Rubén Darío: Cuentos completos. Rubén Darío

Rubén Darío: Cuentos completos - Rubén Darío


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que no han sabido apreciar las bellezas de mis versos, pensaba yo, son personas ignorantes que no han estudiado humanidades, y que, por consiguiente, carecen de los conocimientos necesarios para juzgar como es debido en materia de bella literatura.

      Lo mejor es que yo vaya a hablar con el redactor de La Calavera, que es hombre de letras y que por algo publicó mis versos.

      Efectivamente: llegó a la oficina de la redacción del periódico, y digo al jefe, para entrar en materia:

      —He visto el número 13 de La Calavera.

      —Está usted suscrito a mi periódico?

      —Si, señor.

      —¿Viene usted a darme algo para el número siguiente?

      —No es eso lo que me trae: es que he visto unos versos…

      —Malditos versos: ya me tiene frito el público a fuerza de reclamaciones. Tiene usted muchísima razón, caballero, porque son, de lo malo, lo peor; pero ¿qué quiere usted?, el tiempo era muy escaso, me faltaba media columna y eché mano a esos condenados versos, que me envió algún quídam para fastidiarme.

      Estas últimas palabras las oí en la calle, y salí sin despedirme, resuelto a poner fin a mis días.

      Me pegaré un tiro, pensaba, me ahorcaré, tomaré un veneno, me arrojaré desde un campanario a la calle, me echaré al río con una piedra al cuello, o me dejaré morir de hambre, porque no hay fuerzas humanas para resistir tanto.

      Pero eso de morir tan joven… Y, Además, nadie sabía que yo era el autor de los versos.

      Por último, lector, te juro que no me maté; pero quedé curado, por mucho tiempo, de la manía de hacer versos. En cuanto al número 13 y a las calaveras, otra vez que esté de buen humor te he de contar algo tan terrible, que se te van a poner los pelos de punta.

      a

      … Ah!, si, mi amable señorita. Tal como usted lo oye: tras un jarrón de paulonías y a eso de ponerse el sol. Garlaban como niños vivarachos, no se daban punto de reposo yendo y viniendo de un álamo vecino a una higuera deshojada y escueta, que está más allá de donde usted ve aquel rosalito, un poco más allá.

      ¿Que quiere usted saber la manera, el cómo y el por qué entendemos esas cosas los poetas?… Fácil cuestión.

      Ya lo sabrá Usted después que le refiera eso, eso que le ha infundido ligeras dudas, y que pasé tal como lo cuento; una cosa muy sencilla: la confidencia de un ave bajo el limpio cielo azul.

      Hacía frío. La cordillera estaba de novia, con su inmensa corona blanca y su velo de bruma; soplaba un airecito que calaba hasta los huesos; en las calles se oía ruido de caballos piafando, de coches, de pitos, de rapaces pregoneros que venden periódicos, de transeúntes, ruido de gran ciudad, y pasaban haciendo resonar los adoquines y las aceras, con los trabajadores de toscos zapatones, que venían del taller, los caballeritos enfundados en luengos paletots, y las damas envueltas en sus abrigos, en sus mantos, con las manos metidas en hirsutos cilindros de pieles para calentarse. Porque hacía frío, mi amable señorita.

      Pues vamos a que yo estaba allí donde usted se ha reclinado, en este mismo jardín, cerca de ese sátiro de mármol cuyos pies henchidos están cubiertos por las hojas de la madreselva. Veía caer los chorros brillantes del surtidor, sobre la gran taza, y el cielo que se arrebolaba por la parte del occidente.

      De pronto empezaron ellos a garlar. Y lo hacían de lo lindo, como que no sabían que yo les comprendía su parloteo. Ambos eran tornasolados, pequeñitos, lindos ornis. Dieron una vuelta por el jardín, chillando casi imperceptiblemente, y luego en sendas ramas principiaron su conversación.

      —¿Sabes que me gusta —le dijo el uno al otro— tu modo de proceder?

      No es poco el haberte sorprendido esta mañana cortejando a la hermosa dueña del jardín vecino, a riesgo de romperte el pico y quebrarte la cabeza contra los vidrios de su ventana. ¡Oh!, ¿habráse visto mayor incauto? Como sigas dejando las flores por las mujeres, te pasará lo mismo que a Plumas de Oro, un primo mío más gallardo que tú, de ojos azules, y que tenía un traje de un tornasol amarillo que cuando el WI le arrebolaba le hacía parecer llama con alas.

