Maestros de la Poesia - Rubén Darío. Rubén Darío

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y con ello monárquico de convicción; pues como no había menester de utilitarias conciliaciones, declaraba sin esfuerzo la evidente incompatibilidad del catolicismo con la República. Su pretendida conversión al morir calumnia, pues, su fe de cristiano. La integridad del dogma no ha tenido acatamiento más constante que el suyo.

      No necesito añadir que, así, su despreocupación de la popularidad era absoluta; su desinterés de la gloria mayoritaria. alto y frío como un Ande bajo su manto azul.

      Llevaba entonces barbado el rostro de cálida palidez, la cual dilatábase como soñando en la marmórea culminación de la frente. El cabello crespo y negrísimo, que nunca se infló en melena, iba regular sin compostura. Los ojos faunescos encendíanse de alegre franqueza que fácilmente oblicuaba en chispa irónica; pero su mirada era. sobre todo, fraternal. La ancha nariz, la ruda boca, repetían la máscara "verleniana". Durante sus momentos de distracción, invadíala una placidez monacal. El talante del poeta era de una elegancia varonil. Su tronco recio, su andar reposado. Todo en él manifestaba una virilidad casi brutal, salvo las manos bellísimas que parecían de jazmín. Vestía con sobria elegancia y expresábase lo mismo. Cuando tras ocho años de separación, víle de nuevo, la rasura que desnudaba tocio el rostro parecía haberlo fundido en el bronce grave de una escultura azteca. Pero todo esto nada vale ya. Alma que canta es, con notoria frecueneia, alma que llora. Y aquél pasó la vida llorando sin lágrimas por estética dignidad. Su triste carne humana es lo que no importa. Su alma bella nos queda para siempre, florecida en versos sencillos e inmortales. Los rasgos impresos por el dolor en aquel rostro que al envejecer se iba a lo trágico y que según un cronista transfiguráronse al morir en esa efigie dantesca que trajera del infierno el gibelino, se fueron a la tumba como su siniestro escultor.

      La muerte, a quien había temido como un niño a la obscuridad, fué a él sin que apenas la notara, con su paso ligero y su palidez celeste. Y así, en el seno del hogar recobrado, en su pueblo natal que es donde es bueno morir, maduro para el descanso como quien dio tanta flor y ninguna espina, recibió para decirlo con palabras de La Iliada inmortal, "la gracia del sueño"

      Entonces empezó la apoteosis. El pueblo gastó para sus exequias lo que jamás le habría dado para vivir: pues tal hacen todos los pueblos con sus hijos ilustres. Cosa horrible, en verdad: solamente los déspotas suelen ser oportunos en su socorro. Así Rubén Darío debió a Núñez el de Colombia, a Zelaya el de Nicaragua, a Porfirio Díaz, aquellos vagos consulados y plenipotencias cuyo ocio es propicio al genio desde los tiempos de Cicerón: aliquam legationem, aut... cessationem... liberam et otiossam, dice Ático en el primer libro De las Leyes: alguna legación o jubilación libre y ociosa para que el orador sublime compusiera con despacio sus cosas eternas.

      Pero los pueblos no son generosos sino con sus amos. Con sus libertadores, nunca. Para éstos el bronce postumo, el catafalco monumental que tampoco les otorgarían si con eso ellos mismos no se glorificaran. Para el amo, la sangre, el oro, el honor y el provecho en vida, el sufragio, la adulación. ¡Y eso se llama o se cree soberano!

      Ah, si los pueblos no tuvieran el dolor, el dolor que aun a las bestias ennoblece, no merecerían sino desprecio. Su amor y su odio constituyen, pues, la misma cosa insípida para el hombre libre. Su justicia nunca llega cuando debe llegar; y así, conforme a la intención profundamente amarga de la leyenda, lo que glorifica al héroe y al dios es morir crucificado.

      Esto que hacemos ahora es, pues, por nosotros mismos, no por el gran muerto que ya nada necesita, mientras nosotros necesitaremos cada vez más de él. La Argentina de su predilección debíale en esta forma un homenaje a cuyo favor recordáramos, por ejemplo, que él la inmortalizó, única entre las naciones de América, con un excelso canto: aquel canto del Centenario que es una erección de torres marmóreas y campanas de plata sobre la pampa de oro.

      Mas he aquí que al fin es necesario callar; y que como si el silencio sobreviniente saliera de su tumba, entra recién en mi ánimo la certidumbre de su muerte. Pues suele ser que al principio de estos grandes dolores, un estupor de piedra me embota el alma: el muro de la muerte que se interpone. Y después, un día viene la cosa triste, como al azar, y las lágrimas que también precisa esconder, porque son feas y puras como diamantes brutos. Y luego este deber terrible de la elocuencia que mejor quisiera ser silencio y llorar; la cláusula medida en homenaje de belleza; la regla de bronce estoico sobre el ínclito mármol.

      Pero no, no es esto, nada de esto lo que yo quería decirte, óyelo amigo bien amado, porque ahora hablo sólo para tí: "hermano en el misterio de la lira" como tú me dijiste una vez que con mi dicha fuiste dichoso. Tú sabes que soy fuerte, y no obstante, esto es lo cierto, me falló el corazón. Tú sabes que no ando con mis penas para que las compadezcan, sacándolas a luz, como un mendigo con sus llagas; que tengo una voluntad; que sé imponer al mismo dolor el deber de la belleza; y no sé cómo, al notar que ya con estas palabras me despedía, el alma se me derramó en lágrimas casi felices de venir, del propio modo que una noche primaveral en un reguero de estrellas.

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