Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад

Las Grandes Novelas de Joseph Conrad - Джозеф Конрад


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ello?”, preguntó la voz grave y sorda. “Factura”, fue la respuesta disparada, por así decirlo. Después un silencio. Habían estado hablando de Kurtz.

      »Yo ya estaba bien despierto para entonces, pero como me hallaba comodísimamente tumbado, permanecí así, puesto que nada me inducía a cambiar de postura. “¿Cómo llegó ese marfil hasta aquí?”, refunfuñó el de más edad, que parecía muy enojado. El otro explicó que había venido con una flota de canoas a cargo de un oficinista inglés mestizo que Kurtz tenía con él; que Kurtz al parecer había tenido la intención de venir él mismo, ya que la estación estaba por aquella época escasa de mercancías y reservas, pero que, después de recorrer trescientas millas había decidido repentinamente volver atrás, lo que empezó a hacer él solo en una pequeña piragua con cuatro remeros, dejando que el mestizo continuara río abajo con el marfil. Los dos individuos parecían maravillados de que alguien intentara tal cosa. No lograban dar con un motivo que la justificara. En cuanto a mí, me pareció ver a Kurtz por primera vez. Lo vislumbré un instante: la piragua, cuatro salvajes remando y el blanco solitario volviendo de repente la espalda a la oficina central, al descanso, a la idea del hogar tal vez; dirigiendo su mirada hacia las profundidades de la selva, hacia su vacía y desolada estación. Yo no conocía el motivo. Tal vez era simplemente un tipo estupendo que se aferraba a su trabajo por amor a él. Su nombre, os dais cuenta, no había sido pronunciado ni una sola vez. Era “ese hombre”. Al mestizo, que por lo que pude ver había dirigido un difícil viaje con gran prudencia y valor, se hacía invariablemente alusión como a “ese canalla”. El “canalla” había informado de que el “hombre” había estado muy enfermo y no se había recuperado del todo…, los dos que estaban debajo de mí se alejaron unos pasos y pasearon de acá para allá a corta distancia. Oí: “Puesto militar… doctor… doscientas millas… completamente solo ahora… retrasos inevitables… nueve meses… sin noticias… extraños rumores”. Se acercaron otra vez, en el preciso momento en que el director estaba diciendo: “Nadie que yo sepa, salvo una especie de comerciante errante, un tipo pestífero, que arrebataba el marfil a los indígenas”. ¿Quién era ese del que hablaban ahora? Deduje de los fragmentos que se trataba de un hombre que debía estar en el distrito de Kurtz y que no agradaba al director. “No nos libraremos de la competencia desleal mientras no colguemos a uno de estos tipos para que sirva de ejemplo”, dijo. “Ciertamente —gruñó el otro—, ¡qué lo cuelguen! ¿Por qué no? En este país se puede hacer cualquier cosa, cualquier cosa. Eso es lo que yo digo; nadie puede aquí, entiendes, aquí, poner en peligro tu posición. ¿Y por qué? Tú soportas el clima; aguantas más que todos ellos. El peligro está en Europa; pero allí, antes de salir, me ocupé de que…”. Se apartaron y susurraron, pero después sus voces volvieron a elevarse. “La enorme serie de retrasos no es culpa mía. Hice lo que pude”. El hombre grueso suspiró. “Muy triste”. “Y el pestilente desatino de su conversación —continuó el otro—. Me molestaba muchísimo cuando estaba aquí. Cada estación debería ser como un faro en el camino hacia cosas mejores, un centro para el comercio, desde luego, pero también para la humanización, la mejora, la enseñanza”. “Imagínate, ¡ese asno! ¡Y quiere ser director! No, es…”. En ese momento le ahogó la excesiva indignación y yo levanté ligerísimamente la cabeza. Me sorprendió ver lo cerca que estaban: justo debajo de mí. Podría haber escupido sobre sus sombreros. Miraban al suelo, absortos en sus pensamientos. El director se golpeaba suavemente la pierna con una delgada rama: su sagaz pariente levantó la cabeza. “¿Has estado bien desde que saliste esta vez?”, preguntó. El otro se sobresaltó: “¿Quién, yo? Oh, estupendamente, estupendamente. Pero los demás, ¡oh, Dios mío! Todos enfermos. Además, se mueren tan deprisa, que no me da tiempo a enviarlos fuera del país, ¡es increíble!”. “Hum. Así es —gruñó el tío—. ¡Ah!, hijo mío, confía en esto; te lo digo, confía en esto”. Le vi extender esa corta aleta que tenía por brazo en un gesto que abarcó el bosque, la ensenada, el fango, el río; pareció hacer señal, en un deshonroso ademán ante el rostro de la tierra iluminado por el sol, de llamar engañosamente a la muerte acechante, al mal oculto, a la profunda oscuridad de su corazón. Era tan sobrecogedor que me puse en pie de un salto y volví a mirar al borde del bosque, como si esperara una respuesta de algún tipo a aquella negra muestra de confianza. Ya sabéis las ideas tan absurdas que se le ocurren a uno a veces. La profunda tranquilidad hacía frente a estas dos figuras con su ominosa paciencia, esperando a que pasara una invasión fantástica.

