Hacia la madurez espiritual. William Still

Hacia la madurez espiritual - William Still


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“un chaparro de buen semblante”, Samuel Rutherford, le “enseñó la hermosura de Cristo”; y después, que David Dickson, “un anciano bien favorecido, de carácter muy formal”, le “manifestó lo escondido de su corazón”. Mientras agradezco lo mucho que me influyeron personas vivas y otras ya fallecidas, me acuerdo de William Still como uno que, de varias maneras, combinaba estas características de Blair, Rutherford y Dickson en un solo ministerio. Su persona y ministerio me impactaron profundamente. Mi oración es que muchas otras, cuando lean esta nueva edición del libro original escrito hace unos cincuenta años, experimenten ese mismo impacto.

      Sinclair B. Ferguson

      Pastor, La Primera Iglesia Presbiteriana

      Columbia, Carolina del Sur

      Seminario Teológico “Redeemer” de Dallas, Texas, EUA

      

Él es Nuestra Paz

      La bendición fundamental de la salvación es la paz de Dios, de la cual fluyen las bendiciones más ricas: como el amor, el gozo y la gloria. Y no es solo la piedra angular de la vida del cristiano, “que sobrepasa todo entendimiento” (Filipenses 4:7), sino la cima que gobierna en nuestros corazones (Colosenses 3:15). Sin embargo, antes de considerarla, tenemos que comprender la naturaleza del “Dios de paz” (Filipenses 4:9), cuya obra en los corazones es llenarlos de paz: primero en las personas y luego, en lo que hacen.

      El Señor es el Dios de paz. Él se encuentra en paz consigo mismo. Una implicación fundamental de las Sagradas Escrituras es que el Dios uno y trino estuvo, está y siempre estará en perfecto acuerdo consigo mismo, persona con persona, oficio con oficio, y que está satisfecho consigo mismo en la plenitud y perfección de su sabiduría, amor y poder. Cuando la inteligencia infinita encuentra perfecciones infinitas en sí misma, la estabilidad infinita e integridad del carácter están seguras. Esta integridad o rectitud es simplemente otro nombre para la justicia de Dios.

      La naturaleza justa y el carácter de Dios son, de manera implícita, expresados en las demandas que Él pone sobre los hombres en los Díez Mandamientos. Las tablas escritas por el dedo de Dios son el centro de su gloria, la “Shekinah” que se movía sobre el tabernáculo en el desierto. Los rayos de la luz gloriosa del Señor brillaban sobre las tablas de piedra para señalarlas. Más allá de sus leyes, vemos el carácter del Dios que las dio. Las leyes nos dicen cómo es su carácter. Está implícito en las leyes el hecho de que, como Dios es de este modo, santo y justo, desea que sus criaturas sean así también.

      Sabemos que Dios es amor, pero su carácter suele expresarse en las Escrituras en términos de justicia (como se enseña en la epístola a los Romanos). Esta justicia no es una mera regla ni una simple forma, sino que es la esencia de su ser. La justicia en Dios no es solo una regla sino su vida y pasión. Él se regocija tanto en esta que la desea para sus criaturas, y no solo por su propio bien como una semilla, sino por su fruto, que es la paz (cf. Isaías 32:17; Hebreos 12:11).

      Sin embargo, decimos que Dios no es solo justicia. La Biblia enseña que la justicia pertenece tanto al corazón divino como a la mente divina. Aunque en Éxodo 20 vemos la justicia, la santidad y la ira de Dios en su expresión más álgida [“Muy limpio eres de ojos para ver el mal” (Habacuc 1:13); “el alma que pecare, esa morirá” (Ezequiel 18:4)], en el capítulo más impactante del Antiguo Testamento encontramos misericordia y amor. ¡Qué descubrimiento! Dios, que da los mandamientos, es antes que todo el Salvador que ha librado a su pueblo de la servidumbre (cf. Éxodo 20:1-2). El corazón de Dios que arde en justicia y santidad también lo hace en amor, misericordia, gracia y perdón. Él, que es justo y desea la justicia para sus hijos, los hace justos por medio de su perdón y amor redentor. Para nuestro asombro descubrimos que la roca de su ley y verdad, que es tan dura por fuera, resulta estar llena de su amor.

