Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад
necesitan pasar por la doma —opinó el amable Donkin para instruir al castillo de proa—. Si no se les coloca en su sitio son capaces de colocarse en el vuestro.
Arrojó la totalidad de sus propiedades terrestres en la litera vacía, midió con una segunda ojeada los riesgos de la aventura, y saltó luego hacia el finlandés, que continuaba inmóvil, pensativo y taciturno.
—Yo te enseñaré a estorbar el paso —vociferó Donkin—. Te voy a hinchar los ojos, ¡eh, cabeza cuadrada!
Los hombres, en su mayoría, ocupaban las literas y la pareja tenía para sí todo el castillo como liza. El nuevo personaje representado por Donkin, el indigente, despertó el interés general. Envuelto en sus trapajos, danzaba ante el finlandés sorprendido, esbozando a distancia puñetazos que no lograban conmover el pesado rostro. Uno o dos hombres gritaron, estimulándolos:
—¡Anda, Whitechapel! —Y se acomodaron voluptuosamente en sus lechos para contemplar la lucha.
Otros gritaron:
—No los dejéis pelearse… ¡Eh!, tú… cierra el hocico…
Recomenzaba el bullicio. De repente, una serie de golpes dados por encima de sus cabezas con un espeque, resonó en todo el castillo como las descargas de un cañoncito. Luego, la voz del contramaestre se elevó detrás de la puerta con una nota autoritaria en su acento lento y difícil:
—¡Eh, los de abajo, no habéis oído! Todo el mundo a popa. A popa para pasar lista.
Hubo un momento de silencio y sorpresa. Luego, el piso del castillo desapareció bajo los hombres que saltaban de sus literas con un choque blando de plantas desnudas. Los marineros buscaban sus gorros entre los pliegues de las revueltas mantas; algunos abotonaban, bostezando, sus pantalones. Las pipas, a medio fumar, eran vaciadas golpeándolas contra el maderamen antes de desaparecer bajo las almohadas. Algunas voces gruñeron:
—¿Qué sucede? ¿Es que no vamos a poder dormir?…
Donkin gruñó:
—Si tales son los usos de este condenado barco, habrá que cambiarlo todo… Dejadme hacer a mí… Os aseguro que no andaré perezoso…
Pero nadie le atendía. Salían dando bandazos, de dos y tres al mismo tiempo, a uso de los marinos mercantes que no saben salir cabalmente por una puerta, como simples gentes de tierra. El apóstol de las reformas los siguió. Singleton, endosándose su chaqueta, pasó el último, macizo y paternal, alta su cabeza de sabio azotada por las tempestades sobre su cuerpo de viejo atleta. Únicamente Charley permaneció sólo en la cruda blancura de la habitación vacía, sentado entre la doble fila de eslabones de hierro que se extendían hasta perderse en la estrecha sombra de la proa. Tiraba violentamente de los cabos del cable, en un esfuerzo supremo para terminar el nudo comenzado. De repente, se levantó de un salto, arrojó el cable a las narices del gato y brincó tras el gato negro que franqueaba a saltitos las cadenas compresoras, levantada y rígida la cola en el aire como una pequeña asta de bandera.
Fuera del resplandor y la recargada atmósfera del castillo de proa, la serena pureza de la noche envolvió a los marineros con su soplo calmante, con su tibio aliento que fluía bajo las estrellas innumerables suspendidas más alto que los topes como una fina nube de polvo luminoso. En la dirección de la ciudad, la negrura del agua se estriaba con rayas de fuego, dulcemente ondulantes a merced del rizo del agua, semejantes a filamentos que flotaran enraizados en la ribera. Hileras de otras luces se hundían en las lejanías, rectas como en una parada, entre elevados edificios; pero al otro lado del puerto, sombrías colinas arqueaban sus vértebras negras sobre las que, aquí y allá, el centelleo de una estrella parecía una chispa caída del firmamento. A lo lejos, hacia Bycullah, en las puertas de los muelles, las lámparas eléctricas balanceaban en la cima de frágiles soportes su brillo frígido, como espectros cautivos de lunas malignas. Dispersos por toda la repulida y oscura superficie de la rada, los barcos anclados flotaban perfectamente inmóviles bajo la débil luz de sus fanales de anclaje, masas opacas surgidas como extrañas y monumentales estructuras abandonadas por el hombre al eterno reposo.
