La hija del rey del País de los Elfos. Lord Dunsany
una nana para su hijo en todo el valle y las tierras altas, pero le fue difícil encontrar una que fuera digna de estar al cuidado de quien provenía del linaje real del País de los Elfos; las que sí lo eran le temían a la luz, no a la de nuestra tierra o nuestro cielo, sino a la que parecía refulgir en los ojos del bebé. Al final, subió una airosa mañana a la colina de la bruja solitaria, a quien encontró sentada de brazos cruzados en el umbral de su hogar, sin nada que maldecir ni bendecir.
—Y bien —dijo la bruja—, ¿la espada te trajo fortuna?
—¿Cómo saber qué nos trae fortuna si no podemos avistar el final? —contestó Álveric.
Habló con voz cansada, pues estaba agotado por la edad y no sabía cuántos años habían pasado por él durante aquel día en el que viajó al País de los Elfos, pero parecían ser más de los que habían pasado por Erl el mismo día.
—Así es —dijo la bruja—; ¿quién, a excepción de nosotros, sabe cuál será el final?
—Madre bruja —intervino Álveric—, desposé a la hija del rey del País de los Elfos.
—Es un gran progreso —contestó la anciana bruja.
—Madre bruja —continuó Álveric—, hemos tenido un hijo. ¿Quién habrá de cuidar de él?
—No es tarea propia de un ser humano —dijo la bruja.
—Madre bruja —dijo Álveric—, ¿vendrías al valle de Erl a cuidarlo y a ser su nana en el castillo? Nadie más que tú en estos campos sabe algo sobre el País de los Elfos, salvo por la princesa, pero ella no sabe nada sobre la Tierra.
Ante eso, la anciana bruja respondió:
—Por el bien del rey, lo haré.
De ese modo, la bruja descendió la colina con un fardo de extrañas pertenencias. Y en los campos que conocemos, el niño quedó al cuidado de alguien que sabía canciones y relatos del país de su madre.
Con frecuencia, asomadas viendo al bebé, la anciana bruja y la princesa Lirazel conversaban durante largas tardes de cosas que Álveric desconocía; a pesar de todos sus años de vida y la sabiduría que había acumulado durante un siglo y que permanecía oculta a los hombres, era la bruja quien aprendía de aquellas conversaciones y la princesa Lirazel quien le enseñaba. Sin embargo, de los caminos de la Tierra, Lirazel no sabía nada.
Y aquella anciana bruja tanto atendía y reconfortaba al bebé que éste jamás lloró, pues ella tenía un hechizo de hacer brillar la mañana y un hechizo de alegrar el día, un hechizo para calmar la tos y un hechizo para que el cuarto del chiquillo fuera cálido y agradable y espectral, con una chimenea cuyos leños mágicos se encendían al escucharlo y proyectaban en el techo sombras alargadas de las oscuras cosas cercanas que se agitaban con júbilo. Y el niño estuvo al cuidado de Lirazel y de la bruja como suelen estar los niños que están bajo el cuidado de madres simplemente humanas, pero aprendió también las melodías y las runas que otros niños jamás escucharían en los campos que conocemos.
La anciana bruja se paseaba por la habitación del bebé con su báculo negro y protegía al pequeño con sus runas. Si una corriente se filtraba por las grietas en las noches de viento, ella tenía un hechizo para calmarla; también un hechizo para encantar la canción que entonaba la tetera, hasta que su melodía trajera consigo insinuaciones de noticias extrañas provenientes de lugares ocultos bajo la neblina. Y el niño creció aprendiendo los misterios de valles lejanos que jamás había visto con sus ojos. Por las noches, la anciana alzaba su báculo de ébano frente a la chimenea y, entre las sombras, las encantaba y las hacía bailar para él. Y ellas tomaban toda clase de formas bondadosas y malvadas, y bailaban para complacer al bebé, de modo que éste creció aprendiendo no sólo acerca de las cosas que guarda la Tierra: cerdos, árboles, camellos, cocodrilos, lobos y patos, caninos leales y terneras bonachonas, sino también sobre las cosas oscuras a las que los hombres temen y aquello que intuyen y anhelan. En esas noches, las cosas que ocurrían y las criaturas existentes se dibujaban en los muros de aquella habitación infantil, de modo que el niño se familiarizó con los campos que conocemos. Y en las tardes cálidas la bruja lo llevaba a pasear al pueblo y los perros le ladraban a la figura espectral sin atreverse a acercarse, pues un pajecillo los seguía con el báculo de ébano. Y los perros, que saben poco, pero saben qué tan lejos puede un hombre lanzar una piedra y si es capaz de golpearlos o si no se atreve, sabían también que no se trataba de un báculo cualquiera. De modo que mantenían su distancia de aquel inusual bastón negro que cargaba el paje, pero gruñían y hacían que los pueblerinos se asomaran. A todos les alegraba ver que el joven heredero tenía una nana mágica, y decían “Hela ahí a la bruja Ziroonderel” y declaraban que lo criaría bajo los auténticos principios de la hechicería y que así su reino poseería la magia que volvería famoso al valle. Y entonces golpeaban a los perros hasta que se escabullían al interior de las casas, sin que por ello renunciaran a sus sospechas. De modo que cuando los hombres se dirigían a la herrería de Narl y sus hogares quedaban en silencio bajo la luz de la luna, y las ventanas de Narl se iluminaban y se distribuía la aguamiel, y los hombres hablaban sobre el futuro de Erl cada vez con más voces fundiéndose en el relato de la gloria futura, los perros, cautelosos, salían a las calles arenosas y aullaban.
