Rubén Darío: Cuentos completos. Rubén Darío

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gnomo más viejo, andando con sus piernas torcidas, su gran barba nevada, su aspecto de patriarca hecho pasa, su cara llena de arrugas:

      —¡Señores! —dijo— ¡que no sabéis lo que habláis!

      Todos escucharon.

      —Yo, yo que soy el más viejo de vosotros, puesto que apenas sirvo ya para martillar las facetas de los diamantes; yo, que he visto formarse estos hondos alcázares; que he cincelado los huesos de la tierra, que he amasado el oro, que he dado un día un puñetazo a un muro de piedra, y caí a un lago donde violé a una ninfa; yo el viejo, os referiré de cómo se hizo el rubí.

      Oíd.

      R

      Puck sonreía curioso. Todos los gnomos rodearon al anciano cuyas canas palidecían a los resplandores de la pedrería, y cuyas manos extendían su movible sombra en los muros, cubiertos de piedras preciosas, como un lienzo lleno de miel donde se arrojasen granos de arroz.

      —Un día, nosotros, los escuadrones que tenemos a nuestro cargo las minas de diamantes, tuvimos una huelga que conmovió toda la tierra, y salimos en fuga por los cráteres de los volcanes.

      El mundo estaba alegre, todo era vigor y juventud; y las rosas, y las hojas verdes y frescas, y los pájaros en cuyos buches entra el grano y brota el gorjeo, y el campo todo, saludaban al sol y a la primavera fragante.

      Estaba el monte armónico y florido, lleno de trinos y de abejas; era una grande y santa nupcia la que celebraba la luz; y en el árbol la savia ardía profundamente, y en el animal todo era estremecimiento o balido o cántico, y en el gnomo había risa y placer.

      Yo había salido por un cráter apagado. Ante mis ojos había un campo extenso. De un salto me puse sobre un gran árbol, una encina añeja. Luego, bajé al tronco, y me hallé cerca de un arroyo, un río pequeño y claro donde las aguas charlaban diciéndose bromas cristalinas. Yo tenía sed. Quise beber ahí… Ahora, oíd mejor.

      Brazos, espaldas, senos desnudos, azucenas, rosas, panecillos de marfil coronados de cerezas; ecos de risa áureas, festivas; y allá, entre las espumas, entre las linfas rotas, bajo las verdes ramas…

      —¿Ninfas?

      —No, mujeres.

      R

      —Yo sabía cuál era mi gruta. Con dar una patada en el suelo, abría la arena negra y llegaba a mi dominio. Vosotros, pobrecillos, gnomos jóvenes, tenéis mucho que aprender!

      Bajo los retoños de unos helechos nuevos me escurrí, sobre unas piedras deslavadas por la corriente espumosa y parlante; y a ella, a la hermosa, a la mujer la agarré de la cintura, con este brazo antes tan musculoso; gritó, golpeé el suelo; descendimos. Arriba quedó el asombro; abajo el gnomo soberbio y vencedor.

      Un día yo martillaba un trozo de diamantes inmenso que brillaba como un astro y que al golpe de mi maza se hacía pedazos.

      El pavimento de mi taller se asemejaba a los restos de un sol hecho trizas. La mujer amada descansaba a un lado, rosa de carne entre maceteros de zafir, emperatriz del oro, en un lecho de cristal de roca, toda desnuda y espléndida como una diosa.

      Pero en el fondo de mis dominios, mi reina, mi querida, mi bella, me engañaba. Cuando el hombre ama de veras, su pasión lo penetra todo y es capaz de traspasar la tierra.

      Ella amaba a un hombre, y desde su prisión le enviaba sus suspiros. Estos pasaban los poros de la corteza terrestre y llegaban a él; y él, amándola también, besaba las rosas de cierto jardín; y ella, la enamorada, tenía —yo lo notaba— convulsiones súbitas en que estiraba sus labios rosados y frescos como pétalos de centifolia. ¿Cómo ambos así se sentían? Con ser quien soy, no lo sé.

