Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад
salvajismo puro y simple era un verdadero alivio, como algo que tenía derecho a existir, obviamente, bajo la luz del sol. El joven me miró sorprendido. Supongo que no se le ocurrió pensar que el señor Kurtz no era uno de mis ídolos. Olvidaba que yo no había oído ninguno de sus espléndidos monólogos sobre…, ¿qué era?, sobre el amor, la justicia, el modo de conducirse o cualquier otra cosa. Si había tenido que arrastrarse ante el señor Kurtz, se había arrastrado tanto como el más auténtico salvaje de todos. Dijo que yo no tenía idea de las circunstancias: aquellas cabezas eran cabezas de rebeldes. Se sintió muy ofendido cuando me reí. ¡Rebeldes! ¿Cuál sería la próxima definición que tendría que oír? Había habido enemigos, criminales, trabajadores; y éstos eran rebeldes. Aquellas rebeldes cabezas me parecían muy sumisas sobre sus postes. “No sabe usted de qué manera pone a prueba semejante vida a un hombre como Kurtz”, gritó el último discípulo de Kurtz. “Bueno, ¿y usted?”, dije yo. “¡Yo! ¡Yo! Yo soy un hombre sencillo. Yo no tengo grandes ideas. No espero nada de nadie. ¿Cómo puede usted compararme a…?”. Sus sentimientos ahogaban sus palabras, y de repente se desmoronó. “No entiendo —gimió—. He estado haciendo todo lo que he podido para conservarle con vida, y eso es suficiente. No he tomado parte en todo esto. No tengo talento. Aquí no ha habido una sola gota de medicina o un solo bocado de comida para enfermos desde hace meses. Él fue abandonado de manera vergonzosa. Un hombre como éste, con semejantes ideas. ¡Vergonzoso! ¡Vergonzoso! Yo…, yo…, llevo diez noches sin dormir…”.
»Su voz se perdió en la calma del atardecer. Las sombras alargadas de la selva se habían deslizado colina abajo mientras nosotros hablábamos, habían llegado mucho más allá del ruinoso cobertizo, más allá de la simbólica fila de postes. Todo aquello estaba en penumbra, mientras allí abajo nosotros estábamos todavía bajo la luz del sol, y el tramo del río que se veía delante del claro relucía con un esplendor sereno y deslumbrante, entre un lóbrego y sombrío recodo arriba y otro abajo. No se veía ni un alma en la orilla. En los matorrales no crujía ni una sola hoja.
»De repente apareció un grupo de hombres de detrás de una esquina de la casa, como si hubieran brotado de la tierra. Avanzaban a través de la hierba, que les cubría hasta la cintura, en un grupo compacto, llevando en medio de ellos unas parihuelas improvisadas. Súbitamente, en medio de la desolación del paisaje, se elevó un grito cuya estridencia atravesó el aire inmóvil como una afilada flecha volando derecha hacia el mismísimo corazón de la tierra; y, como por encanto, riadas de seres humanos, de seres humanos desnudos, con lanzas en la mano, con arcos y escudos, de mirada feroz y movimientos salvajes, fueron arrojadas en aquel claro por la selva sombría y meditabunda. Los matorrales se agitaron, la hierba se meció durante un rato y después todo se quedó en una atenta inmovilidad.
»“Ahora, si él no les dice la palabra adecuada, estamos todos perdidos”, dijo el ruso a mi lado. El puñado de hombres que llevaba las parihuelas se había detenido también a mitad de camino del vapor, como petrificado. Vi cómo el hombre de la camilla, flaco y con un brazo levantado, se incorporaba por encima de las espaldas de los camilleros. “Esperemos que el hombre que puede hablar tan bien sobre el amor en general encuentre alguna razón particular esta vez para perdonarnos la vida”, dije yo. Me indignaba amargamente el absurdo peligro de nuestra situación, como si estar a merced de aquel fantasma atroz hubiera sido una deshonrosa necesidad. No podía oír un solo ruido, pero a través de los gemelos vi el delgado brazo extendido imperativamente, la mandíbula inferior moviéndose, los ojos de aquella aparición brillando oscuramente hundidos en su cabeza huesuda, que se movía con grotescas sacudidas. Kurtz, Kurtz, eso significa corto en alemán ¿no? Pues bien, el nombre era tan verdadero como todo lo demás en su vida… Su cobertor se había caído y su cuerpo emergía de él, lastimoso y aterrador, como de una mortaja. Pude ver cómo se movía su caja torácica, cómo se agitaban los huesos de su brazo. Era como si una imagen animada de la muerte, esculpida en marfil viejo, hubiera estado sacudiendo la mano amenazadoramente hacia una inmóvil congregación de hombres hechos de oscuro y reluciente bronce. Le vi abrir la boca desmesuradamente; le daba un aspecto misteriosamente voraz, como si hubiera querido tragarse todo el aire, toda la tierra, a todos los hombres que tenía ante sí. Una voz profunda llegó hasta mí débilmente. Debía estar gritando. De repente cayó de espaldas. La camilla dio una fuerte sacudida al tambalearse los camilleros de nuevo hacia adelante, y casi simultáneamente observé que la muchedumbre de salvajes estaba desapareciendo sin ningún movimiento perceptible de retirada, como si la selva que había arrojado a estos seres tan repentinamente los hubiera absorbido, de nuevo como se inhala el aliento en una larga aspiración.
