El último tren. Abel Gustavo Maciel

El último tren - Abel Gustavo Maciel


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de don Oris de Roa. Cortó con el facón un trozo del mismo y lo introdujo en la boca para comenzar a mascarlo.

      —Explíquese. ¿Qué quiere decir con eso de… miedo…?

      —Eso… Miedo a la muerte, señor. Saber que todo se acaba en un… momento definido. Sobreviene la nada, según dicen… La nada, mi coronel…

      —Tome. Coma una de estas.

      El oficial acercó una raíz triturada a la boca del enfermo. Hacía dos días que se alimentaban de ciertos arbustos que acompañaban el cauce del río Limay. Eran amargas y producían arcadas al ingerirlas, pero los habían instruido en los ejercicios de supervivencia sobre su poder nutritivo. El sargento torció el rostro con expresión desagradable. Hacía un día que no probaba bocado.

      —Coma algo, soldado. Debe estar fuerte para el recorrido de mañana. Tal vez hagamos contacto con las tropas del coronel Díaz…

      La última frase flotó inconsistente alrededor del fogón. Estévez volvió a hablar:

      —La muerte, señor… ¿Le teme usted?

      Larreta tomó su tiempo para masticar mecánicamente el tabaco rancio. Se asemejaba a una goma entre sus dientes. Luego lo escupió sobre el fuego, acción que produjo un leve chasquido.

      —Déjese de joder, hombre, con eso del miedo. Un buen soldado no debe pensar en esas cosas… Hay que mantenerse ocupado intentando seguir vivo.

      —Yo sí le temo a la muerte, mi coronel… Desde aquellos meses cuando descansábamos por las noches en la zanja, esperando el ataque final de los tehuelches…

      —¿De qué me habla? Está empezando a enloquecer como esta mañana…

      El sargento tomó aire con desesperación. Boqueaba. Luego, se recompuso.

      —Yo trabajé en la construcción de la “zanja de Alsina”, señor… Hace siete años… La que se desarrolló desde Italó hasta Colonia Nueva Roma… 374 kilómetros entre Córdoba y el sur de Buenos Aires, construida con la sangre de soldados e indígenas adeptos… Una carrera contra el tiempo. La línea de defensa se iba corriendo en la medida que el surco avanzaba… Durante las noches los escuchábamos aullar… allí, escondidos entre los pastizales y diseminados en la penumbra… El miedo, señor… podía palparse. Nos refugiábamos en la grieta a dos metros de profundidad… ese es el miedo del que le hablo…

      Don Cipriano colocó otro pequeño trozo de tabaco en su boca. Se mantuvo en silencio. Las llamas comenzaban a mermar, también su poder calórico. El frío nocturno entumecía las articulaciones. Estévez cerró los ojos por algunos minutos. Parecía estar a punto de perder la consciencia. De repente, abrió sus párpados de manera desmesurada, contemplando al superior con la locura pulsando en la mirada. Haciendo uso de alguna energía oculta, el sargento comenzó a gritar:

      —¡La muerte, mi coronel...! ¡Usted le teme, igual que yo...! ¡Igual que todos...!

      Larreta Bosch presionó la palma de su mano derecha sobre la empuñadura del facón. Con ágil movimiento se echó sobre el enfermo para tomarlo por los cabellos y presionar la hoja del cuchillo sobre el cuello del infortunado. La respiración de Estévez comenzó a mostrarse ronca y extremadamente dificultosa.

      —¡A ver, mierda, cállese carajo, o lo achuro aquí mismo...!

      Cuando el aire se transformó en estertor en la garganta del sargento, don Cipriano aflojó la presión. Dejó que el cuerpo del hombre cayera pesadamente sobre el piso de tierra produciendo un estrépito. Escupió sobre el fuego el resto de tabaco que aún mantenía en la boca. Apagó con la bota las pocas llamas que flameaban sin convicción. La manta, colocada en el hueco sobre la roca que operaba de refugio, no permitía el ingreso de la luz de la luna ni de las estrellas que brillaban en el cielo. Mantuvo la empuñadura del facón asida con firmeza. Debía estar preparado para alguna visita inesperada de los animales salvajes de la comarca. Sin prestar atención al subalterno se durmió al poco tiempo. Las visiones oníricas lo transportaron a la tarde fatídica acaecida unas setenta y dos horas antes. El sentimiento de culpa lo embargaba.

