Arcoíris de emociones. Ivana Calamita
que lo habitaba un ogro que llevaba al castillo a los niños para comérselos, sin que nadie hubiera sido capaz de seguirlo, pues solo él podía abrirse camino a través de la espesura. Entonces, un anciano lugareño tomó la palabra:
—Hace cincuenta años, oí referir a mi padre que allí se encuentra la princesa más bella del mundo, condenada a permanecer dormida durante cien años; y que el hijo de un rey, para quien está destinada, habrá de despertarla.
El príncipe decidió ver con sus propios ojos qué pasaba en ese lugar.
No hizo más que acercarse al bosque, cuando la vegetación se apartó para dejarle paso: se encaminó hacia el castillo, y cuál no sería su sorpresa al notar que ninguno de sus acompañantes había podido ir tras él: la maleza se volvía a enmarañar detrás en cuanto el muchacho pasaba. Su valentía no impidió que por un instante se asustara y tembló. Pero, a pesar de todo, siguió: a un príncipe joven y enamorado jamás lo abandona la valentía.
Entró en un amplio patio, donde todo lo que veía lo helaba de terror. Reinaba un silencio sepulcral y hombres, mujeres y animales, inmóviles y tendidos por todos lados, parecían evocar la imagen de la muerte. Pero luego, al reparar en la cara roja de los soldados, notó que parecían estar vivos; en el fondo de los vasos abandonados descubrió restos de vino: debían de haberse quedado dormidos mientras bebían.
Atravesó otro gran patio con piso de mármol, subió las escaleras, llegó a la sala de guardias y los vio en fila, con las armas al hombro y roncando. Atravesó varias habitaciones donde había gentilhombres, damas de honor y sirvientes durmiendo, unos de pie, sentados otros. Al fin entró en una habitación toda de oro y allí, en un lecho, contempló lo más hermoso que había visto en su vida: una joven princesa dormida.
Se arrodilló junto a ella. En ese momento, como el final del hechizo había llegado, ella se despertó y le dijo:
—¿Eres tú, príncipe mío? ¡Cuánto te hiciste esperar!
El príncipe le juró que la amaba más que a sí mismo. Hablaron cuatro horas y todavía no se habían dicho ni la mitad de las cosas que tenían para decirse.
A todo esto, con la princesa se había despertado el castillo en pleno y cada cual atendía sus tareas; pero como no todos estaban enamorados, ¡tenían hambre! Una dama de honor vino a anunciar a la princesita que la comida estaba servida. El príncipe la ayudó a levantarse; ella llevaba un vestido tejido con hilos de oro y bordado en perlas.
Pasaron a un salón de espejos y se sentaron a cenar; los violines y los oboes tocaron piezas que hacía cien años que nadie interpretaba; y una vez que cenaron, se casaron en la capilla del castillo. A la mañana siguiente, el príncipe volvió a la corte de su padre, pues debía de estar preocupado por él.
Explicó que, estando de caza, se había perdido en el bosque y había hecho noche en la choza de un leñador, con quien había cenado pan negro y queso. El rey le creyó, pero la reina no se quedó convencida. Al ver que casi todos los días salía de caza y que cuando pasaba dos o tres días fuera del palacio inventaba un pretexto para excusarse, no le quedó duda de que andaba en amores; así, entre idas y venidas, pasaron más de dos años y tuvieron dos hijos: una niña a quien pusieron de nombre Aurora y un niño a quien llamaron Día.
El príncipe nunca se atrevió a compartir su secreto. Le temía a su madre (aunque la quería), porque era de raza de ogros y el rey solo se había casado con ella por su fortuna, ya que así se hacía, a veces, en esa época. Se había llegado a cuchichear en la corte que tenía inclinaciones de ogresa y que, cuando veía niños pequeños, le costaba no comérselos. Así que el hijo nunca le dijo nada.
Pero a la muerte del rey, viéndose señor de todo el reino, declaró su matrimonio y partió a buscar a su familia. Le prepararon un gran recibimiento en la corte, donde entró en medio de sus dos hijos.
