El último tren. Abel Gustavo Maciel

El último tren - Abel Gustavo Maciel


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el sueldo para tales fines. Intercambiaron unas pocas frases con el hombre. Luego, uno de ellos lo acompañó hasta la mesa de donde se había parado minutos antes.

      —Llévenle una botella de champagne a cuenta de la casa —la conocida voz se escuchó a sus espaldas.

      Un mozo obedeció de inmediato las órdenes del patrón.

      —Hoy la dama se encuentra reservada…

      Don Alexis se ubicó al lado de Patricio. Había hecho su aparición atravesando la pequeña puerta que comunicaba el bar con un recinto interno. Allí tenía su oficina.

      —¿Qué desea beber, patrón? —preguntó el barman sonriéndole a su jefe.

      —Un whisky doble. Con dos hielos solamente. Hoy tengo la garganta a la miseria. Todavía no pude acostumbrarme a este clima de Buenos Aires.

      Patricio preparó la bebida, aprovechando para servirse una medida en su copa.

      —¿Extraña Cartagena, don Alexis? La tierra de nuestros orígenes siempre convoca, ¿no es así?

      —Ya no me queda familia en el pago, Patricio. Los hijos están dispersos por el mundo y su madre duerme con un político prominente en una mansión que yo mismo ayudé a construir. No. Nada de recuerdos ni depresiones de exiliado. La vida te paga siempre con la misma moneda. Cuando conoces eso, todo se acomoda a tu alrededor. Se cosecha lo que se siembra…

      Era cierto lo de sus anginas. Le costaba pronunciar las palabras. Sin embargo, el timbre autoritario se mantenía firme en su voz. Don Alexis observó el reloj atentamente, como si esperara el acontecer de algún suceso importante.

      —¿Qué pasa, jefe? ¿Esperamos visitas acaso?...

      El colombiano percibió cierto grado de angustia en la voz de su empleado. Aquellos detalles no se le escapaban. Precisamente, el poder de supervivencia en esos ambientes radicaba en lo sensible del operador con respecto a las cuestiones nimias. Don Alexis siempre había sido un hombre intuitivo. Por ello continuaba en la cima, en tanto otros servían de alimento a los detritos de la tierra o a los peces del río.

      Era persona de edad madura, próximo a los sesenta años. No teñía sus cabellos, por lo que poseía una cabeza plateada. Ella le otorgaba porte distinguido a su delgada figura. De tez cetrina, sonreía en forma esquiva. Caminaba siempre ceremoniosamente como si cumpliera con algún ritual en un templo sagrado. No tenía amigos, tan solo conocidos. Sus vínculos importantes estaban sostenidos por intereses económicos bañados en sangre. Se decía que era el único hombre que podía pernoctar en más de una ocasión con la figurita difícil. A ella le permitía cosas que resultaban impensadas para otro miembro de la organización. Algunas malas lenguas comentaban que la extraña dama le inspiraba un profundo temor.

      —No te preocupes. Todo está en orden —dijo, con expresión dura—. No bebas demasiado. Te necesito sobrio esta noche.

      Patricio asintió. Apuró la medida de whisky que se había servido y devolvió la botella a la estantería. Luego observó los movimientos del patrón.

      Don Alexis rodeó la barra hasta salir del reducto por su extremo. Caminó lentamente hasta una mesa apartada. En ella se encontraban sentados dos hombres de lúgubre aspecto. Uno tenía barba mal rasurada y bebía copiosamente. El otro mostraba una fea quemadura en la parte derecha del rostro. Tal vez recuerdo de un negocio fallido en el pasado. El colombiano tomó asiento en la única silla disponible de la mesa. Conservaba aún en sus manos el vaso servido por Patricio. Bebió un sorbo, haciendo una mueca al sentir el líquido frío atravesando su garganta.

      —Tenemos todo arreglado, don Alexis. El cargamento ingresará en el espacio aéreo esta noche, a las doce. Los muchachos de Salta lo están esperando.

      —¿Usaron el protocolo de seguridad?

      El personaje de la cicatriz llevaba la voz cantante. Hablaba fríamente, cuidando sus palabras. Conocía la susceptibilidad del colombiano.

