Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад
mascullada.
—¡Martillo! ¡Martillo! ¡Mein Gott ! Consígame un martillo.
El pequeño maquinista gimoteaba como un niño, pero con brazo fracturado y todo resultó ser el menos cobarde de ellos según parece, y, en verdad, reunió suficiente valentía como para ir al cuarto de máquinas. No era una nadería, es preciso reconocerlo, en justicia. Jim me dijo que lanzaba miradas desesperadas, como un hombre acorralado, emitió un gemido bajo y salió corriendo. En el acto volvió, trepando, martillo en mano, y sin detenerse se lanzó contra el retén. Los otros abandonaron a Jim y se precipitaron en su ayuda. Oyó el golpeteo del martillo, el sonido del retén liberado que caía. El bote estaba suelto. Sólo entonces se volvió para mirar…
Sólo entonces. Pero mantuvo su distancia. Mantuvo su distancia. Quiso que supiese que había mantenido su distancia; nada había de común entre él y esos hombres… que tenían el martillo. Nada en absoluto.
Es más que probable que se considerase separado de ellos por un espacio imposible de atravesar, por un obstáculo insuperable, por un abismo sin fondo. Estaba tan lejos de ellos como le era posible…
Todo el ancho del barco.
Tenía los pies pegados a ese punto remoto, la mirada clavada en el grupo indistinto, encorvado y balanceándose extrañamente en el tormento común del pavor. Una lámpara de mano atada a un barraganete, sobre una mesita instalada en el puente —el Patna no tenía cuartos de mapas en el centro—, arrojaba su luz sobre los hombros que se movían sobre las espaldas arqueadas y móviles. Empujaron la proa del bote; lo empujaron hacia la noche; empujaron, y ya no volvieron a mirarlo. Habían abandonado el barco como si en verdad estuviese demasiado lejos, demasiado separado de ellos como para ser digno de un llamado, una mirada, una señal. No tenían tiempo para contemplar su heroísmo pasivo, para sentir el escozor de su abstención. El bote era pesado; empujaban por la proa, sin aliento sobrante para una palabra de estímulo; pero el torbellino de terror que les había dispersado el dominio de sí, como paja al viento, convertía sus desesperados esfuerzos en algo así como una travesura, lo juro, digna de payasos en una farsa. Empujaron con las manos, con la cabeza, empujaban para salvar la vida con todo el peso del cuerpo, empujaban con toda la energía del alma. Sólo que en cuanto conseguían liberar la proa del aparejo, saltaban como un solo hombre e intentaban treparse como locos. Como consecuencia natural, el bote se balanceaba con brusquedad hacia dentro, los empujaba hacia atrás, impotentes y tropezando unos con otros. Se quedaban perplejos durante un rato, intercambiaban, en feroces susurros, todos los nombres infames que se les ocurrían, y volvían a poner manos a la obra. Esto ocurrió tres veces. Jim me lo describió con lúgubre flexibilidad.
No había perdido un solo movimiento de esa cómica agitación.
—Me repugnaban. Los odié. Tenía que mirar todo eso —dijo, sin énfasis, lanzándome una mirada vigilante y sombría—. ¿Hubo alguna vez alguien tan vergonzosamente puesto a prueba? Se tomó la cabeza entre las manos por un momento, como un hombre aturdido por alguna ofensa indecible. Eran cosas que no podía explicar al tribunal… ni siquiera a mí. Yo habría sido poco idóneo para la recepción de sus confidencias si en ocasiones no hubiese podido entender las pausas que se producían entre las palabras. En otro ataque contra su fortaleza existía la burlona intención de una venganza rencorosa y vil; en su prueba había un elemento de lo burlesco, una degradación de muecas extrañas entre la cercanía de la muerte o la deshonra.
Relataba hechos que yo no olvidé, pero a esta distancia no puedo recordar sus palabras. Sólo me acuerdo de que se las arregló a las mil maravillas para transmitir el caviloso rencor de sus pensamientos y recubrirlo con el desnudo recitado de los sucesos. En dos oportunidades, me dijo, cerró los ojos, en la certidumbre de que el fin ya había llegado a él, y en dos ocasiones tuvo que volver a abrirlos. Y cada vez advirtió el oscurecimiento de la gran quietud.