      »Blasfemaron juntos en voz alta, de puro miedo, creo yo, y después, fingiendo no saber nada de mi existencia, se dieron la vuelta camino de la estación. El sol estaba bajo; al inclinarse hacia adelante el uno junto al otro, parecían estar tirando fatigosamente colina arriba de sus dos ridículas sombras de diferente longitud, que se arrastraban detrás de ellos lentamente por encima de la alta hierba sin doblar ni una sola hoja.

      »En pocos días la Expedición de Eldorado se adentró en la paciente selva, que se cerró sobre ella como el mar se cierra sobre un buzo. Mucho después llegó la noticia de que todos los burros habían muerto. No sé nada acerca de la suerte que corrieron los animales menos valiosos. Sin duda, ellos, como el resto de nosotros, encontraron lo que se merecían. No investigué. Estaba en aquel momento bastante excitado con la perspectiva de conocer a Kurtz muy pronto. Cuando digo “muy pronto”, lo digo en sentido relativo: cuando llegamos a la orilla bajo la estación de Kurtz habían transcurrido exactamente dos meses desde el día en que dejamos la ensenada.

      »Remontar aquel río era regresar a los más tempranos orígenes del mundo, cuando la vegetación se agolpaba sobre la tierra y los grandes árboles eran los reyes. Un arroyo seco, un gran silencio, un bosque impenetrable. El aire era cálido, espeso, pesado, perezoso. No había júbilo alguno en la brillantez de la luz del sol. Los largos tramos del canal fluían desiertos hacia las distancias en penumbra. En los plateados bancos de arena, los hipopótamos y los caimanes tomaban juntos el sol. Las aguas al ensancharse fluían entre una multitud de islas arboladas; se podía uno perder en aquel río tan fácilmente como en un desierto y tropezarse durante todo el día con bancos de arena, tratando de dar con el canal, hasta que se creía uno hechizado y aislado para siempre de todo lo que se había conocido antes, en algún lugar, muy lejos, en otra existencia tal vez. Había momentos en que tu pasado volvía a ti, como ocurre a veces, cuando no tienes ni un momento de más para ti mismo; pero se presentaba en la forma de un sueño intranquilo y ruidoso, recordado con asombro entre las sobrecogedoras realidades de ese extraño mundo de plantas, agua y silencio. Y esta quietud de vida no se parecía en lo más mínimo a la paz. Era la quietud de una fuerza implacable que medita melancólicamente sobre una intención inescrutable. Miraba con aspecto vengativo. Más tarde me acostumbré a ella; ya no la veía, no tenía tiempo. Tenía que seguir adivinando el canal; tenía que distinguir, más que nada por inspiración, los indicios de bancos ocultos; me mantenía alerta por las posibles piedras hundidas; estaba aprendiendo a apretar de golpe los dientes antes de que mi corazón se escapara, cuando por chiripa pasaba rozando algún infernal y viejo obstáculo disimulado que habría arrancado la vida al vapor de hojalata y ahogado a todos los peregrinos; yo tenía que estar alerta a los indicios de madera seca que podíamos cortar durante la noche para alimentar las calderas al día siguiente. Cuando hay que prestar atención a cosas de ese tipo, a los meros incidentes de la superficie, la realidad —la realidad, os digo— se desvanece. La verdad interior está escondida; afortunadamente, afortunadamente. Pero yo la sentía a pesar de todo; sentía a menudo su misteriosa quietud observándome en mis travesuras, igual que os mira a vosotros, compañeros, actuando sobre vuestras respectivas cuerdas flojas por, ¿cuánto es?, media corona la voltereta.

      —Trata de ser educado, Marlow —refunfuñó una voz, y supe que al menos había un oyente despierto junto a mí.

      —Le ruego me perdone, olvidé la angustia que va incluida en el precio, y, en realidad, ¿qué importa el precio si la actuación es buena? Vosotros hacéis vuestros números muy bien. Y yo tampoco los hacía mal, puesto que me las arreglé para no hundir ese vapor en mi primer viaje. Todavía me asombra. Imaginaos a un hombre con los ojos vendados que se pone a conducir una furgoneta por una mala carretera. Aquel asunto me hizo sudar y temblar considerablemente, os lo puedo asegurar. Después de todo, para un hombre de mar arañar el fondo del objeto que debe flotar todo el tiempo que


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