      —Está todo en orden. Quédese tranquilo. En pocas horas depositaremos la mercadería en su banco personal. Luego…

      —Mañana a las diez, en mi despacho —se apuró a decir don Alexis. No le gustaba que le mencionaran sus obligaciones. Nunca había fallado en el pago a sus proveedores. Era la regla de oro para mantenerse en la cima. Honrar los acuerdos con los contratistas y eliminar a quienes incumplían lo pactado. Los hermanos Carvajal trabajaban con él desde hacía unos cinco años. Ellos también conocían aquellas dos premisas. Se preguntaba el colombiano si esos sicarios estaban dispuestos a seguir aceptándolas.

      En esos momentos los tres dirigieron las miradas a la figurita repetida.

      —Una promesa es una promesa, don Alexis —. El de la cicatriz volvió sus ojos al patrón con sonrisa libidinosa.

      —No sé si los aceptará a los dos —comentó el propietario del local, bebiendo otro sorbo de su vaso—. Dependerá de la humedad, o la presión atmosférica supongo. A lo mejor, alguno deberá permanecer en el pasillo esperando su turno.

      Los hermanos se miraron.

      —No importa, patrón. Hace tiempo que deseamos esto… Sortearemos el primer lugar si eso sucede.

      Ambos tenían expresión de ansiedad en los rostros. La fama de aquella mujer superaba los dominios del Olimpo. Solamente una autorización de don Alexis podía permitir franquear sus territorios.

      El colombiano dirigió una mirada hacia la dama. Como si hubiera estado esperando el momento, ella volteó el rostro hacia su mentor. Don Alexis realizó un leve gesto con la mano. La mujer asintió, en silencio. Sus compañeras desviaron la vista hacia otros extremos del local. Ella se incorporó tomando su cartera. Caminó meneando la voluptuosa figura. Algunos clientes dejaron de hablar para observarla detenidamente. Un perfume penetrante quedaba como estela a su paso. La dama pasó a escasos dos metros de la mesa. No observó a sus futuros compañeros de alcoba. La actitud indiferente desalentó a los hermanos. De todas formas, dos minutos después también se incorporaron para dirigirse prestamente a las habitaciones reservadas en el fondo del cabaret. Uno de los ángeles custodios de la mujer se encontraba apostado en la puerta. Contempló a los recién llegados con rostro serio. Un bulto a la altura de la cintura indicaba la presencia del arma debajo del saco.

      Los Carvajal ingresaron en la habitación denotando cierto nerviosismo. Sabían que en las próximas horas se tejerían las historias futuras derramadas en mesas de póker, donde la fama de esa dama incrementaría el propio status quo. El perfume percibido hacía instantes flotaba en el ambiente. Las luces del cuarto se hallaban apagadas. Debido a su emplazamiento, no había ventana externa en el recinto. Solo una débil claraboya que dejaba filtrar luces de color ámbar de origen desconocido. La música ambiental acariciaba tenuemente los oídos. A pesar del escaso resplandor, una figura femenina cuasi desnuda se recortaba al lado de la cama de dos plazas. Los hermanos permanecieron petrificados en el centro del recinto. La fascinación del momento se hizo cargo de sus voluntades. Una voz femenina y sugestiva habló pausadamente:

      —Muy bien, pequeñines. Adelante… A ver quién se atreve a ser el primero. O, mejor, avancen ambos. No tengan miedo…

      3

      Quince años antes…

      Elisa Mendizábal contemplaba el horizonte marino. El ventanal del living ofrecía un panorama generoso. A su vez, separaba la cabaña del terraplén cortado a pique tan solo a unos treinta metros en dirección al mar.

      Bebía de a pequeños sorbos el café servido en su taza predilecta. La conservaba desde la primera infancia, cuando intentaba huir de un padrastro abusador desbordado por el cariño que sentía hacia ella. Las ausencias de su madre, afectada en carácter de enfermera al servicio de guardia hospitalario, coincidían con los arrebatos de aquel hombre de gruesa figura y brazos fuertes. A veces lograba encerrarse en el cuarto, aferrada de esa taza de colores infantiles que oficiaba de amuleto de la buena suerte. En otras ocasiones no la acompañaba el despliegue de sus piernas y terminaba con el cuerpo sudoroso del padrastro sobre el suyo. En esos momentos,


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