      Despertó con los primeros rayos del alba. El frío mantenía su intensidad pero iría mermando en la medida que los rayos solares se instalaran con el ángulo suficiente. El coronel acomodó sus pocos pertrechos. Corrió la manta que cubría el hueco y contempló el panorama más allá de la depresión en la roca. Unos pehuenes se distinguían a pocos metros, enhiestos y verdes, adornando la costa del río.

      Observó al sargento durante un minuto. Lo escuchaba respirar débilmente. Con gesto desdeñoso giró sobre sus talones y salió del agujero donde pasaran la noche. Los dos caballos esperaban afuera amarrados a un árbol. El animal de Estévez apenas podía mantenerse en pie. No duraría mucho. De todas formas, cargaría con él hasta donde respondiera. Sin el peso del jinete tal vez soportara medio día de viaje. No podía desperdiciar carne durante aquella travesía. Subió a su caballo y comenzó a alejarse del refugio con paso lento. Algunos pájaros sobrevolaban a baja altura. Pensó en el sargento y se sintió mejor. Probablemente, al finalizar el día, habría fallecido. Se llevaría a la tumba cualquier detalle que lo involucrara personalmente en la masacre del 6 de enero…

       2

      La vida de Ricardo Mendizábal fluía linealmente en la superficie de una personalidad egocéntrica. Su mundo, al igual que las relaciones cosechadas a lo largo de los cuarenta y cinco años de edad, estaba construido a partir del principio de conveniencia.

      Hijo de un inmigrante español debió abandonar la casa paterna a temprana edad. Las restricciones impuestas por el ibérico sobre sus libertades personales resultaron determinantes. Además, el concepto de ganarse la vida trabajando pregonado por su progenitor no coincidía con las apetencias de su filosofía libertina, adquirida por vía genética. De pequeño se había identificado con la historia de un bisabuelo contada en las reuniones familiares. Representaba la famosa “oveja negra” de la dinastía Mendizábal. Comerciante, jugador y mujeriego, sus andanzas animaban aquellas celebraciones. Por supuesto, abundaban las críticas sobre lo perverso de su existencia y el mal ejemplo dejado para los descendientes. Lo encuentros entre parientes suelen ser así, llenos de exageraciones y algunos resentimientos. A pesar del juicio emitido por sus mayores, Ricardo terminó amando al ancestro. El entusiasmo lo llevó al punto de incorporar esa mítica personalidad como propia. Tal vez se trataba del gen recesivo indicado por la ciencia.

      Así fue como a los dieciocho años comenzó a navegar la ciudad de Buenos Aires sin otra brújula que la necesidad de supervivencia a cualquier precio. Sus armas eran un carácter extrovertido y la mente ágil para aprovecharse de los demás a partir de la mendacidad y el culto al dinero. Los primeros intentos fueron callejeros. Se transformó en vendedor de artículos diversos en trenes y colectivos. Así fue como conoció a Walter, su socio durante los siguientes quince años.

      Walter era rosarino, tenía entonces cuarenta y cinco años y había prosperado realizando negocios inmobiliarios en la zona de San Martín. Tenía fama de ser “orillero” en el manejo de contratos y contar en su haber con algunas estafas bien hechas, esas que no dejan registros legales y resultan imposibles de seguir judicialmente. Entre la gente del ambiente se lo conocía como “el contador”. Le gustaba usurpar ese título universitario para captar a sus clientes. También resultaba un hábil jugador bursátil. Con un compañero de aventuras oriundo de su ciudad natal montaron una oficina con el propósito de mover dinero propio y, fundamentalmente, el ajeno. Con datos precisos y una gran intuición puesta al servicio de las cotizaciones, en un par de años lograron movilizar una importante fortuna en la bolsa de Buenos Aires.

      Esa tarde Walter había tomado el subterráneo en la estación Medrano dirigiéndose a la zona de microcentro. El joven irrumpió impetuosamente en el vagón. Llevaba una valija llena de tijeras. Comenzó a desarrollar su arte personal del ofrecimiento. El comerciante se concentró en los gestos del muchacho y su desenvoltura como vendedor aguerrido. Le llamaba la atención el desparpajo para hechizar a los pasajeros. En general eran trabajadores que regresaban cansados a sus hogares y no deseaban interrupciones


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