El astronauta nudista. Aleko Capilouto
cortado las mangas. La doble chaqueta era algo típico en el mundillo rockero y de paso me venía bien para minimizar daños; únicamente se me veían los brazos de color dulce de leche. En la parte de atrás del improvisado chaleco llevaba la imagen de un cementerio, la portada de Master of Puppets. Era una tela diseñada para ser estampada, pegada con calor, pero que yo había cosido. Ahora que lo pienso, para ser heavy, cosí bastante. Por si todo esto fuera poco, engalanaba mis antebrazos con muñequeras de cuero negro con tachas plateadas; la más bestia medía unos quince centímetros y tenía seis hileras. Iba adornado con toda esta parafernalia y, bajo el brazo, los libros de la escuela.
Otro toque de distinción consistía en llevar varios prendedores metálicos, pines abrochados al chaleco. Aquí va una secuencia al respecto de cuando recién comenzaba mi conversión al metal: mi amigo Félix y yo estamos frente al escaparate de una tienda de artilugios y bijouterie de temática heavy, mirándolo todo. Me atrae un prendedor metálico con un dragón posado encima de las palabras DEEP PURPLE. Quiero comprarlo, aunque no estoy seguro de si me gusta esa banda. Félix busca entre sus casetes compilados una canción de los británicos para que yo la escuche con el walkman. Cambia de lado A a lado B y también rebobina y adelanta la cinta unas cuantas veces (con el legendario método del lápiz, para no gastar las pilas). Finalmente aparece «Burn». Me pasa los auriculares y la escucho. «Ah, sí, estos me encantan». Entramos a la tienda y compro el gótico adorno.
Tenía trece años y acababa de empezar la secundaria; era el primer año de seis que pasaría en «el Cuba», una escuela industrial de especialización técnico-electrónica. No entré al colegio con este look sino que lo fui adoptando a medida que pasaban los meses, y creo que anduve vestido así un año y medio, más o menos. Espero que no más. Al margen, en algún momento mi madre me compró una chaqueta de cuero negra, por lo que mi imagen se ajustó un poco más a la deseada.
Por aquellos tiempos se me ocurrió hacer algo raro: remixes de rock duro. No los llamaba remixes porque ni el término ni la técnica de mezcla en sí eran populares aún, pero grabé varios casetes con mis versiones friquis de clásicos metaleros en las que alteraba la estructura de los temas repitiendo —a veces quitando— un solo de guitarra o un estribillo, trasladando la introducción al final y cosas por el estilo. También creaba arreglos rítmicos haciendo transiciones a lo Fat Boy Slim, y eso que faltaba una década para que él editara su primer álbum. No pretendo insinuar que yo haya sido un precursor del estilo de este exitoso DJ, sólo apunto que esas repeticiones de trocitos de canción —loops en redondas, luego en blancas y por último en negras, antes de permitir que la pieza siga su viaje— se parecían mucho al recurso que tanto usó Fat Boy una década más tarde.
En definitiva, a los dos nos fue muy bien gracias a estas virguerías: él se hizo multimillonario y yo llegué a dominar la respuesta del motor de las caseteras. Remixaba a pulso; Pause y Rec a mansalva, rebobinando delicadamente con el dedo o dando toques sutiles al botón Rewind para que la cinta se moviera lo justo. Era todo un arte… o digamos, mejor, una gran artesanía. Por cierto, vestía estos singulares mixtapes recortando y doblando cartulinas en las que hacía algún dibujo o collage y coronaba las portadas agregando el logo de Hell-Cap (mi sello discográfico inventado).
Además de mi labor como DJ remixador de metal, destaco que durante esa etapa heavy nunca oculté mi entusiasmo por el rock-pop en general. Ni siquiera cuando deambulaba con el simpático disfraz de tipo duro y me relacionaba con otros heavys, quienes no podían entender que yo aceptara unas músicas tan blandas.
Por fortuna siempre tuve la cabeza abierta. Supongo que al margen de aquel golpe que me envió al hospital poco después de mi cuarto cumpleaños.
