Manifiesto cíborg. Donna Haraway
desde los parámetros occidentales; esto resulta ser una ironía ‘final’, ya que el cíborg también es el terrible propósito (telos) apocalíptico de las cada vez mayores dominaciones por parte de Occidente del individuo abstracto. Un yo supremo libre por fin de toda dependencia, un hombre en el espacio. Según el sentido humanístico occidental, una historia que trate del origen depende del mito de la unidad original, de la plenitud, la dicha y el terror, representada por la madre fálica de la que todos los humanos deben separarse. Las tareas del desarrollo individual y de la historia son los poderosos mitos gemelos inscritos con mayor fuerza para nosotros en el psicoanálisis y el marxismo. Hilary Klein ha argumentado que tanto el marxismo como el psicoanálisis, en sus conceptos de trabajo, de individualización y de formación del género, dependen del argumento de la unidad original, a partir de la cual se debe producir la diferenciación para, desde ahí, enzarzarse en un drama de dominación creciente de la mujer y de la naturaleza. El cíborg se salta el paso de la unidad original, de identificación con la naturaleza en el sentido occidental. Se trata de una promesa ilegítima que podría conducir a la subversión de su teleología como guerra de las galaxias.
El cíborg está totalmente comprometido con la parcialidad, la ironía, la intimidad y la perversidad. Es desafiante, utópico y nada inocente. Al no estar estructurado por la polaridad de lo público y lo privado, el cíborg define un centro tecnológico basado en parte en una revolución de las relaciones sociales en el oikos, el hogar. La naturaleza y la cultura son reelaboradas; la primera ya no puede ser el recurso para la apropiación o incorporación de la segunda. La relación para formar totalidades a partir de partes, incluidas las de polaridad y dominación jerárquica, está en disputa en el mundo cíborg. A la inversa de Frankenstein, el cíborg no espera que su padre lo salve a través de una restauración del jardín (del Edén), es decir, a través de la fabricación de una pareja heterosexual, mediante su acabado en una totalidad, en una ciudad y en un cosmos. El cíborg no sueña con una comunidad que siga el modelo de la familia orgánica, aunque sin el proyecto edípico. El cíborg no reconocería el Jardín del Edén, no está hecho de barro y no puede soñar con volver a convertirse en polvo. Quizás sea por eso que quiero ver si los cíborgs pueden subvertir el apocalipsis de regresar al polvo nuclear impulsado por la compulsión maniaca de nombrar al Enemigo. Los cíborgs son irreverentes, no recuerdan el cosmos, desconfían del holismo, pero necesitan conexión: parecen tener un sentido natural de la asociación en frentes para la acción política, pero sin el partido de vanguardia. Su principal problema, por supuesto, es la descendencia ilegítima del militarismo y el capitalismo patriarcal, sin mencionar el socialismo de Estado. Pero los bastardos son a menudo extremadamente infieles a sus orígenes; sus padres, después de todo, no son esenciales.
Regresaré a la ciencia ficción de los cíborgs al final de este capítulo, pero ahora quiero señalar tres divisiones limítrofes que son cruciales y hacen posible el siguiente análisis político-ficticio (político-científico). A finales del siglo XX en la cultura científica de los Estados Unidos, la frontera entre lo humano y lo animal está completamente rota. Las últimas playas vírgenes de la unicidad han sido contaminadas, cuando no convertidas en parques de atracciones. Ni el uso de herramientas lingüísticas, ni el comportamiento social, ni los acontecimientos mentales, resuelven de manera convincente la separación entre lo humano y lo animal. Muchas personas ya no sienten la necesidad de tal separación, de hecho, muchas ramas de la cultura feminista afirman el placer de la conexión entre los seres humanos y otras criaturas vivientes. Los movimientos por los derechos de los animales no son negaciones irracionales de la unicidad humana, sino un reconocimiento claro de la conexión a través de la ruptura desacreditada entre la naturaleza y la cultura. Durante los últimos dos siglos, la biología y la teoría evolucionista han producido simultáneamente organismos modernos como objetos de conocimiento y han reducido la línea entre humanos y animales a un débil trazo dibujado de nuevo en la lucha ideológica o las disputas profesionales entre la vida y las ciencias sociales. Dentro de este marco, la enseñanza del creacionismo cristiano moderno debe combatirse como una forma de abuso infantil.
