Obras de Jack London. Jack London
también su vergüenza. Leclère, por su parte, sentía pasión por la música, tanta como la que sentía por la bebida. Y cuando su alma clamaba por manifestarse, normalmente elegía una de estas dos formas de expresión y la mayoría de las veces las dos. Cuando estaba bebido, una inspiración musical inundaba su cerebro, y el demonio que en él habitaba se alzaba rampante, lo que lo capacitaba a llevar a cabo la satisfacción mayor de su alma: torturar a Bâtard.
-Y ahora, disfrutaremos de un poquito de música -solía decir-. ¿Eh? ¿Qué te parece, Bâtard?
No era más que una vieja armónica muy usada, conservada con gran cariño y reparada con paciencia, pero no había otra mejor, y de sus lengüetas plateadas extraía misteriosas y errantes melodías que aquellos hombres no habían oído nunca. Entonces, Bâtard, con la garganta enmudecida y los dientes fuertemente apretados, retrocedía, palmo a palmo, hasta la esquina más alejada de la cabaña. Y Leclère, sin dejar de tocar y con el garrote bajo el brazo, perseguía al animal, palmo a palmo, paso a paso, hasta que ya no podía retroceder más.
Al principio, Bâtard se acurrucaba en el espacio más pequeño que podía, arrastrándose pegado al suelo, pero, según se iba acercando la música, se veía obligado a incorporarse, con la espalda incrustada en los leños de la pared y agitando en el aire las patas delanteras como si quisiera espantar las ondulantes ondas de sonido. Seguía con los dientes apretados, pero su cuerpo se veía afectado por fuertes contracciones musculares, extraños retorcimientos y convulsiones, hasta que todo él terminaba temblando y retorciéndose en un tormento silencioso. Cuando perdía el control, se le abrían las mandíbulas espasmódicamente, y salían intensas vibraciones guturales de un registro demasiado bajo para que el oído humano las pudiera captar. Y después se le abrían los agujeros de la nariz, se le dilataban los ojos, se le ponía el pelo de punta, rabioso por la impotencia, y surgía el dilatado aullido de lobo. Comenzaba con una indistinta nota ascendente que se iba engrosando hasta un estallido de sonido que rompía el corazón, y luego iba desvaneciéndose en una triste cadencia, y luego, otra vez la nota que subía, octava tras octava, el quebranto del corazón, la infinita pena y tristeza desvaneciéndose, desapareciendo, cayendo y muriendo lentamente.
Era un auténtico infierno. Y Leclère, con una intuición diabólica, parecía adivinar su enervamiento y la convulsión de su corazón, y entre lamentos, temblores y los más gravítonos sollozos le arrancaba el último jirón de su pena. Daba miedo, y durante las veinticuatro horas siguientes Bâtard estaba nervioso y tenso, saltando ante los ruidos más corrientes, persiguiendo a su propia sombra, pero, sobre todo, cruel y dominante con sus compañeros de equipo. No mostraba ninguna señal de estar compungido, sino que cada vez estuvo más hosco y taciturno, esperando que llegara su hora con una paciencia inescrutable que comenzó a desorientar y crear zozobra en Leclère. El perro yacía frente a la luz del fuego, sin moverse, durante horas, mirando fijamente a Leclère, que estaba ante él, y mostrándole su odio a través de la amargura de sus ojos.
A menudo sentía el hombre que se había introducido en la misma esencia de la vida: esa esencia invencible que impele al halcón a través de los cielos como un rayo emplumado, que guía al gran pato gris por los parajes, que impulsa al salmón preñado a lo largo de cinco mil kilómetros del impetuoso caudal del Yukon. En tales ocasiones se sentía empujado a expresar la invencible esencia de su vida, y con abundante alcohol, música enloquecedora y Bâtard, se entregaba a grandes orgías, en las que con sus limitadas fuerzas se sentía capaz de cualquier cosa, y desafiaba a cuanto existía, había existido y estaba por venir.
-Ahí hay algo -afirmaba, mientras que la música que surgía de las fantasías de su mente tocaba las cuerdas secretas del ser de Bâtard, dando lugar al largo y fúnebre aullido.
-Consigo que salga con mis dos manos. ¡Así, así! ¡Ja, ja! Es cómico. Es muy cómico. Los sacerdotes cantan salmos, las mujeres rezan, los hombres blasfeman, los pajaritos hacen «pío-pío», y Bâtard hace «guau-guau», y todo es la misma cosa. ¡Ja, ja!
El padre Gautier, un valioso sacerdote, en cierta ocasión lo reprendió, dándole ejemplos concretos del castigo que le podía acarrear su perdición. Nunca volvió a hacerlo.