Algún tiempo más tarde, el nuevo rey fue a guerrear contra el emperador Cantalabutte y dejó a cargo del reino a su madre, pidiéndole que cuidara de su esposa y sus hijos. Tendría que luchar todo el verano. En cuanto el rey se marchó, la reina madre mandó a su nuera y a sus nietos a una casa en medio del bosque para satisfacer su terrible deseo. Después, ella fue a la casa y dijo a su cocinero:
—Mañana quiero comerme a Aurorita —dijo con tono de ogresa que desea carne fresca—. Y la quiero en salsa verde.
El pobre hombre, aterrorizado, tomó su gran cuchillo y fue en busca de Aurorita. La niña tenía cuatro años y vino saltando y riendo a echarle los brazos al cuello. Él se puso a llorar y se dirigió al corral para matar un corderito, que preparó con una salsa tan buena que la ogresa aseguró que nunca había comido nada tan delicioso. Al mismo tiempo, llevó a Aurorita con su esposa para que la escondiera en la vivienda que tenía al fondo del corral, lejos del palacio y de la reina madre.
Días después, la perversa reina dijo a su cocinero:
—Hoy quiero, para cenar, al pequeño Día.
El hombre no contestó y decidió engañarla otra vez. Fue a buscar a Día y lo encontró con una espada en la mano, aunque solo tenía tres años, ensayándose en las armas como un soldado. Se lo llevó a su mujer y lo escondió junto con Aurorita. A la ogresa le dio de cenar otro cabrito más pequeño, que ella encontró delicioso.
Hasta aquí todo había ido bien, pero una tarde la malvada reina dijo al cocinero:
—Quiero que me sirvas a la reina.
El pobre hombre perdió las esperanzas de volver a engañarla. La joven reina tenía veinte años, sin contar los cien que había dormido. ¿Cómo encontrar en el rebaño un animal para reemplazarla? Así que, para salvar su propia vida, el cocinero optó por ir a degollar a la reina joven y, sin pensarlo dos veces, entró en su cuarto. Pero como no quería matarla por sorpresa, le explicó la orden que había recibido de la reina madre.
A pesar del miedo que sintió, la joven le dijo:
—Cumple con tu deber; iré a reunirme con mis hijos a quienes tanto amé —ya que los creía muertos desde que el cocinero los había secuestrado sin decirle.
—Ni morirá, ni dejará de ver a sus niños. La llevaré a mi casa, donde los tengo escondidos; y volveré a engañar a la ogresa, presentándole una cierva joven.
La llevó a su casa, donde la dejó llorando abrazada a sus hijos, mientras él iba a preparar una cierva que la reina madre cenó con el mismo apetito que si de la reina joven se tratara. La ogresa pensaba contarle a su hijo, al regreso, que los lobos furiosos se habían comido a su mujer y a sus hijos.
Una noche que andaba dando vueltas por los patios y los corrales, olfateando en busca de carne fresca, oyó llorar a Día, a quien su madre retaba, y también la voz de Aurora.
La ogresa reconoció por la voz a la reina y a sus hijos y, enojada por haber sido engañada, a la mañana siguiente y con una voz terrible, ordenó que trajeran al medio del patio un gigantesco tonel que mandó llenar de sapos, víboras, culebras y serpientes, para que fueran arrojados en ella la reina y sus hijos, junto con el cocinero, su mujer y su criada, todos con las manos atadas a la espalda.
Ya estaban todos allí y los verdugos se disponían a echarlos en el tonel.
En ese momento, el rey, a quien nadie esperaba tan pronto, preguntó qué significaba ese horrible espectáculo. Nadie se atrevía a aclarárselo, hasta que la ogresa, enfurecida por lo que estaba pasando, dio un gran salto y se tiró de cabeza al tonel: fue inmediatamente devorada por las espantosas alimañas que había hecho meter adentro.
El rey no dejó de sentir pena, pues