»Algunos de los peregrinos que seguían a la camilla llevaban sus armas: dos pistolas, un rifle pesado y una ligera carabina de repetición: los rayos de aquel lastimoso Júpiter. El director se inclinó hacia él murmurando, mientras caminaba al lado de su cabeza. Lo depositaron en una de las pequeñas cabinas, simplemente una habitación con sitio para una cama y una o dos banquetas de campaña. Habíamos traído su correspondencia atrasada, y por su cama estaban esparcidos un montón de sobres desgarrados y cartas abiertas. Su mano erraba débilmente entre estos papeles. Me chocó el fuego de sus ojos y la tranquila languidez de su expresión. No era tanto por el agotamiento de la enfermedad. No parecía sufrir. Esta sombra parecía saciada y tranquila, como si por el momento estuviera ahíta de todas las emociones.
»Agitó una de las cartas y, mirándome a los ojos, dijo: “Cuánto me alegra”. Alguien le había estado escribiendo acerca de mí. Aquellas recomendaciones especiales estaban apareciendo de nuevo. El volumen de tono de voz que emitió sin esfuerzo, casi sin tomarse la molestia de mover los labios, me asombró. ¡Qué voz! ¡Qué voz! Era grave, profunda, vibrante, mientras que su dueño no parecía capaz de un suspiro. Sin embargo, tenía fuerza suficiente (ficticia, sin duda) para casi acabar con nosotros, como oiréis enseguida.
»El director apareció silenciosamente en la puerta; yo salí en el acto y él corrió la cortina detrás de mí. El ruso, a quien los peregrinos observaban con curiosidad, estaba mirando fijamente hacia la orilla. Seguí la dirección de su mirada.
»A lo lejos podían distinguirse oscuras formas humanas, revoloteando confusamente contra el tenebroso borde de la selva, y, cerca del río, dos figuras de bronce, apoyadas sobre largas lanzas, estaban de pie a la luz del sol bajo fantásticos tocados de pieles moteadas, con aspecto guerrero y, sin embargo, en un reposo escultural. Y de derecha a izquierda, a lo largo de la orilla iluminada, se movía la salvaje y espléndida aparición de una mujer.
»Caminaba con pasos mesurados, envuelta en telas a rayas con flecos, pisando la tierra con orgullo, con un ligero tintineo y relampagueo de bárbaros ornamentos. Mantenía la cabeza erguida; su pelo estaba peinado en forma de yelmo; llevaba polainas de latón hasta la rodilla, guanteles de alambre de latón hasta el codo y un lunar carmesí en su morena mejilla; innumerables collares de abalorios en el cuello; los extraños objetos, amuletos y regalos de hechiceros que colgaban sobre ella refulgían y temblaban a cada paso. Debía llevar encima el valor de varios colmillos de elefantes. Era salvaje y soberbia, magnífica y de mirada feroz; había algo ominoso y majestuoso en su lento caminar. Y el silencio que había caído súbitamente sobre toda aquella tierra afligida, la inmensa selva, el cuerpo colosal de la vida fecunda y misteriosa, parecía mirarla, pensativo, como si estuviera mirando la imagen de su propia alma tenebrosa y apasionada.
»Llegó frente al vapor, permaneció de pie, inmóvil, y dirigió su mirada hacia nosotros. Su alargada sombra se proyectaba sobre el borde del agua. Su rostro tenía el aspecto trágico y feroz de un salvaje pesar y de un mudo dolor mezclados con el miedo de una decisión a medio formular, con la que se debatía. Permaneció de pie, mirándonos inmóvil, y como la selva misma, con aspecto de estar madurando algún designio inescrutable. Transcurrió un minuto entero y entonces dio un paso adelante. Se produjo un débil sonido metálico, un destello de metal amarillo, un bamboleo de atuendos orlados, y se detuvo como si el corazón le hubiera fallado. El joven muchacho que se encontraba a mi lado gruñó algo. Los peregrinos murmuraron a mi espalda. Ella nos miró a todos como si su vida dependiera de la inquebrantable firmeza de su mirada. De repente abrió sus brazos desnudos y los levantó rígidos sobre su cabeza, como presa de un incontrolable deseo de tocar el cielo; y al mismo tiempo las rápidas sombras se precipitaron sobre la tierra, pasaron