Dos adultos en apuros. Emma Goldrick

Dos adultos en apuros - Emma Goldrick


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padre me ha mentido –musitó Hope–. ¡Me dijo que erais casi bebés!

      –¡Hah! –volvió a exclamar el niño saliendo al porche y mirándola de arriba abajo–. ¿Bebés? Yo tengo ocho años, y Melody tiene tres. ¿Bebés?

      –No, ya lo veo… –comenzó Hope a explicarse mientras Rex salía del coche y se colocaba junto a ella.

      O hacía algo de inmediato o aquellos dos niños le plantaban cara y la mandaban a casa. Sería una pena. Tendría que apuntarse un nuevo fracaso. Hope chasqueó los dedos al oído de Rex. El enorme perro se puso en guardia. Gruñó, sacó la lengua y jadeó, y la bravuconería del niño desapareció. Entró en casa y su hermana se escondió detrás.

      –¿Ese perro es tuyo? –preguntó tembloroso.

      –Sí, es mío –contestó Hope–. ¿No me invitas a pasar?

      –Sí, claro –repitió el niño dando otro paso atrás.

      –Así que tu hermana se llama Melody, ¿no? Es un nombre bonito. ¿Y tú?

      –Él se llama Eddie –dijo la niña–. En realidad se llama Edward, pero no le gusta, así que el tío Ralph dijo que…

      –A ese es a quien quiero ver –se apresuró a decir Hope–, al tío Ralph. ¿Se ha marchado a Boston a trabajar?

      –No –contestó Melody–. Se ha marchado arriba, al ático. Trabaja allí.

      –¿Marchado? ¿Trabaja en el ático? ¿Siempre?

      –Sí –confirmó Eddie–. Siempre trabaja en el ático, es verdad. Mi hermana no habla un buen inglés.

      –Esa es otra… –comenzó a decir Hope, que enseguida calló.

      Su padre siempre iba directo al grano, y jamás olvidaba nada. ¿Cómo era posible que hubiera cometido aquellos dos errores? El tío Ralph vivía y trabajaba en casa, y se suponía que ella iba a tener que quedarse a pasar la noche allí… su madre no había dicho nada al respecto, excepto que se llevara a Rex.

      ¿Rex? Hope miró por encima del hombro. El perro la había seguido hasta dentro de la casa, pero luego había vuelto al felpudo de la puerta y se había dormido sobre él. ¡Vaya protección!

      Dos niños. La niña era respondona y descarada, y tenía una espesa cabellera pelirroja recogida en lo alto de la cabeza. ¿Tres años? Alguien le había puesto un peto rojo que le quedaba pequeño, y la blusa ya no era lo blanca que debía haber sido. Iba descalza y parecía frágil. El niño parecía fuerte, alto para su edad, y llevaba un mono con parches en las rodillas que en otros tiempos debió de ser azul. También iba descalzo, y tenía el pelo más oscuro que su hermana. Los dos tenían ojos negros y observaban a Hope sin pudor.

      –Entonces a quien tengo que ver es a vuestro tío –repitió Hope con voz trémula.

      No estaba muy segura de querer ver al tío Ralph. Quizá debiera volver a Eastport, se dijo en silencio. Pero entonces defraudaría a su padre y a Michael, que se pondría a gritarle…

      –¿Y a quién tenemos aquí? –dijo una voz profunda, saliendo de la oscuridad.

      Hope sacó la cabeza, pero apenas vio nada.

      –Me llamo Hope, significa Esperanza.

      –Sí, bien, todo el mundo debe mantenerla –dijo la voz dando un paso hacia la luz, sin salir aún de la oscuridad.

      –¿Cómo?

      –Hope –repitió la voz–. Todo el mundo debe mantenerla.

      Eddie soltó una risita nerviosa. Hope se ruborizó. Era un terrible juego de palabras, pero no tenía agallas para decirlo. Entonces aquella figura dio otro paso más hacia la luz.

      –¡Tú! –exclamó Hope.

