Julio Camba: Obras 1916-1923. Julio Camba

Julio Camba: Obras 1916-1923 - Julio Camba


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esto es lo que explica los lynchamientos de Cardiff.

      El dinero y la creencia.

      —Yo no creo en las Bolsas de Trabajo, ni en el arbitraje industrial, ni en nada. Los políticos del socialismo prescinden siempre de una cuestión fundamental, que es ésta: al hombre no le gusta trabajar.

      Estas palabras son casi increíbles en labios de un inglés. Es, sin embargo, un inglés el que las ha dicho, y un inglés de calidad: mister H. G. Wells.

      Wells sigue siendo inglés, a pesar de haberse dedicado a hacer novelas de imaginación. Su fantasía es puramente científica. La ciencia que aherrojaba la imaginación de Julio Verne es la base de todas las imaginaciones de Wells; Wells sueña como pudiera hacerlo un boticario genial. Como sociólogo, Wells ha dado brillantes pruebas de su talento y de su buena fe. Ha pertenecido, durante muchos años, a la Sociedad Fabiana, y ha escrito libros verdaderamente admirables. Entre ellos figuran las Anticipaciones, La utopia moderna, La Humanidad en formación y Primeras y últimas cosas.

      Pues Wells no cree que se pueda resolver la cuestión social aumentando el salario del obrero, ni disminuyendo sus horas de trabajo, ni suprimiendo el alcohol, ni asegurándole a toda la clase obrera un empleo constante en talleres del Estado, ni instalando a cada trabajador en una casita con jardín. No. «El hombre odia el trabajo

      —dice Wells—, y ésta es toda la cuestión». «Después del reposo semanal —añade—, innumerables millones de personas experimentan la angustia intolerable de tener que volver a uncirse al yugo. El obrero está horripilado de su trabajo. Le repugna el hacer cosas en las cuales él no tiene ningún interés particular: rieles para los caminos de hierro del Perú, tejidos para el Congo o ladrillos para un nuevo inmueble de los bulevares. ¿Qué se le importa a él de todo eso?».

      Wells no cree que el trabajo lleve en sí su recompensa y que haya que amar el trabajo por el trabajo. Todas esas cosas le parecen sofismas y tonterías. «El hombre es vago».

      El hombre, y también el inglés. Que el español era vago, lo sabíamos todos. La vagancia les hacía aparecer como una degeneración de la Humanidad. Pues no. La vagancia es un instinto humano. Al hombre le aterra el tener que trabajar. Supongamos que llegue una época en la cual no tenga que trabajar más que una hora diaria. Pues en esa misma época trabajará de mala gana, hará huelgas, pedirá una reducción en la jornada y un aumento de salario. «Porque —dice Wells— el obrero no sabe establecer el diagnóstico preciso de su caso y expresa su descontento en exigencias inadecuadas».

      La declaración de Wells es desoladora. ¡Adiós utopia! ¡Adiós futura ciudad del

      Buen Acuerdo! Destruido el principio de que el trabajo es una necesidad fisiológica, todo lo demás se viene a tierra. Los hombres seguirán trabajando a disgusto, o bien dejarán de trabajar y se irán a España, donde el genio de la pereza ha levantado templos tan maravillosos como la Alhambra de Granada.

      Porque Wells tiene razón. El trabajo es una cosa muy desagradable. Cuando los he necesitado, yo he encontrado argumentos para justificar mis faltas de asiduidad en el trabajo. Frecuentemente, estos argumentos me han convencido a mí mismo. Algunas veces, sin embargo, en la soledad de mi alcoba, con un calcetín en una mano, después de reflexionar largamente, he tenido un rasgo de valentía, y me he dicho:

      —Lo cierto es que yo no soy un prodigio de actividad.

      Y animado por esta primera declaración, ante la cual yo había bajado la cabeza, como un hombre que empieza a increpar a otro y ve que el otro se achanta, he añadido:

      —Decididamente, yo soy un vago.

      Wells habla de los grandes ideales, que pueden constituir motivos de trabajo.

