Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas. Benito Pérez Galdós
se remontó y dijo que él no tenía colocaciones. ¡Y un judío portero me puso en la calle! ¡Re-contra-hostia!, ¡si viviera Calvo Asensio!, aquel sí era un endivido que sabía las comenencias, y el tratamiento de las personas verídicas. ¡Vaya un amigo que me perdí! Toda la Inclusa era nuestra, y en tiempo leitoral, ni Dios nos tosía, ni Dios, ¡hostia!... ¡Aquél sí, aquél sí!... A cuenta que me cogía del brazo y nos entrábamos en un café, o en la taberna a tomar una angelita... porque era muy llano y más liberal que la Virgen Santísima. ¿Pero estos de ahora?... es la que dice; ni liberales ni repoblicanos, ni na. Mirosté a ese Pi... un mequetrefe. ¿Y Castelar?, otro mequetrefe. ¿Y Salmerón?, otro mequetrefe. ¿Roque Barcia?, mismamente. Luego, si es caso, vendrán a pedir que les ayudemos, ¿pero yo...? No me pienso menear; basta de yeciones. Si se junde la Repóblica que se junda, y si se junde el judío pueblo, que se junda también».
Apuró de nuevo el vaso, y el otro José admiraba igualmente su facundia y su receptividad de bebedor. Izquierdo soltó luego una risa sarcástica, prosiguiendo así:
«Dicen que les van a traer a Alifonso... ¡Pa chasco! Por mí que lo traigan. A cuenta que es como si verídicamente trajeran al Terso. Es la que se dice: pa mí lo mismo es blanco que negro. Óigame lo bueno: El año pasado, estando en Alcoy, los carcas me jonjabaron. Me corrí a la partida de Callosa de Ensarriá y tiré montón de tiros a la Guardia Cevil. ¡Qué yeción ! Salta por aquí, salta por allá. Pero pronto me llamé andana porque me habían hecho contrata de medio duro diario, y los rumbeles solutamente no paicían. Yo dije: 'José mío, güélvete liberal, que lo de carca no tercia'. Una nochecita me escurrí, y del tirón me jui a Barcelona, donde la carpanta fue tan grande, maestro, que por poco doy las boqueás. ¡Ay!, tocayo, si no es porque se me terció encontrarme allí con mi sobrina Fortunata, no la cuento. Socorriome... es buena chica, y con los cuartos que me dio, trinqué el judío tren, y a Madriz...».
—Entonces—dijo Ido, fatigado de aquel relato incoherente, y de aquel vocabulario grotesco—, recogió usted a ese precioso niño...
Buscaba Ido la novela dentro de aquella gárrula página contemporánea; pero Izquierdo, como hombre de más seso, despreciaba la novela para volver a la grave historia.
«Allego y me aboco con los comiteles y les canto claro: '¿Pero señores, nos acantonamos o no nos acantonamos?... porque si no va a haber aquí unayeción. ¡Se reían de mí!... ¡pillos! ¡Como que estaban vendidos al moderaísmo!... Sabusté tocayo, ¿con qué me motejaban aquellos mequetrefes? Pues na; con que yo no sé leer ni escribir: No es todo lo verídico, ¡hostia!, porque leer ya sé, aunque no del todo lo seguío que se debe. Como escribir, no escribo porque se me corre la tinta por el dedo... ¡Bah!, es la que se dice: los escribidores, los periodiqueros, y los publicantones son los que han perdío con sus tiologías a esta judía tierra, maestro».
Ido tardó mucho tiempo en apoyar esto, por ser quien era; pero Izquierdo le apretó el brazo con tanta fuerza, que al fin no tuvo más remedio que asentir con una cabezada, haciendo la reserva mental de que sólo por la violencia daba su autorizado voto a tal barbaridad.
«Entonces, tocayo de mi arma, viendo que me querían meter en el estaribel y enredarme con los guras, tomé el olivo y no juimos a Cartagena. ¡Ay, qué vida aquella! ¡Re-hostia! A mí me querían hacer menistro de la Gubernación; pero dije que nones. No me gustan suponeres. A cuenta que salimos con las freatas por aquellos mares de mi arma. Y entonces, que quieras que no, me ensalzaron a tiniente de navío, y estaba mismamente a las órdenes del general Contreras, que me trataba de tú. ¡Ay qué hombre y qué buen avío el suyo! Parecía verídicamente el gran turco con su gorro colorao. Aquello era una gloria. ¡Alicante, Águilas! Pelotazo va, pelotazo viene. Si por un es caso nos dejan, tocayo, nos comemos el santísimo mundo y lo acantonamos toíto... ¡Orán! ¡Ay qué mala sombra tiene Orán y aquel judío vu de los franceses que no hay cristiano que lo pase!... Me najo de allí, güelvo a mi Españita, entro en Madriz mu callaíto, tan fresco... ¿a mí qué?... y me presento a estos tiólogos, mequetrefes y les digo: 'Aquí me tenéis, aquí tenéis a la personalidá del endivido verídico que se pasó la santísima vida peleando como un gato tripa arriba por las judías libertades... Matarme, hostia, matarme; a cuenta que no me queréis colocar...'. ¿Usté me hizo caso? Pues ellos tampoco. Espotrica que te espotricarás en las Cortes, y el santísimo pueblo que reviente. Y yo digo que es menester acantonar a Madriz, pegarte fuego a las Cortes, al Palacio Real, y a lo judíos ministerios, al Monte de Piedad, al cuartel de la Guardia Cevil y al Dipósito de las Aguas, y luego hacer un racimo de horca con Castelar, Pi, Figueras, Martos, Bicerra y los demás, por moderaos, por moderaos...».
