Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas. Benito Pérez Galdós

Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - Benito Pérez Galdós


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edificios cuya blancura descollaba entre el verde. Los grupos de árboles la tapaban a trechos; después la descubrían. «Ya estamos en Valencia, chiquilla; mírala allí».

      Valencia era la ciudad mejor situada del mundo, según dijo un agudo observador, por estar construida en medio del campo. Poco después, los esposos, empaquetados dentro de una tartana, penetraban por las calles angostas y torcidas de la ciudad campestre. «¡Pero qué país, hijo!... Si esto parece un biombo... ¿A dónde nos lleva este hombre?».—«A la fonda sin duda».

      A media noche, cuando se retiraron fatigados a su domicilio después de haber paseado por las calles y oído media Africana en el teatro de la Princesa, Jacinta sintió que de repente, sin saber cómo ni por qué, la picaba en el cerebro el gusanillo aquel, la idea perseguidora, la penita disfrazada de curiosidad. Juan se resistió a satisfacerla, alegando razones diversas. «No me marees, hija... Ya te he dicho que quiero olvidar eso...».

      —Pero el nombre, nene , el nombre nada más. ¿Qué te cuesta abrir la boca un segundo?... No creas que te voy a reñir, tontín.

      Hablando así se quitaba el sombrero, luego el abrigo, después el cuerpo, la falda, el polisón , y lo iba poniendo todo con orden en las butacas y sillas del aposento. Estaba rendida y no veía las santas horas de dar con sus fatigadas carnes en la cama. El esposo también iba soltando ropa. Aparentaba buen humor; pero la curiosidad de Jacinta le desagradaba ya. Por fin, no pudiendo resistir a las monerías de su mujer, no tuvo más remedio que decidirse. Ya estaban las cabezas sobre las almohadas, cuando Santa Cruz echó perezoso de su boca estas palabras:

      «Pues te lo voy a decir; pero con la condición de que en tu vida más... en tu vida más me has de mentar ese nombre, ni has de hacer la menor alusión... ¿entiendes? Pues se llama...».

      —Gracias a Dios, hombre. Le costaba mucho trabajo decirlo. La otra le ayudaba.

      —Se llama For...

      —For... narina.

      —No. For... tuna...

      —Fortunata.

      —Eso... Vamos, ya estás satisfecha.

      —Nada más. Te has portado, has sido amable. Así es como te quiero yo.

      Pasado un ratito, dormía como un ángel... dormían los dos.

      «¿Sabes lo que se me ha ocurrido?—dijo Santa Cruz a su mujer dos días después en la estación de Valencia—. Me parece una tontería que vayamos tan pronto a Madrid. Nos plantaremos en Sevilla. Pondré un parte a casa».

      Al pronto Jacinta se entristeció. Ya tenía deseos de ver a sus hermanas, a su papá y a sus tíos y suegros. Pero la idea de prolongar un poco aquel viaje tan divertido, conquistó en breve su alma. ¡Andar así, llevados en las alas del tren, que algo tiene siempre, para las almas jóvenes, de dragón de fábula, era tan dulce, tan entretenido...!

      Vieron la opulenta ribera del Júcar, pasaron por Alcira, cubierta de azahares, por Játiva la risueña; después vino Montesa, de feudal aspecto, y luego Almansa en territorio frío y desnudo. Los campos de viñas eran cada vez más raros, hasta que la severidad del suelo les dijo que estaban en la adusta Castilla. El tren se lanzaba por aquel campo triste, como inmenso lebrel, olfateando la vía y ladrando a la noche tarda, que iba cayendo lentamente sobre el llano sin fin. Igualdad, palos de telégrafo, cabras, charcos, matorrales, tierra gris, inmensidad horizontal sobre la cual parecen haber corrido los mares poco ha; el humo de la máquina alejándose en bocanadas majestuosas hacia el horizonte; las guardesas con la bandera verde señalando el paso libre, que parece el camino de lo infinito; bandadas de aves que vuelan bajo, y las estaciones haciéndose esperar mucho, como si tuvieran algo bueno... Jacinta se durmió y Juanito también. Aquella dichosa Mancha era un narcótico. Por fin bajaron en Alcázar de San Juan, a media noche, muertos de frío. Allí esperaron el tren de Andalucía, tomaron chocolate, y vuelta a rodar por otra zona manchega, la más ilustre de todas, la Argamasillesca.