      No obstante, si he considerado al Señor como el “Dios de paz”, con el propósito de considerar “la paz de Dios”, he pasado de manera inconsciente de un lado a otro. Esto no los debe sorprender, porque las energías de su naturaleza divina son las que necesariamente desea impartir a sus criaturas.

      Me sorprendente que varios estudios sobre la obra de Cristo no definen clara y sistemáticamente las dimensiones de la obra de su muerte. El cristianismo evangélico distingue entre pecados y el pecado, fruto y raíz; pero la tercera dimensión, la obra de Satanás, es reconocida raras veces. Sin embargo, para descubrir el mal el ser humano, es necesario conocer la tercera dimensión, ya que la persona y obra del enemigo son el impedimento más grande en la madurez cristiana. Y a Satanás le encanta hacer esto. Por lo tanto, no cabe duda que no le agradará que los lectores entiendan algo sobre él y sus demonios. El dios de este mundo ha cegado a muchos cristianos (cf. 2 Corintios 4:4). Es por eso que me he propuesto exponer de manera secuenciada de las tres dimensiones de la muerte de Cristo.

      Ya dije que las energías de la naturaleza de Dios son las que quiere impartir a sus criaturas. ¿Cómo puede lograr esto? Este será nuestro primer tema.

      Aquellos que estudian la historia de la doctrina de la expiación de Cristo llegan a la conclusión de que ninguna perspectiva sola cubre todo el panorama. Sin embargo, ciertos puntos de vista se aproximan más al corazón de la verdad que otros. Por ejemplo, no es errado contemplar la muerte de Cristo como el ejemplo supremo de amor sacrificial; pero su muerte es más que eso. Si no lo vemos, ello explica la debilidad espiritual de muchos que sostienen el carácter ejemplar como la totalidad de la verdad acerca de la muerte de Cristo. Porque su muerte no es un mero despliegue de amor en acción, sino la eliminación de los pecados que forman una barrera frente al amor entre Dios y el hombre. Su muerte no es tan solo una exhibición sino una eliminación. De hecho, es más una eliminación que una exhibición, porque una cosa es mostrar a los pecadores lo que deben hacer, y definitivamente otra cosa hacerlo por ellos, cuando se encuentran incapacitados para hacerlo por su cuenta. No solo requerimos “fotos” (representaciones o imágenes) sino fuerzas; no solo diagramas sino dinamismo. Esto es lo que tenemos con la muerte de Cristo, que resulta efímera si no sirve para una eliminación objetiva, verdadera y acertada de nuestros pecados.

      Observemos cómo este hecho queda claramente declarado en Isaías 53:6: “Todos nosotros nos descarriamos como ovejas.… Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros”. Pablo corrobora esto en Romanos 4:7-8 cuando cita del Salmo 32: “Bienaventurados aquellos cuyas iniquidades son perdonadas, y cuyos pecados son cubiertos [eliminados]. Bienaventurado el varón a quien el Señor no inculpa de pecado”. Y luego, en Romanos 4:25, dice: Jesús nuestro Señor “fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación”. Pedro nos dice: “Quien llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero” (1 Pedro 2:24). No es posible evadir las palabras claras y repetidas de la Escritura: Cristo quitó nuestros pecados.

      Juan 1:29 nos lleva un paso más adelante. Pregonó que el Cordero de Dios, sobre el cual nuestros pecados son cargados, nos los quita todos. ¿Cuestionamos esto? Deje que la Biblia resuelva nuestras dudas:

      “Yo deshice como una nube tus rebeliones, y como niebla tus pecados.” (Isaías 44:22)

      “Echaste tras tus espaldas todos mis pecados.” (Isaías 38:17)

      “El volverá a tener misericordia de nosotros; sepultará nuestras iniquidades, y echará en lo profundo del mar todos nuestros pecados.” (Miqueas 7:19)

      “Cuanto está lejos el oriente del occidente, hizo alejar de nosotros nuestras rebeliones.” (Salmo 103:12)

      “Este es el pacto que haré con ellos después de aquellos días, dice el Señor: Pondré mis leyes en sus corazones, y en sus mentes las escribiré. …y nunca más me acordaré de sus pecados y transgresiones.” (Hebreos 10:16-17)

      Entonces Cristo toma nuestro lugar, lleva nuestros pecados,


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