La distancia entre nosotros. Reyna Grande

La distancia entre nosotros - Reyna Grande


Скачать книгу
a gritar Élida con los ojos bien abiertos por el miedo.

      Entró en la casa agarrando su larga trenza. Mago y yo nos miramos.

      —Mira lo que has hecho. Ahora sí que nos darán nuestro merecido —le dije.

      Creí que mi abuela nos golpearía con su cuchara de madera, o con una rama o una sandalia, como hacía siempre. En realidad, hubiera preferido una paliza a lo que pasó.

      Por la noche, cuando mi tía regresó del trabajo, la abuela Evila le pidió que se encargara de nuestros piojos. Mi tía le dio dinero a Mago para que fuera a comprar queroseno, un combustible realmente apestoso que se usa para encender las lámparas y también para matar los piojos. Los últimos rayos de luz desaparecían y la oscuridad caía sobre nosotros. Mi abuela quiso encender la bombilla del patio, pero no funcionaba. Esa noche no había luz. Trajo algunas velas y las colocó sobre el tanque de agua.

      Cuando Mago regresó con el queroseno, mi tía nos hizo sentar uno por uno.

      —¿Qué pasa si no funciona? —preguntó Élida.

      —Si el queroseno no sirve, ¡os cortaré todo el pelo! —dijo la abuela Evila.

      Al oír las palabras de mi abuela, me quedé helada. La tía Emperatriz me peinó con una lendrera y luego me hizo inclinar la cabeza hacia atrás y vertió un poco de queroseno sobre mi cabello. El olor hizo que empezara a marearme. Mi tía se aseguró de que todo el pelo se hubiera impregnado y entonces lo envolvió en una toalla y puso una bolsa de plástico sobre esta para inmovilizarla. Me quedé sentada, tan quieta que podía oír el zumbido de los mosquitos a mi alrededor. Me picaban en las piernas y brazos, pero el solo hecho de pensar que pudieran raparme la cabeza impedía que me moviera.

      —Ahora, a la cama —nos dijo mi tía cuando terminó—, pero manteneos lejos de las velas.

      Mi abuela nos había adjudicado una cama de dos plazas para que la compartiéramos los tres. Estaba en un rincón del dormitorio de mi abuelo. Yo dormía en el medio, entre Mago y Carlos, para no caerme al suelo. Por la noche nos acurrucábamos bien apretados, a pesar de que Carlos había comenzado a mojar la cama al poco tiempo de la partida de mamá.

      Pero esa noche no estaba preocupada porque me mojaran con pis. Fue una noche larga, ¡estábamos inquietos y no podíamos dormir! Lo único que quería hacer era rascarme, rascarme, rascarme, pero no podía. El abrumador olor del queroseno me mareaba, así que intentaba contener la respiración tanto como podía y, cuando mis pulmones ya no aguantaban más, tomaba otra bocanada de aire y sentía cómo mi cabeza daba vueltas como una peonza. Al final me llevé las manos a la toalla y tiré con fuerza de ella, porque ya no podía soportar el dolor.

      —No te la quites —me dijo Mago.

      —Me duele mucho —le contesté—. Necesito rascarme. Lo necesito de verdad.

      —¡Noto como si mi cabeza estuviera en llamas! —agregó Carlos—. No lo soporto más.

      —¡No lo hagas! —gritó Mago—. Nos cortarán el pelo si lo arruináis ahora.

      —¡No me importa! —le contestó Carlos, quitándose la toalla con un movimiento rápido.

      Media hora después, yo hice lo mismo.

      La abuela Evila cumplió su palabra. La tarde siguiente, cuando mi abuelo regresó del trabajo, le pidió que sacara la máquina de cortar el pelo y unas tijeras. El cabello de Carlos desapareció por completo. Pasamos nuestras manos sobre su cabeza rapada y notamos los cortos pelitos rasposos sobre nuestras palmas. Cuando Élida lo vio, estalló de risa.

      —Ahora sí que pareces un esqueleto. —Y comenzó a cantar una canción—: «La calavera, rapada entera. La calavera, rapada entera».

      Me reí porque era una canción graciosa y, además, podía imaginarme un esqueleto delgado y sin vida bailando con ese ritmo.

      —Regina, tu turno —dijo la abuela Evila.