La sombra de la nube silenciosa había caído sobre el barco desde el cenit, y parecía apagar todos los sonidos de su hirviente vida. Ya no escuchaba las voces bajo las toldillas. Me dijo que en cada ocasión en que cerraba los ojos, el relámpago de un pensamiento le mostraba la multitud de cuerpos, tendidos para la muerte, con tanta claridad como la luz del día. Cuando los abría, era para ver la brumosa lucha de cuatro hombres que peleaban como locos contra un bote empecinado.
—Retrocedían ante él una y otra vez, se maldecían, y de pronto se precipitaban en grupo… Suficiente como para matarlo a uno de risa —comentó con la vista baja; luego levantó los ojos, durante un instante, para mirarme con una sonrisa triste—. La vida debería ser alegre para mí gracias a ello, ¡por Dios!, pues veré esa graciosa visión muchas veces, todavía, antes de morir. —Volvió a bajar la vista—. Ver y oír… ver y oír… —repitió dos veces, a largos intervalos llenos de una mirada vacía.
Se sacudió.
—Había resuelto mantener los ojos cerrados —dijo—, y no pude. No pude y no me importa quién lo sepa. Que pasen por una experiencia similar antes de hablar. Que pasen por ella… y que lo hagan mejor…
Eso es todo. La segunda vez abrí los párpados, y también la boca. Había sentido moverse el barco.
Hundió apenas las amuras… y las levantó con suavidad… ¡y con lentitud, con una lentitud perdurable! Y apenas. Hacía días que no ocurría eso. La nube había seguido volando hacia delante, y la primera ola pareció recorrer un mar de plomo. No había vida en esa ondulación. Pero consiguió derribar algo que tenía dentro de la cabeza.
¿Qué habría hecho usted? Está muy seguro de sí, ¿no es cierto? ¿Qué haría si sintiera ahora, en este momento… que la casa se mueve, que se mueve apenas un poco bajo su silla? ¡Saltar! ¡Cielos!, daría un salto desde donde está sentado y aterrizaría en esa mata de arbustos que está allá.
Lanzó el brazo hacia la noche, más allá de la balaustrada de piedra. Yo me quedé inmóvil. Me miró con firmeza, consuma severidad. Imposible equivocarse; ahora se me amedrentaba, me correspondía no efectuar señal alguna, no fuese que, por ademán o palabra, me viese arrastrado a una admisión fatal, respecto de mí mismo, que pudiese tener alguna relación con el caso. No estaba dispuesto a correr ningún riesgo por el estilo. No olviden que lo tenía ante mí, y que en verdad se parecía demasiado a uno de nosotros como para no ser peligroso. Pero, si quieren saberlo, no me molesta decirles que, con una rápida mirada, calculé la distancia hasta la masa de negrura más densa en el centro del retazo de césped que se extendía debajo de la galería. Él exageraba.
Habría aterrizado un par de metros antes… y eso es lo único de lo cual tengo una certeza más o menos digna de confianza.
Había llegado el último momento, pensó él, y no se movió. Sus pies siguieron clavados en las tablas aunque los pensamientos se le agolpaban, sueltos en la cabeza. En ese momento, además, vio que uno de los hombres del bote retrocedía de pronto, aferraba el aire con los brazos levantados, se tambaleaba y se derrumbaba. No cayó, sino que se deslizó con suavidad hasta quedar sentado, acurrucado y con los hombros apoyados contra el costado del tragaluz del cuarto de máquinas.
—Era el hombre-burro. Un individuo macilento, de rostro blanco y bigote ralo. Trabajaba como tercer maquinista —explicó.
—Muerto —dije. Habíamos oído algo de eso en el tribunal.
—Así dicen —pronunció con sombría indiferencia—. Es claro que nunca lo supe. El corazón débil. El hombre venía quejándose hacía tiempo de que se sentía mal. Emoción. Exceso de esfuerzos. Sólo el diablo lo sabe. ¡Ja, ja, ja! Resultaba fácil ver que tampoco quería morir. Extraño, ¿verdad? ¡Que me fusilen si no se lo engañó hasta el punto de hacerlo matarse! Se lo engañó… ni más ni menos. ¡Se lo mató con engaños, por el cielo! Tal como yo. ¡Ah! ¡Si se hubiese quedado quieto; si les hubiera dicho que se fueran al demonio cuando lo sacaron de su litera porque el barco se hundía! ¡Si se hubiera quedado con las manos en los bolsillos insultándolos! Se puso de pie, sacudió el puño, me miró con cólera y se sentó.
—Una oportunidad perdida, ¡eh! —murmuré.
—¿Por