- vi -
Dijo el por moderaos hasta seis veces, subiendo gradualmente de tono, y la última repetición debió de oírse en el puente de Toledo. El otro José estaba muy aturdido con la bárbara charla del grande hombre, el más desgraciado de los héroes y el más desconocido de los mártires. Su máscara de misantropía y aquella displicencia de genio perseguido eran natural consecuencia de haber llegado al medio siglo sin encontrar su asiento, pues treinta años de tentativas y de fracasos son para abatir el ánimo más entero. Izquierdo había sido chalán, tratante en trigos, revolucionario, jefe de partidas, industrial, fabricante de velas, punto figurado en una casa de juego y dueño de una chirlata ; había casado dos veces con mujeres ricas, y en ninguno de estos diferentes estados y ocasiones obtuvo los favores de la voluble suerte. De una manera y otra, casado y soltero, trabajando por su cuenta y por la ajena, siempre mal, siempre mal, ¡hostia!
La vida inquieta, las súbitas apariciones y desapariciones que hacía, y el haber estado en gurapas algunas temporadillas rodearon de misterio su vida, dándole una reputación deplorable. Se contaban de él horrores. Decían que había matado a Demetria, su segunda mujer, y cometido otros nefandos crímenes, violencias y atropellos. Todo era falso. Hay que declarar que parte de su mala reputación la debía a sus fanfarronadas y a toda aquella humareda revolucionaria que tenía en la cabeza. La mayor parte de sus empresas políticas eran soñadas, y sólo las creían ya poquísimos oyentes, entre los cuales Ido del Sagrario era el de mayores tragaderas. Para completar su retrato, sépase que no había estado en Cartagena. De tanto pensar en el dichoso cantón, llegó sin duda a figurarse que había estado en él, hablando por los codos de aquellas tremendas yeciones y dando detalles que engañaban a muchos bobos. Lo de la partida de Callosa sí parece cierto.
También se puede asegurar, sin temor de que ningún dato histórico pruebe lo contrario, que Platón no era valiente, y que, a pesar de tanta baladronada, su reputación de braveza empezaba a decaer como todas las glorias de fundamento inseguro. En los tiempos a que me refiero, el descrédito era tal que la propia vanidad platónica estaba ya por los suelos. Principiaba a creerse una nulidad, y allá en sus soliloquios desesperados, cuando le salía mal alguna de las bajezas con que se procuraba dinero, se escarnecía sinceramente, diciéndose: «soy pior que una caballería; soy más tonto que un cerrojo; no sirvo absolutamente para nada». El considerar que había llegado a los cincuenta años sin saber plumear y leyendo sólo a trangullones, le hacía formar de su endivido la idea más desventajosa. No ocultaba su dolor por esto, y aquel día se lo expresó a su tocayo con sentida ingenuidad:
«Es una gaita esto de no saber escribir... ¡Hostia!, si yo supiera... Créalo: ese es el por qué de la tirria que me tiene Pi».
Don José no le contestó. Estaba doblado por la cintura, porque el digerir las dos enormes chuletas que se había atizado, no se presentaba como un problema de fácil solución. Izquierdo no reparó que a su amigo le temblaba horriblemente el párpado, y que las carúnculas del cuello y los berrugones de la cara, inyectados y turgentes, parecían próximos a reventar. Tampoco se fijó en la inquietud de D. José, que se movía en el asiento como si este tuviese espinas; y volviendo a lamentarse de su destino, se dejó decir: «Porque no hacen solutamente estimación de los verídicos hombres del mérito. Tanto mequetrefe colocao, y a nosotros, tocayo, a estos dos hombres de calidá nadie les ensalza. A cuenta de ellos se lo pierden; porque usted, ¡hostia!, sería un lince para la Destrución pública, y yo... yo».
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