Los nuestros. Serguéi Dovlátov
La abuela corrió hacia la casa, en la Ólguinskaya.
La calle estaba repleta de ruinas humeantes. Por todas partes sollozaban las mujeres y ladraban los perros. Por el pálido cielo de la mañana volaban alarmados los grajillos. La casa había desaparecido. En su lugar la abuela vio, envuelto en polvo, un montón de ladrillos y maderas.
Y entre las ruinas, sentado en su hondo sillón, mi abuelo. El hombre dormitaba. Tenía el periódico sobre las rodillas. A sus pies, una botella de vino.
—¡Stepán! —exclamó la abuela—. ¡El Señor nos ha castigado por nuestros pecados! ¡Ha destruido nuestra casa!…
El abuelo abrió los ojos, miró el reloj y dando una palmada ordenó:
—¡A desayunar!
—¡El Señor nos ha dejado sin casa! —salmodiaba mi abuela.
—Venga ya… —replicaba mi abuelo.
Después contó a los niños.
—¿Qué vamos a hacer, Stepán? ¿Quién nos dará cobijo?…
El abuelo se enfadó:
—El Señor nos ha privado de hogar —dijo—. Y tú nos dejas sin comer…
Luego continuó:
—Beglar Fomich nos acogerá. He sido padrino de dos de sus hijos. El mayor es un bandido, pero Beglar Fomich es un buen hombre. Lástima de esa costumbre que tiene de aguar el vino…
—Dios es misericordioso… —pronunció en voz queda la abuela.
El abuelo frunció el ceño. Juntó las cejas. Luego, con aire sentencioso, pronunciando cada sílaba, soltó:
—No es verdad… El misericordioso es Beglar. Solo me pena esa costumbre de aguar el vino napareuli…
—¡El Señor te volverá a castigar, Stepán! —exclamó asustada la abuela.
—¡K-A-A-KEM! —respondió el abuelo.
Con la vejez su carácter se agrió definitivamente. No se separaba de su pesado bastón. Los parientes dejaron de invitarlo a sus casas; los humillaba a todos sin excepción. Insultaba hasta a quienes eran mayores que él, algo raro en Oriente. Ante su mirada, a las mujeres se les caían los platos de las manos.
Los últimos años de su vida, el abuelo ya no se levantaba. Permanecía hundido en su sillón junto a la ventana. Si alguien pasaba a su lado, soltaba:
—¡Largo, ladrón!
Y estrujaba el pomo de bronce de su bastón.
Alrededor del abuelo se creó una zona de riesgo de metro y medio. La longitud de su bastón…
A menudo me esfuerzo en comprender por qué mi abuelo era tan hosco, qué lo había convertido en un misántropo…
Era un hombre adinerado. Tenía una apariencia imponente, una salud de hierro. Cuatro hijos y una esposa fiel que lo quería.
Tal vez no le gustara el orden de las cosas como tal. Pero ¿todo él o solo en parte? ¿Se le antojaba insoportable, por ejemplo, el paso de las estaciones del año? ¿O la inefable continuidad entre la vida y la muerte? ¿La gravitación terrestre? ¿La disparidad entre la tierra y el mar? Qué sé yo…
El abuelo murió en circunstancias pavorosas. Su segundo duelo con Dios acabó en tragedia.
Diez años se pasó sentado en su sillón. En los últimos tiempos ya ni agarraba el bastón. Solo fruncía el ceño…
(¡Oh, si la mirada pudiera ser utilizada como arma!…).
El abuelo se convirtió en un elemento del paisaje. Un detalle destacado e imponente de la arquitectura local. De vez en cuando, los grajos se posaban en sus hombros…
Al final de nuestra calle, tras el mercado, había un profundo barranco. Al fondo corría espumeante un riachuelo que bordeaban unas rocas grises y sombrías. Allí asomaban blanquecinos los huesos de los caballos sacrificados. Yacían restos de carros.
A los niños les estaba prohibido acercarse al barranco. Las esposas clamaban a sus maridos cuando volvían borrachos a casa al amanecer:
—¡Gracias a Dios! ¡Pensaba que te habías caído por el barranco!
Una mañana de verano, inesperadamente, el abuelo se levantó. Se puso en pie y echó a andar con paso firme alejándose de casa.
Las rollizas mujeronas Eteri, Nana y Galatea Chikvaídze se asomaron a la ventana para ver al abuelo atravesar la calle.
Alto y erguido, el abuelo se dirigió al mercado. Y cuando alguien lo saludaba, no respondía.
En casa tardaron algún tiempo en descubrir su desaparición. Igual que tarda uno en darse cuenta de la desaparición de un álamo, una roca o un torrente…
El abuelo se acercó al borde del barranco. Tiró el bastón. Levantó las manos. Y dio un paso al frente.
Dejó de existir.
A los pocos minutos llegó corriendo la abuela. Tras ella, los vecinos. Todos daban voces y lloraban. Solo al anochecer se apagaron los sollozos. Y entonces, a través del incesante rumor del torrente que bordeaban unas rocas sombrías, llegó un despectivo y formidable:
—¡K-A-A-KEM! ¡TU UTAMÁ!…
Capítulo 3
Al tío Román Stepánovich le gustaba repetir:
—¡En cuerpo sano, misma mente!…
En su juventud fue un kinto de Tiflis. Palabra bastante difícil de traducir. Un kinto no es un gamberro, un borracho ni un holgazán. Aunque es un tipo que bebe, arma jaleo y no trabaja… ¿Un vividor, quizás? ¿Un calavera? No sabría decirlo.
Mi tío llevaba un cuchillo enorme. Desde joven le gustaban el vino napareuli y las rubias rellenitas…
Tal vez la única cualidad de un verdadero kinto sea su labia. Mi tío se distinguía por tener un humor bastante peculiar. Así, por ejemplo, a los catorce años, aguó la fiesta de aniversario de la república soviética de Georgia.
La cosa sucedió de la siguiente manera. En Tiflis se celebraba la señalada fecha, se conmemoraban por todo lo alto los siete años de la república. La enorme sala del Palacio de Cultura Karl Liebnecht estaba llena a rebosar. Las más altas autoridades pronunciaban sus discursos. Tras ellos intervenían los representantes de las minorías étnicas.
En nombre de los armenios intervenía mi tía Anelia, la hermana de mi tío. Anelia se pasó dos semanas preparando el discurso.
—Hace siete años… —empezó a decir.
La sala enmudeció.
—Ya hace siete años… —repitió mi tía.
Se oyó el repicar de una ficha del guardarropa. Alguien se abría paso de puntillas entre las butacas.
—Ya hace siete años… —pronunció con voz firme la tía Anelia.
A su espalda, en un retrato, el generalísimo entornaba los ojos con expresión maliciosa. Se hizo un completo silencio.
Y entonces la voz animosa de mi tío resonó en la sala:
—Ya hace siete años que Anelia no encuentra marido…
La tía Anelia abandonó entre sollozos el estrado. El tío Román pasó un día entero en comisaría…
Antes incluso de la guerra, mi tío decidió ingresar en la universidad y hacerse filósofo. Una decisión más que natural en una persona carente de un objetivo concreto en la vida. Todas las personas dotadas de una percepción embrollada y nebulosa de la vida sueñan con dedicarse a la filosofía.
El tío Román presentó sus papeles para ingresar en la universidad.