      R

      Había acabado yo mi trabajo; un gran montón de diamantes hechos en un día; la tierra abría sus grietas de granito como labios con sed, esperando el brillante despedazamiento del rico cristal. Al fin de la faena, cansado, di un martillazo que rompió una roca y me dormí.

      Desperté al rato al oír algo como un gemido.

      De su lecho, de su mansión más luminosa y rica que las de todas las reinas de Oriente, había volado fugitiva, desesperada, la amada mía, la mujer robada. ¡Ay!, y queriendo huir por el agujero abierto por mi masa de granito, desnuda y bella, destrozó su cuerpo blanco y suave como de azahar y mármol y rosa, en los filos de los diamantes rotos. Heridos sus costados, chorreaba la sangre; los quejidos eran conmovedores hasta las lágrimas. ¡Oh, dolor!

      Yo desperté, la tomé en mis brazos, le di mis besos más ardientes; mas la sangre corría inundando el recinto, y la gran masa diamantina, se teñía de grana.

      Me pareció que sentía, al darla un beso, un perfume salido de aquella boca encendida; el alma el cuerpo quedó inerte.

      Cuando el gran patriarca nuestro, el centenario semidios de las entrañas terrestres pasó por allí, encontró aquella muchedumbre de diamantes rojos…

      R

      Pausa.

      —¿Habéis comprendido?

      Los gnomos muy graves se levantaron. Examinaron más de cerca la piedra falsa, hechura del sabio.

      —¡Mirad, no tiene facetas!

      —¡Brilla pálidamente!

      —¡Impostura!

      —¡Es redonda como la coraza de un escarabajo!

      Y en ronda, uno por aquí, otro por allá, fueron a arrancar de los muros pedazos de arabesco, rubíes grandes como una naranja, rojos y chispeantes como un diamante hecho sangre; y decían:

      —¡He aquí! ¡He aquí lo nuestro, oh madre Tierra!

      Aquella era una orgía de brillo y de color.

      Y lanzaban al aire las gigantescas piedras luminosas y reían.

      De pronto, con toda la dignidad de un gnomo:

      —¡Y bien!, el desprecio.

      Se comprendieron todos. Tomaron el rubí falso, lo despedazaron y arrojaron los fragmentos, —con desdén terrible— a un hoyo que abajo daba a una antiquísima selva carbonizada.

      Después, sobre sus rubíes, sobre sus ópalos, entre aquellas paredes resplandecientes, empezaron a bailar asidos de las manos una farandola loca y sonora.

      ¡Y celebraban con risas, el verse grandes en la sombra!

      R

      Ya Puck volaba afuera, en el abejeo del alba recién nacida, camino de una pradera en flor. Y murmuraba —siempre con su sonrisa sonrosada!— Tierra… Mujer… ¡Por qué tú, oh madre Tierra!, eres grande, fecunda, de seno inextinguible y sacro; y de tu vientre moreno brota la savia de los troncos robustos, y el oro y el agua diamantina, y la casta flor de lis. ¡Lo puro, lo fuerte, lo infalsificable! ¡Y tú Mujer!, eres —espíritu y carne— toda Amor.

      a

      A vosotras, madres de las muchachas anémicas, va esta historia, la historia de Berta, la niña de los ojos color de aceituna, fresca como una rama de durazno en flor, luminosa como un alba, gentil como la princesa de un cuento azul.

      Ya veréis, sanas y respetables señoras, que hay algo mejor que el arsénico y el fierro, para encender la púrpura de las lindas mejillas virginales; y, que es preciso abrir la puerta de su jaula a vuestras avecitas encantadoras, sobre todo, cuando llega el tiempo de la primavera y hay ardor en las venas y en las savias, y mil átomos de sol abejean en los jardines, como un enjambre de oro sobre las rosas entreabiertas.

      R

      Cumplidos sus quince años, Berta empezó a entristecer, en tanto que sus ojos llameantes se rodeaban de orejas melancólicas.

      —Berta, te he comprado dos muñecas…

      —No


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