      Pasaron los esposos una mala noche por aquella estepa, matando el frío muy juntitos bajo los pliegues de una sola manta, y por fin llegaron a Córdoba, donde descansaron y vieron la Mezquita, no bastándoles un día para ambas cosas. Ardían en deseos de verse en la sin par Sevilla... Otra vez al tren. Serían las nueve de la noche cuando se encontraron dentro de la romántica y alegre ciudad, en medio de aquel idioma ceceoso y de los donaires y chuscadas de la gente andaluza. Pasaron allí creo que ocho o diez días, encantados, sin aburrirse ni un solo momento, viendo los portentos de la arquitectura y de la Naturaleza, participando del buen humor que allí se respira con el aire y se recoge de las miradas de los transeúntes. Una de las cosas que más cautivaban a Jacinta era aquella costumbre de los patios amueblados y ajardinados, en los cuales se ve que las ramas de una azalea bajan hasta acariciar las teclas del piano, como si quisieran tocar. También le gustaba a Jacinta ver que todas las mujeres, aun las viejas que piden limosna, llevan su flor en la cabeza. La que no tiene flor se pone entre los pelos cualquier hoja verde y va por aquellas calles vendiendo vidas.

      Una tarde fueron a comer a un bodegón de Triana, porque decía Juanito que era preciso conocer todo de cerca y codearse con aquel originalísimo pueblo, artista nato, poeta que parece pintar lo que habla, y que recibió del Cielo el don de una filosofía muy socorrida, que consiste en tomar todas las cosas por el lado humorístico, y así la vida, una vez convertida en broma, se hace más llevadera. Bebió el Delfín muchas cañas, porque opinaba con gran sentido práctico que para asimilarse a Andalucía y sentirla bien en sí, es preciso introducir en el cuerpo toda la manzanilla que este pueda contener. Jacinta no hacía más que probarla y la encontraba áspera y acídula, sin conseguir apreciar el olorcillo a pero de Ronda que dicen que tiene aquella bebida.

      Retiráronse de muy buen humor a la fonda, y al llegar a ella vieron que en el comedor había mucha gente. Era un banquete de boda. Los novios eran españoles anglicanizados de Gibraltar. Los esposos Santa Cruz fueron invitados a tomar algo, pero lo rehusaron; únicamente bebieron un poco de Champagne, por que no dijeran. Después un inglés muy pesado, que chapurraba el castellano con la boca fruncida y los dientes apretados, como si quisiera mordiscar las palabras, se empeñó en que habían de tomar unas cañas. «De ninguna manera... muchas gracias». —«¡Ooooh!, sí»... El comedor era un hervidero de alegría y de chistes, entre los cuales empezaban a sonar algunos de gusto dudoso. No tuvo Santa Cruz más remedio que ceder a la exigencia de aquel maldito inglés, y tomando de sus manos la copa, decía a media voz: «Valiente curdela tienes tú». Pero el inglés no entendía... Jacinta vio que aquello se iba poniendo malo. El inglés llamaba al orden, diciendo a los más jóvenes con su boquita cerrada que tuvieran fundamenta. Nadie necesitaba tanto como él que se le llamase al orden, y sobre todo, lo que más falta le hacía era que le recortaran la bebida, porque aquello no era ya boca, era un embudo. Jacinta presintió la jarana, y tomando una resolución súbita, tiró del brazo a su marido y se lo llevó, a punto que este empezaba a tomarle el pelo al inglés.

      «Me alegro—dijo el Delfín, cuando su mujer le conducía por las escaleras arriba—; me alegro de que me hubieras sacado de allí, porque no puedes figurarte lo que me iba cargando el tal inglés, con sus dientes blancos y apretados, con su amabilidad y su zapatito bajo... Si sigo un minuto más, le pego un par de trompadas... Ya se me subía la sangre a la cabeza...».

      Entraron en su cuarto, y sentados uno frente a otro, pasaron un rato recordando los graciosos tipos que en el comedor estaban y los equívocos que allí se decían. Juan hablaba poco y parecía algo inquieto. De repente le entraron ganas de volver abajo. Su mujer se oponía. Disputaron. Por fin Jacinta tuvo que echar la llave a la puerta.

      «Tienes razón—dijo Santa Cruz dejándose caer a plomo sobre la silla.—Más vale que me quede aquí... porque si bajo, y vuelve el mister con sus finuras, le pego... Yo también sé boxear ».

      Hizo el ademán del box , y ya entonces su mujer le miró muy seria.

      —Debes


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