      —¡Por favor, abuelita, no! —grité mientras ella me arrastraba hacia la silla.

      Mi abuelo me dio un cachete y me ordenó que me quedara quieta.

      —Tú decides si quieres moverte —dijo al ver que no me estaba quieta—. Después no me culpes del resultado.

      Me agité llorando y pidiendo a gritos que mi madre regresara. Me odiaba por haber sido tan débil la noche anterior y haberme quitado la toalla. Las lágrimas corrían por mi rostro mientras lloraba por mi cabello. Porque me encantaba mi cabello. Era lo único bonito que tenía, unos rizos tan perfectos que las mujeres se detenían en la calle para tocarlos mientras le decían a mi madre: «Qué pelo tan hermoso tiene su hija. Parece una muñeca», y mamá sonreía con orgullo.

      —¡No te muevas, Nena, le está saliendo muy mal! —me gritó Mago.

      Pero no la escuché, y las tijeras sonaron junto a mi oreja. Me agité aún más al ver mis rizos caer al suelo y sobre mis piernas, como si fueran los pétalos de una flor. Al rato, las gallinas de mi abuela aparecieron cacareando para ver qué estaba ocurriendo. Se acercaron hasta mis rizos y comenzaron a sacudirlos. Los pisaban y los arrastraban con sus patas por el suelo de tierra.

      Al final, cuando el abuelo Augurio terminó, corrí hasta el espejo. Mi cabello era ahora corto como el de un varón y estaba tan mal cortado que parecía que una vaca lo había arrancado a mechones. Me escondí bajo las sábanas. Miré la fotografía de papá colgada en la pared. Me había mirado en el espejo las veces suficientes para darme cuenta de que sus ojos rasgados eran iguales a los míos. Ambos teníamos una frente pequeña, mejillas grandes y una nariz bastante ancha. Y ahora, el cabello corto y negro.

      —¿Cuándo volverás? —le pregunté al Hombre Tras el Cristal—. ¿Me quieres?

      Deseaba tener una fotografía de mamá. Quería decirle que extrañaba estar con ella. Extrañaba ir al canal y sentarme sobre las rocas mientras ella lavaba nuestra ropa y me contaba historias. Cuando el agua estaba tranquila, me dejaba meterme y perseguir la espuma de jabón cada vez que sumergía la ropa para enjuagarla.

      Extrañaba ir a visitar a la abuelita Chinta y echar una siesta en su cama mientras ellas hablaban. Extrañaba dormirme escuchando la voz de mamá y el arrullo de las palomas de mi abuela. Y también echaba de menos acurrucarme con ella en la cama que antes compartía con papá. Mago y yo siempre tratábamos de darle calor a mamá para que no lo extrañara tanto.

      Mago entró y me dijo que era hora de cenar. La miré y el odio me invadió porque a ella no le habían cortado el cabello. Resistió la condenada picazón toda la noche y, cuando se levantó por la mañana, los piojos estaban todos muertos. Aunque se lavó el cabello veinte veces con el champú de la tía Emperatriz, que olía a rosas, aún apestaba a queroseno. Pero al menos no parecía un varón.

      —Déjame sola —le dije.

      —Vamos, Nena, ven a comer.

      A mi panza no le importaba que mi cabello se hubiera echado a perder. Rugía de hambre, y no tuve más opción que ir hacia la cocina, donde todos podían verme. La tía Emperatriz, que estaba trabajando cuando me cortaron el cabello, suspiró sorprendida al verme.

      —Ay, madre, ¿qué le has hecho a esta pobre niña? —preguntó.

      —¿Qué niña? ¿No es Carlos? —dijo Élida. Cuando la miré, comenzó a reírse y agregó—: Ups, creía que eras tu hermano.

      Esa noche soñé con mamá. En el sueño, ella estaba lavando mi largo cabello negro con jugo de limón y lo acariciaba con tanta suavidad que me hacía suspirar de placer. Me desperté con un dolor en el corazón y muchas ganas de llorar. Luego me di cuenta de que Carlos había mojado la cama y de que yo estaba empapada.

       4

      Estuvimos seis meses en casa de la abuela Evila, y fue peor que estar en prisión. No nos dejaba salir a menos que fuera


Скачать книгу