La hija del rey del País de los Elfos. Lord Dunsany
aquí —respondió el joven Álveric.
—Sí —respondió el rey—, muy lejos.
—Y más lejano aún —respondió el joven— quedará el regreso. Porque las distancias en esas tierras no son como las nuestras.
—Aun así has de ir.
—¿Y qué ordenas que haga cuando llegue al castillo? —preguntó el joven.
Y su padre respondió:
—Que desposes a la hija del rey del País de los Elfos.
El joven pensó en su belleza y su corona de hielo, y en la dulzura que le atribuían las runas fantásticas. En las colinas salvajes donde crecían las fresas, cuando anochecía y brillaba la luz de la luna, se podían escuchar canciones sobre ella. Sin embargo, si alguien buscaba al trovador, no encontraba a nadie. Algunas veces, sólo su nombre se escuchaba en un susurro: se llamaba Lirazel.
Era una princesa de linaje mágico. Los dioses enviaron a sus sombras al bautismo, y las hadas también habrían asistido si no hubieran temido el movimiento de las enormes y oscuras sombras de los dioses sobre los campos cubiertos de rocío, por lo cual permanecieron escondidas detrás de las pálidas anémonas rosas y desde ahí bendijeron a Lirazel.
—Mi pueblo exige que un rey mágico los gobierne. Se equivocan en su juicio —dijo el rey—, y sólo los Oscuros que no muestran su rostro saben todo lo que esto acarreará: pero nosotros, que no lo sabemos, seguimos la vieja costumbre y hacemos lo que el pueblo dicta a través del parlamento. Es probable que cierto espíritu sabio que aún no conocen pueda todavía salvarlos. Anda entonces con el rostro hacia esa luz que brota desde el país de las hadas y que débilmente ilumina el crepúsculo que brota entre la puesta del sol y el surgimiento de las primeras estrellas, y eso habrá de guiarte hasta que llegues a la frontera y hayas dejado atrás los campos que conocemos.
Luego el rey se desabrochó una correa y un cinturón de piel y le entregó a su hijo su enorme espada, diciéndole:
—Esta espada, que ha cuidado de nuestra familia desde el principio de los tiempos hasta el día de hoy, sin duda te protegerá a lo largo de tu camino, incluso aunque te adentres más allá de los campos que conocemos.
Y el joven la tomó entre sus manos, aunque sabía que ninguna espada así le sería útil.
Cerca del castillo de Erl vivía una bruja solitaria, en una tierra alta junto al trueno, que solía descender por las colinas en verano. Ahí moraba sola aquella bruja en una estrecha cabaña de paja y deambulaba por los campos altos a solas para recolectar los rayos. Con estos rayos, desprovistos de toda forja terrenal, se creaban, en combinación con las runas apropiadas, las armas con que era posible defenderse de las fuerzas del más allá.
Y sola vagaba esta bruja con ciertas corrientes de primavera, adquiriendo la forma de una joven en su esplendor, cantando entre las flores altas por los jardines de Erl. Salía a la hora en que las polillas halcón saltaban por vez primera de una campanilla a la otra. Y entre los pocos que la habían visto estaba este hijo del rey de Erl. Aunque era trágico enamorarse de ella, pues arrancaba toda verdad del pensamiento de los hombres, la belleza de esa forma que no le pertenecía lo tentó a contemplarla con sus jóvenes ojos profundos, hasta que —ningún mortal sabrá qué fue lo que la movió, si lástima o adulación— aquella bruja cuyas artes oscuras pudieron destruirlo decidió perdonarlo y, transformándose de inmediato en medio de aquel jardín, le mostró el aspecto legítimo de una bruja mortífera. Incluso después de aquella metamorfosis, no le quitó la mirada de encima ni por un instante y, en el momento en que la fijó en aquella silueta marchitada que aparecía entre las malvarrosas, el príncipe se hizo acreedor a la gratitud de la bruja de un modo que no se puede comprar ni adquirir de ninguna forma conocida por los cristianos. Ella lo llamó con un gesto y él atendió a su llamado y recibió en aquella colina encantada por el trueno la promesa de que, si llegase un día en que la necesitase, ella podría crear una espada hecha de materiales no surgidos de la Tierra, con runas que llevadas por la brisa resistirían los embates de cualquier espada terrenal y, con excepción de tres runas maestras, podría destruir todas las armas del País de los Elfos.