Compuse mi primera canción a los catorce, en la escuela, en mitad de una clase. Escribí la letra mientras imaginaba la melodía, y una vez que la consideré terminada, se la mostré con ilusión a algunos compañeros. Fue entonces cuando uno de ellos, muy sobrado, me espetó «¡Qué vas a haberla escrito vos! ¡Vos no podés escribir nada! ¡No te creo!». Por un segundo me ofendí pero al instante me sentí halagado y hasta noté una sensación potente de seguridad, algo nuevo e inesperado que me invadió. Consintiendo cierto misticismo diré que en aquel trance una parte de mí supo que pasaría el resto de mi vida escribiendo canciones y que no me iría mal. A todo esto, la letra sería un rejunte de ingenuidades. Aunque vaya uno a saber… A mi ópera prima se la llevó el viento y nunca más supe de ella.
* Imagen extraída del manual de instrucciones de mi antiguo grabador.
BÚFALO
¿A dónde quieres llegar,
búfalo de medio cuerpo?
¿A dónde quieres llegar,
que tienes a mi noche entera oyendo tus pasos?
Que no son pasos, son aludes.
Que no son aludes, son verdad.
¿A dónde quieres llegar,
que ni las agujas de mil relojes se atreverían?
¿A dónde?
¿A quién?
Llévame.
¿Quiénes son esos demonios
que encienden velas en mi noche?
¿Son acaso Dios?
¿Soy acaso yo?
¿Es acaso nadie?
CIENCIACIONALISMO
FLORES
Hay flores sordas como también hay flores cuyos pétalos ofician de oídos. Éstos sólo perciben ciertos armónicos del sonido del viento, del fluir de los reptiles más fríos y del improbable murmullo de la luz solar. Cuando la armonía de los sonidos entra en simpatía con el alma de la flor, ésta arquea sutilmente la suavidad de sus extremidades y su rubor aumenta.
EL AÑO QUE SIMULÉ TRABAJAR
Es enero de 2006 y estoy de visita en Argentina. De visita y de gira; daremos conciertos aquí en Capital, en Córdoba y en San Luis. Esta vez me ha traído la música y brindo por eso. Me encuentro solo en el bar, con un café delante, pero brindo igual. Está empezando a llover fuerte. Cuando salga de aquí, el paseo será como una competición de obstáculos. Las calles de Buenos Aires son involuntariamente tan artísticas… Al caminarlas, lo recomendable es ir mirándolas con atención, como si se tratara de Obras Maestras. Hay pocos tramos sanos. ¿El caos nos mantiene en forma? Supongo que sí. Estoy a gusto, saboreando el café y el sonido del agua que baja como loca del cielo y se estrella contra la ciudad. Celebro esta lluvia torrencial que combate la brutalidad del calor de enero. Un poco de equilibrio que agradece mi metrópoli carnívora, a veces mísera y salvaje, siempre bella y poética.
Se abre la puerta y entra una mujer. Deja el paraguas chorreando en un rincón y se sienta. Lleva un vestido del mismo color que decora sus labios, y del mismo tono también es el pañuelo que cubre su cabeza. No le queda redundante. Es más, le queda bien. Habla por teléfono. De pronto sonríe y coreográficamente sale el sol, asomándose entre las nubes, orgulloso. Entonces nos invaden los rayos radiantes a través de las ventanas del bar y producen un efecto óptico-épico: una copa vacía y solitaria que se aburre sobre una de las mesas que nos separan se transforma en una sombra de silueta luminosa tatuada sobre su pecho. Miro a mi alrededor buscando testigos. No los hay. Me gustaría que al menos lo supiera ella. También me gustaría ser un fotógrafo, cámara en mano, y disparar y capturar el instante. Me gustaría todo eso y más, pero rápidamente dejo de pensar en lo que no tengo y me entrego a este momento-regalo. ¿Todo es poesía? Todo está a la vista.
He salido del bar y enseguida he vuelto a entrar; me había olvidado de pagar. Ahora viajo por las entrañas de la ciudad. En los pasillos del metro también llueve. Al margen de las goteras, hay partes en donde directamente está