Delante de la habitación del capitán, mister Baker pasaba lista. A medida que los hombres, con pasos inciertos y torpes, llegaban a la altura del palo mayor, veían a popa su rostro ancho y redondo, un papel blanco ante los ojos, y, contra su hombro, la cabeza adormilada y los pesados párpados del pilotín que sostenía, con el brazo levantado, el globo luminoso de un fanal. El ruido blando de los pies desnudos sobre el pavimento no había cesado aún cuando el segundo comenzaba a pronunciar los nombres. Articulaba distintamente, con un tono serio, como convenía a este llamamiento que requería a los hombres hacia la inquieta soledad, la lucha oscura y sin gloria o hacia la soportación más penosa todavía de pequeñas privaciones y fastidiosos deberes. A cada nombre pronunciado, respondía un hombre: «Sí, sir » o «Presente», y destacándose del grupo indistinto de cabezas visible sobre la sombra de las amuras de estribor, avanzaba con sus pies desnudos hasta el círculo de claridad, y luego, en dos pasos mudos, volvía a entrar en las tinieblas del otro lado de la cubierta. Contestaban con tonos diferentes: gruñidos pastosos, voces francas que sonaban claro; y algunos, como si todo aquello hiriese su dignidad, adoptaban una entonación indignada, pues la disciplina, a bordo de los barcos mercantes, no es nada ceremoniosa, ni muy fuerte el sentido de la jerarquía allí donde todos se sienten iguales ante la inmensidad indiferente del mar y la exigencia incesante de sus labores.
Mister Baker leía sosegadamente:
—Hansenn, Campbell, Smith, Wamibo… Y bien, Wamibo, ¿por qué no responde? Siempre hay que llamarlo a usted dos veces.
El finlandés lanzó por fin un gruñido inarticulado y, adelantándose, atravesó la zona de luz, extraño, enjuto y largo, con su rostro de durmiente despierto. El segundo continuó más rápidamente:
—Craik, Singleton, Donkin… ¡Oh, Dios mío! —exclamó involuntariamente al ver la increíble y calamitosa aparición que le revelaba la luz.
Donkin se detuvo, descubrió las encías pálidas y los largos dientes de la mandíbula superior en una sonrisa malévola:
—¿Tiene algo que observar el señor piloto? —preguntó, con un regusto de insolencia en la forzada sencillez del tono. A ambos lados de la cubierta corrieron risas ahogadas.
—Basta. Vuelva a filas —gruñó mister Baker, clavando en el nuevo marinero la clara mirada de sus ojos azules. Y Donkin, eclipsándose súbitamente, volvió a la negra tropa de hombres que lo esperaban con amistosas palmadas en la espalda y halagüeños rumores.
En torno, murmuraban los hombres:
—No tiene miedo… No os digo más sino que los hará rabiar… Vale por Punch y Judy juntos… ¿Viste el asombro del piloto? Bien, condéneme yo si nunca…
El último hombre había respondido ya a la llamada, y hubo un momento de silencio durante el cual el piloto escrutó su lista:
—Dieciséis, diecisiete —murmuraba—. Me falta un hombre, contramaestre —agregó en voz alta.
El enorme mocetón de Devonshire que se hallaba a su lado, moreno y con barba negra como un gigantesco español, dijo con una profunda voz de bajo:
—En la proa no queda nadie. He mirado por todas partes. No está a bordo, pero es posible que llegue antes del amanecer.
—Puede ser y puede no ser —comentó el piloto—. No hay manera de leer este último nombre. Tiene encima un borrón de tinta… Ése hará la cuenta… Y vosotros, abajo.
El grupo indistinto, inmóvil hasta entonces, se agitó, se deshizo, se dirigió hacia la proa.
—¡Wait! —gritó una voz llena y sonora.
Todos se detuvieron. Mister Baker, que se había apartado bostezando, dio media vuelta con la boca abierta. Luego, furioso, estalló:
—¿Qué sucede? ¿Quién ha dicho «Wait»?¿Qué?…
Pero distinguió una alta silueta,