Mientras recibía la espada de manos de su padre, el joven pensó en la bruja.
Apenas anochecía en el valle cuando dejó el castillo de Erl, y ascendió con tal prontitud la colina de la bruja que una tenue luz aún persistía sobre los páramos más elevados cuando se acercó a la cabaña de aquella que buscaba, y la encontró quemando huesos en una fogata al aire libre. Le dijo que el día de hacerle cumplir su promesa había llegado. Y ella le ordenó que recolectara rayos de su jardín, de la tierra suave bajo las coles.
Y ahí, con ojos a los que se les dificultaba ver cada vez más y con dedos que poco a poco se acostumbraban a la curiosa superficie de los rayos, recogió diecisiete rayos antes de que la noche cayera por completo: los envolvió en un pañuelo satinado y los llevó de vuelta a donde la bruja.
Sobre el césped, junto a ella, posó aquellos objetos ajenos a la Tierra. Provenientes de espacios maravillosos, llegaban a su jardín mágico sacudidos por el trueno de senderos que no podemos pisar; y a pesar de no contener magia en sí mismos, eran óptimos portadores de la magia que sus runas pudieran conferirles. Dejó a un lado el fémur de un materialista y se giró hacia aquellos vagabundos tormentosos. Los acomodó en línea recta al lado del fuego y sobre ellos dejó caer los leños ardientes y las brasas, que empujó con el palo de ébano que es el cetro de las brujas, hasta cubrir por completo aquellos diecisiete primos de la Tierra que nos habían visitado desde su hogar etéreo. Dio un paso atrás y estiró los brazos, y de pronto hizo estallar el fuego en una runa aterradora. Las llamas se hincharon con asombro. Y lo que hasta entonces había sido una fogata solitaria en medio de la noche, sin ningún otro misterio que no fuera el de los fuegos comunes, tronó de pronto con la capacidad de horrorizar a cualquier mortal.
A medida que las llamas verduzcas, aguijoneadas por las runas, se alzaban de golpe, y que el calor de las brasas se intensificaba, ella se alejaba más y más, y a medida que se alejaba enunciaba las runas con más fuerza. Ordenó a Álveric que apilara los leños, oscuros leños de roble que obstruían el páramo,y de golpe, a medida que los soltaba, el calor los devoraba con entusiasmo; y la bruja seguía pronunciando las runas cada vez más alto, y las llamas verdes danzaban, salvajes; y debajo de las brasas los diecisiete, cuyo camino se había cruzado con la Tierra mientras vagaban en libertad, encaraban el fuego más ardiente que jamás hubieran conocido, más incluso que el del viaje desesperado que los había llevado hasta ahí. Cuando Álveric ya no pudo acercarse al fuego y la bruja estaba ya a varios metros de distancia gritando las runas, las llamas mágicas se tragaron todas las cenizas, y aquel presagio que había estallado en la colina de pronto cesó y dejó apenas un círculo que resplandecía burdamente en el suelo, como el estanque maléfico que brilla donde la termita explota. Y, con un resplandor plano y forma aún líquida, yacía la espada.
La bruja se acercó y recortó los bordes con una espada que desenvainó del muslo. Luego se sentó en el piso junto a ella y le cantó mientras se enfriaba. Nada tenía que ver esta canción con las runas que había usado para encolerizar las llamas: ella, cuyas maldiciones habían acribillado el fuego hasta devorar enormes leños de roble, canturreaba ahora una melodía como un viento veraniego que sopla desde jardines de madera salvaje de los que ningún hombre se ocupa hasta llegar a los valles que alguna vez amaron los niños pero que ahora sólo pueden volver a ver en sueños; una canción cuyos recuerdos acechan y se esconden en los confines del olvido, desde donde echan de pronto un vistazo a algún momento dorado propio de los años más maravillosos y luego, con suavidad, salen a rastras de la remembranza para llevarnos a las sombras del olvido, y dejan en la mente las huellas más distantes de pequeños pies brillantes que solemos llamar arrepentimiento cuando a media luz los percibimos. Cantó sobre los viejos mediodías de verano en época de campánulas: cantó en aquel elevado y oscuro páramo una canción que parecía tan llena de mañanas y anocheceres, preservados con todo su rocío gracias a la magia de tiempos por demás perdidos, que Álveric se preguntó si cada una de esas alas errantes que su fuego había atraído al anochecer no sería el fantasma de algún día eternamente perdido