La ideología determinista biológica es solo una posición abierta en la cultura científica para defender los significados de la animalidad humana. Las personas con ideas políticas radicales tienen mucho campo disponible ante ellas para contestar los significados de la ruptura de fronteras.[1] El cíborg aparece mitificado precisamente donde el límite entre humanos y animales se transgrede. Lejos de señalar una separación entre los seres vivos, los cíborgs señalan un acoplamiento estrecho y placentero. La bestialidad tiene un nuevo estatus en este ciclo de intercambios de pareja.
La segunda distinción que hace aguas es la que existe entre (organismos) animales-humanos y máquinas. Las máquinas precibernéticas podrían estar embrujadas, existía siempre en ellas el espectro del fantasma. Este dualismo estructuró el diálogo entre el materialismo y el idealismo que fue establecido por una progenie dialéctica, llamada espíritu o historia, según gustos. Pero, básicamente, las máquinas no poseían movimiento por sí mismas, no decidían, no eran autónomas. No podían lograr el sueño del ser humano, sino solo imitarlo. No eran hombres, autores de sí mismos, sino solo una caricatura de ese sueño reproductor masculinista. Pensar lo contrario era paranoico. Ahora ya no estamos tan seguros. Las máquinas de finales del siglo XX han convertido en algo ambiguo la diferencia entre lo natural y lo artificial, entre el cuerpo y la mente, entre el desarrollo personal y el planeado desde el exterior y muchas otras distinciones que solían aplicarse a organismos y máquinas. Nuestras máquinas están inquietantemente vivas y nosotros, terriblemente inertes.
La determinación tecnológica es solo un espacio ideológico abierto para los replanteamientos de las máquinas y de los organismos como textos codificados, a través de los cuales nos adentramos en el juego de escribir y leer el mundo.[2] La ‘textualización’ de todo en la teoría postestructuralista y posmoderna ha sido condenada por los marxistas y las feministas socialistas por su desprecio utópico por las relaciones vividas de dominación que fundamentan el “juego” de la lectura arbitraria.[3] Es cierto que las estrategias posmodernas, al igual que el mito cíborg, subvierten totalidades orgánicas innumerables (por ejemplo, el poema, la cultura primitiva, el organismo biológico). En resumen, que la certeza de lo que cuenta como naturaleza, una fuente de introspección y promesa de inocencia, se ve socavada, probablemente sin remedio.
La autorización trascendente de interpretación se pierde, y con ella la base ontológica de la epistemología ‘occidental’. Pero la alternativa no es el cinismo o la falta de fe, es decir, alguna versión de la existencia abstracta, como los relatos del determinismo tecnológico que muestran la destrucción del “hombre” por la “máquina” o la “acción política significativa” a través del “texto”. Lo que vayan a ser los cíborgs es una pregunta radical. Las respuestas son una cuestión de supervivencia. Tanto los chimpancés como los artefactos tienen su propia política, entonces, ¿por qué nosotros no? (de Waal, 1982; Winner, 1980).
La tercera distinción es un subconjunto de la segunda: el límite entre lo físico y lo no físico es muy impreciso para nosotros. Los libros populares de física sobre las consecuencias de la teoría cuántica y el principio de indeterminación son una especie de equivalente científico popular de las novelas románticas Harlequin como un marcador de cambio radical en la heterosexualidad blanca estadounidense: se equivocan, pero tratan el asunto clave. Las máquinas modernas son los dispositivos microelectrónicos por excelencia: están en todas partes y son invisibles. La maquinaria moderna es un dios, advenedizo e irreverente, que se burla de la ubicuidad y espiritualidad del Padre. El chip de silicio es una superficie para escribir, está diseñado en una escala molecular solo perturbada por el ruido atómico, la interferencia final de las partituras nucleares. La escritura, el poder y la tecnología son viejos compañeros de viaje en las historias occidentales sobre el origen de la civilización, pero la miniaturización ha cambiado nuestra experiencia del mecanismo. La miniaturización se ha convertido en algo relacionado con el poder: lo pequeño es más peligroso que maravilloso, como sucede con los misiles. Comparemos los aparatos de televisión de los años 50 o las cámaras fotográficas de los 70 con las pantallas televisivas que se atan a la muñeca como pulseras o con las manejables videocámaras actuales. Nuestras