      –Sí, yo –admitió él–. Pensaste que no ibas a volver a verme, ¿verdad, Hope Latimore? Ha pasado mucho tiempo desde el instituto. Recuerdas…

      –No tengo ganas de recordar nada –declaró Hope resuelta–. Y, en especial, no tengo ganas de recordarte a ti, Ralph Browne. No después de…

      –Sí –suspiró él–, no tuve precisamente mucho éxito en el baile de Graduación, ¿verdad? Bueno, gracias a Dios que hemos… que he crecido. Tú, en cambio… sigues siendo una mujer diminuta y…

      Eso era lo que más odiaba en el mundo.

      –Yo no soy una mujer diminuta –lo interrumpió Hope–. Soy bajita, pero no diminuta. Y no me gusta que me llamen…

      –Pequeña o diminuta –la interrumpió él–. Es suficiente. ¿Lo habéis oído, niños?

      Dos cabecitas asintieron.

      –Ser bajita –continuó Hope con cabezonería– no tiene nada que ver con ser inteligente, con tener virtudes o con la moral.

      –Podrías haber omitido eso de la moral. Eres una preciosa y diminu… mujer bajita, señorita Hope. ¿Crees que podrías manejar a estos dos indios salvajes?

      –Sin duda –contestó ella tensa, sintiendo un escalofrío al recordar su experiencia como profesora del curso de noveno en el colegio público de Taunton.

      «Es una profesora hábil y trabajadora», había dicho el director del centro al consejo escolar, «pero completamente incapaz de mantener la disciplina en una clase de veinticinco estudiantes».

      –Entonces… –contestó el tío Ralph–, Eddie, lleva las bolsas de la señorita Hope a su dormitorio. Y tú, Melody, llévala a…. Pero en el nombre de Dios, ¿qué es eso?

      Era Rex, por supuesto. El perro se estiró, se puso en pie y se acercó a Hope. Era enorme.

      –Es Rex –dijo ella–, mi guardián. Mi madre ha dicho que no puedo quedarme aquí a pasar la noche sin perro.

      –¿Tu madre? ¿Te refieres a esa diminuta… eh… mujer bajita que vino ayer?

      –La misma –replicó Hope–. Es juez del Tribunal Superior de Justicia, ¿sabes?

      –No, no lo sabía. ¡Vaya aguafiestas! Así que mima mucho a su hijita, ¿no? ¿Te tiene superprotegida? ¿Tienes que volver a casa a las once? –inquirió haciendo una pausa para reflexionar sobre el resto de cosas que había dicho Hope–. ¿Has dicho el Tribunal Superior de Justicia?

      –Y mi hermano es muy fuerte y tiene ideas anticuadas –añadió Hope dándose aires de superioridad.

      –¡Dios mío! ¿Hay más en la familia?

      –Sí, y todos son mucho más grandes que yo –confesó Hope–. Pero, quitando a Michael, todas están casadas.

      –Creo que será mejor que vuelva a trabajar –contestó él mirándola con expresión grave.

      Parecía estar reflexionando. Luego sonrió a los niños y subió escaleras arriba. Hope lo observó.

      Era un hombre delgado y esbelto, como de un metro setenta y nueve. En su entorno, de gente enorme, resultaba bajito, pero para Hope tenía una medida muy adecuada. Podía mirarlo levantando la cabeza, pero sin necesidad de acabar con dolor de cuello. Era musculoso, la camiseta que llevaba lo demostraba. Cintura y caderas estrechas embutidas en los vaqueros, hombros anchos, cara cuadrada y cabello rubio rojizo. Bien, se dijo Hope, sabía que tenía que haber algún hombre de su talla en este mundo. Ralph se paró al pie de la escalera y se dio la vuelta.

      –La comida es a las doce, hay un horario en la pared de la cocina. Y ten cuidado con Eddie.

      Antes de que Hope pudiera formular ni una sola pregunta Ralph se había ido. ¿Que tuviera cuidado con Eddie? Melody era una muñequita, pero Eddie… era otra historia. Hope observó el reloj colgado de la blusa de la niña. Faltaban tres horas para la comida, tenía que resolver qué preparar.

      –Bueno, vamos –dijo Eddie


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