A la habitación elevada entraba Lirazel, trayendo consigo un brillo del que carecían los hechizos de la docta bruja, y le cantaba a su hijo las melodías que nadie puede cantarnos aquí, pues fueron aprendidas del otro lado de la frontera crepuscular y fueron compuestas por cantantes imperturbables por el tiempo. Y a pesar de las maravillas contenidas en aquellas canciones, provenientes de lugares muy alejados de los campos que conocemos y de tiempos remotos de los que los historiadores no hablan; y aunque a los hombres les asombraba su peculiaridad cuando en los días de verano se escapaban por las ventanas abiertas y peregrinaban hasta Erl, ninguno se maravillaba tanto con ellas como se maravillaba la princesa con las maneras terrenales de su hijo y con las cosas de niño que hacía cada vez con más frecuencia conforme crecía. Y es que a ella todo lo humano le resultaba desconocido. Y ella lo amaba más que al reino de su padre, más que a los siglos relucientes de su juventud eterna y que al palacio del que sólo se habla en canciones.
En aquellos días, Álveric entendió que ella jamás se familiarizaría con las cosas mundanas, ni entendería a la gente que habitaba en el valle, ni leería los libros sabios sin reírse, ni les daría importancia a las maneras terrenales, ni se sentiría más cómoda en el castillo de Erl de lo que podría sentirse cualquier ser del bosque que Threl capturara y enjaulara en una casa. Tenía la esperanza de que Lirazel no tardara en aprender todo aquello que le resultaba tan desconocido, hasta que llegara el día en que las diferencias que existen entre nuestros campos y el País de los Elfos dejaran de atribularla; pero al final comprendió que las cosas que le resultaban extrañas siempre le resultarían extrañas, y que los siglos que había vivido en su hogar eterno no habían moldeado sus pensamientos ni sus gustos con tal ligereza como para que pudieran alterarlos unos cuantos años aquí. Cuando lo entendió, comprendió la verdad.
Entre los espíritus de Álveric y Lirazel había la distancia que separa a la Tierra del País de los Elfos; pero el amor era un puente que los mantenía unidos y podía incluso llevarlos más lejos; no obstante, cuando en el puente dorado él hacía una breve pausa y permitía que sus pensamientos se asomaran al golfo bajo sus pies, la mente se le aturdía y Álveric se estremecía. ¿Cómo sería el final?, se preguntó. Y temía que fuera a ser más extraño que el comienzo.
Y ella, ella no se daba cuenta de que debía saber algo. ¿Acaso su belleza no era suficiente? ¿Acaso un amante no había cruzado por fin aquellos jardines que relucían frente al palacio del que sólo se habla en canciones y la había rescatado de su destino solitario y de aquella calma perpetua? ¿No bastaba con que él hubiera ido a buscarla? ¿En verdad debía ella entender las cosas curiosas que hacían los hombres? ¿Acaso no debía jamás danzar en los caminos, jamás hablar con las cabras, jamás reír en los funerales, jamás cantar por las noches? ¿Por qué? ¿Para qué servía la alegría si era necesario ocultarla? ¿Acaso el júbilo debía rendirse ante el aburrimiento de estos campos extraños a los que había llegado? Entonces, un día vio que una mujer de Erl