se llama deliberación. El que no obra después que piensa es que pensó imperfectamente, ya sea para realizar o para evitar algo contraproducente.
“Tú, Señor, eres mi esperanza y mi seguridad
desde mi juventud”.
Salmo 71, 5
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