-Puede que sea así, padre -contestó-. Pero yo creo que pasaré por el infierno como un chasquido, como la cicuta en el fuego. ¿No le parece, padre?
Pero todas las cosas malas terminan alguna vez, igual que las buenas, y así ocurrió con Leclère. Con la bajada de las aguas del verano partió de McDougall para Sunrise en una balsa de pértiga. Se fue de McDougall en compañía de Timothy Brown y llegó a Sunrise solo. Además, se supo que habían peleado antes de partir, porque el Lizzie, un estrepitoso vapor de ruedas de diez toneladas, veinticuatro horas más tarde, cargó con Leclère durante tres días. Y cuando éste embarcó lo hizo con un inconfundible agujero de bala atravesándole el hombro y una historia sobre una emboscada y un asesinato.
En Sunrise había habido una huelga y la situación era muy distinta. Con la invasión de varios cientos de buscadores de oro, whisky en abundancia y media docena de jugadores profesionales bien equipados, el misionero había visto tirada por la borda su labor de años con los indios. Cuando las mujeres indias empezaron a dedicarse a guisar los frijoles y a mantener el fuego vivo para los mineros sin esposa, y los hombres a cambiar sus cálidas pieles por botellas negras y relojes rotos, él se metió en la cama, dijo «Santo cielo» y partió para rendir su última cuenta en una caja alargada y de tosca madera. Tras lo cual los jugadores trasladaron su ruleta y mesas de jugar a las cartas al edificio que ocupaba la misión, y el rechinar de platos y vasos se extendía desde el amanecer hasta la noche y continuaba hasta el nuevo amanecer.
Pero resulta que Timothy Brown era muy estimado entre estos aventureros del Norte. Lo único que había contra él era que tenía mal pronto y un puño siempre dispuesto, poca cosa que compensaba con su buen corazón y clemencia. Por otra parte, Leclère no tenía nada con que compensar. Era «negro», como lo testimoniaba más de una acción inolvidable, y se le odiaba tanto como al otro se le quería. Así que los hombres de Sunrise le pusieron una venda desinfectada en el hombro y lo plantaron ante el juez Lynch.
Era un asunto fácil. Se había peleado con Timothy Brown en McDougall. Con Timothy Brown se había ido de McDougall. Había llegado a Sunrise sin Timothy Brown. Teniendo en cuenta su maldad, la unánime conclusión era que había matado a Timothy Brown. Por su parte, Leclère reconoció los hechos, pero rebatió la conclusión a que habían llegado, dando su propia explicación. A unos cuarenta kilómetros de Sunrise se hallaban él y Timothy Brown impeliendo la barca con la pértiga a lo largo de la rocosa costa. Desde esta costa partieron dos disparos de rifle. Timothy Brown cayó de la balsa y se hundió entre burbujas de color rojo, y esto fue lo último que se supo de Timothy Brown. En cuanto a él, Leclère, cayó al fondo de la barca con una punzada en el hombro. Allí permaneció quieto, mirando a la orilla sin que lo vieran. Al cabo de un tiempo, dos indios asomaron la cabeza y se acercaron a la orilla del agua, llevando entre ellos una canoa de corteza de abedul. Mientras se montaban, Leclère hizo un disparo. Le arreó a uno, que cayó de lado, de la misma manera que Timothy Brown. El otro se metió en el fondo de la canoa, y después la canoa y la barca fueron río abajo en una pelea a la deriva. A continuación, se vieron atrapados en una corriente que se bifurcaba y la canoa pasó a un lado de una isla y la barca de pértiga a la otra. Esto es lo último que se supo de la canoa, y él llegó a Sunrise. En cuanto al indio, por la forma que saltó de la canoa, estaba seguro de que lo había derribado. Y eso era todo.
No se consideró la explicación adecuada. Le concedieron una tregua de diez horas mientras el Lizzie bajaba a investigar. Diez horas más tarde regresó resoplando a Sunrise. No había nada que investigar. No se había encontrado ninguna prueba que confirmara sus declaraciones. Le dijeron que hiciera el testamento porque era propietario de una concesión de cincuenta mil dólares en Sunrise y ellos eran gente que exigían que se cumpliera la ley, pero también la administraban con justicia.
Leclère se encogió de hombros.
-Pero una cosa, por favor -dijo-. Lo que ustedes llamarían un pequeño favor. Eso es, un pequeño favor. Dono mis cincuenta mil dólares a la Iglesia, y mi perro esquimal, al demonio. ¿Que cuál es el pequeño favor? Primero, lo cuelgan a él,