      —¿Y qué le pasó a tu primo? —repuso el otro un tanto amostazado.

      —Escucha —siguió el consejero, tomando un aire muy grave y ladeando la cabecita—. Escucha, y echa en tu saco. Era Plumas de Oro remono, monisimo. ¡Qué mono que era! ¡Y su historia!

      En esas bellas ciudades llamadas jardines, no había otro más preferido por las flores. En los días de primavera, cuando las rosas lucían sus mejores galas, ¡con cuánto placer no recibían en sus pétalos, rojos como una boca fresca, el pico del pajarito juguetón y bullicioso Las no-me-olvides ¡se asomaban por las verdes ventanas de sus palacios de follaje y le tiraban a escondidas besos perfumados, con la punta de sus estambres; los claveles se estremecían si un ala del galán al paso les movía con su roce; y las violetas, 1,as violetas pudorosas, apartaban un tanto su velo y enseñaban el lindo rostro al mimado picaflor que volaba rápido luciendo su fraquecito de plumas pálidas, cortadas, por las tijeras de la naturaleza. Pinaud de los elegantes del bosque. Plumas de Oro era un gran picaronazo… ¡Vaya si se sabía cosas!

      Bajó las enramadas, en las noches de luna, cuentan auras maliciosas que ellas mismas llevaron en sus giros quejas tenues y apacibles aromas súbitos y vagarosos aleteos.

      A ver, ¿quién dice que Plumas de Oro no era un tunante?

      ¡Ay, cuánto lo amaban las flores!

      Pues ya verás tú, imprudente, lo que le sucedió, que es lo que te puede suceder, como sigas con malas inclinaciones.

      Avino que una mañana de primavera Plumas de Oro estaba tomando el sol. En aquella sazón bajo el jardín una de esas, una de esas mujeres que parecen flores y que por eso nos encantan. Tenía ojos azules como campánulas, frente como azucena, labios como copihues, cabellos como húmedas espigas, y, en conclusión, ¿para qué decir que Plumas de Oro perdió el seso?

      ¡Qué continuo revolar; qué ir y venir de un lugar a otro para ser visto por la dama rubia!

      ¡Ah Plumas de Oro, no sabes lo que estás haciendo…

      Desde aquel día las flores se quejaron de olvido; algunas se marchitaron angustiadas; y no sentían placer en que otros de nuestros compañeros llegaran a besarles las corolas. Y mientras tanto, el redomado pícaro toca que te toca las rejas de la casa en que vivía la hermosura; no se acordaba de los jardines, ni de sus olorosas enamoradas… ¿No es cierto que era un sujeto asaz perdidizo? Ganas tenía de llegarme a las rejas por donde él vagueaba y decirle a pico lleno: Caballero primo, es usted un trapalón. ¿Estamos?

      Llegó un día fatal. Ello había de suceder. Yo, yo lo vi, con mis propios ojos. Mientras Plumas de oro revolaba, la ventana se abrió y apareció riendo la joven rubia. En una de sus manos blancas como jazmines, con las palmas rosadas, en la siniestra, tenía una copa de miel, ¿y en la otra? ¡Ay!, en la otra no tenía nada. Plumas de Oro voló y aleteando se puso a chupar la miel de aquella copa, como lo hacía en los lirios recién abiertos. Mi primo, no tomes eso, que estás bebiendo tu muerte… Yo chilla y chilla, y Plumas de Oro siempre en la copa. De repente la rubia aprisionó al desgraciado, con su mano derecha… Entonces él chillaba más que yo. Pero ya era tarde… ¡Ah, Plumas de Oro, Plumas de Oro! ¿No te lo decía?

      La ventana se volvió a cerrar, y yo, afligido, me acerqué para ver por los vidrios qué era de mi pobre primo. Entonces escuché… ¡Dios de las aves! Entonces escuché que la dama decía a otra como ella:

      —¡Mira, mira, le atrapé; qué lindo, disecado para el sombrero!…

      ¡Horror!… Comprendí la espantosa realidad… Volé a referírselo a las rosas, y entonces las espinas vengativas exclamaron en coro, mecidas por el viento:

      —¡Bravo, que coja


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