      «Cuando el hombre trabaje por una creencia». No nos engañemos con una nueva mentira. El único móvil del trabajo es el dinero. El hombre es un vago que no quiere hacer absolutamente nada.

      El barbero francés.

      Heine habla de un barbero de Londres que, mientras le jabonaba la cara, despotricaba ferozmente contra lord Wellington; el barbero pasaba su brocha por las mejillas del poeta «con una espuma de rabia».

      —¡Ah! —decía—. Si yo le tuviera debajo de mi navaja como le tengo a usted… Por fortuna, este tipo de barbero no abunda en Londres. El barbero inglés carece, en general, de opiniones políticas, y cuando le da a usted jabón, no es ni rabiosamente, como el barbero de Heine, ni tampoco a la manera aduladora de los barberos franceses. El barbero inglés es rápido y serio. Coge la cabeza del parroquiano y no se preocupa absolutamente nada por lo que puede haber dentro de ella. Le jabona en dos brochazos, le afeita en dos pases de navaja y le alisa el pelo en dos golpes de cepillo. Es bien inglés el barbero inglés. Para él, una cabeza no debe distinguirse de otra. El barbero inglés cogería, la cabeza de un poeta español y, en dos minutos, la dejaría igual a la de un negociante inglés. Él se encarga de igualar por fuera las cabezas que la educación ha igualado ya por dentro; esta tarea del barbero inglés es tan importante, que, sin él, no sería completa la uniformidad británica.

      Comparen ustedes este tipo de barbero con el barbero francés. Todos los franceses son un poco barberos en el fondo, y los barberos profesionales son admirables. Yo creo que son barberos por naturaleza, y así me explico que se llamen artistas barberos. En sus maneras y en sus palabras hay algo jabonoso. Cogen con gran cuidado la cabeza del cliente y la interrogan poco a poco. Luego, según las declaraciones políticas o estéticas de la cabeza en cuestión, ellos le arreglan los cabellos de una u otra manera. Usted puede hacerle sin recelo entrega provisional de su cabeza a un barbero francés. El barbero francés respeta siempre la autonomía de las cabezas que le confían sus clientes. El sabe que unas cabezas son conservadoras y otras revolucionarias; que unas gustan de caracterizarse por medio de una perilla y otras por medio de una mosca. Así, no contraría nunca ni las ideas ni los peinados de sus clientes. ¡Vive la liberté, quoi…!

      ¡Ah, barbero francés! Barbero alegre y exuberante. Eres un poco pegajoso, como el cosmético. Haces elocuencia como haces espuma de jabón. Resultas insoportable; pero, en fin, el barbero debe ser un poco insoportable. ¿Qué es esto de unos barberos serios y silenciosos, que cogen una cabeza humana sin demostrarle interés ninguno, que la mondan y la dejan como si fuese una bola?

      Barberos así, yo estoy seguro de que no los hay más que en Inglaterra, el país donde a ninguna cabeza le es lícito distinguirse de otra ni por las opiniones ni por los cabellos. Cuando la ejecución de Crippen, los periódicos publicaron el retrato de un barbero inglés, que es verdugo al mismo tiempo que barbero. Este barbero ahorca las malas cabezas como alisa los cabellos rebeldes, todo ello para la buena armonía del Imperio británico. En realidad, su oficio de verdugo no es más que un complemento de su oficio de barbero. De ordinario, él se encarga de uniformar las cabezas de su clientela, y si por casualidad una de ellas es irreductible, entonces el barbero la suprime. No debe haber cabezas independientes en Inglaterra. Todas deben aceptar las mismas leyes y el mismo cosmético.

      ¿Comprenden ustedes ahora por qué son tan serios los barberos ingleses? Pues porque todos ellos son un poco verdugos.

      Mister Harvey, óptico.— Venga usted a mi casa.— Lo que pretende un polaco.— La mosca, la cerveza y los bebedores.— El idioma común y el sentimiento diverso.

      Mister Harvey tiene un taller de óptica y relojería en Blackerfrias, al Sur de Londres, un barrio obrero lleno de restaurants baratos. Yo conocí a mister Harvey en Hyde- Park, donde me quedé solo oyéndole pronunciar un discurso de propaganda


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