Y cuando digo España. Fernando García de Cortázar

Y cuando digo España - Fernando García de Cortázar


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de los celtíberos por su alejamiento, muestra ante las costumbres indígenas el mismo asombro que vemos en algunos cronistas de Indias.

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       Acueducto de Segovia, uno de los más conocidos monumentos que nos legó la civilización romana. Se le ha llamado «el arpa de piedra».

      Como los españoles más tarde, las legiones se imponen gracias a la tecnología superior, a mejores recursos de información y a las fisuras internas de los pueblos indígenas. Y como los españoles, también los romanos se enfrentan a una geografía inhóspita y hostil; también avanzan en medio de lo incomprensible. A los soldados de Cortés y Pizarro les maravillaron y atemorizaron las visiones de Tenochtitlán y Cuzco, y les atrajeron las leyendas contadas por los indígenas sobre príncipes bañados en oro y ciudades pavimentadas con metales preciosos. Los romanos no escaparon tampoco al misterio de las tierras que atravesaban. Plinio el Viejo sitúa en Cantabria tres manantiales sobre los que existía una leyenda según la cual aquel que los visitase por primera vez y los encontrase secos moriría. Y las primeras legiones que llegaron a las orillas del río Limia creyeron hallarse nada menos que ante el Leteo, el río del olvido de la mitología griega. Los soldados no se atrevían a cruzarlo porque temían perder la memoria de su vida pasada, y el cónsul Décimo Junio Bruto tuvo que atravesar las aguas con su caballo y hablarles en el latín de las arengas, llamándolos por sus nombres y recordándoles las batallas comunes, para que finalmente dieran el salto a la otra orilla.

      Ninguna conquista es agradable cuando se observa de cerca. Apiano describió la destrucción de Numancia con palabras que todavía estremecen. Polibio, que tomó parte personalmente en aquellas jornadas, nos dice que si alguien pudiera imaginar una guerra de fuego no pensaría en otra que en la de la Celtiberia. La imagen también podría valer para resumir la forma brutal empleada por Octavio Augusto para someter los valles cantábricos. Que Agripa, después de aplastar la resistencia de aquellos pueblos habituados a la guerra y poco acostumbrados a la obediencia, ni siquiera reclamara el triunfo en Roma revela la ferocidad y el horror de cuanto vieron e hicieron sus legiones.

      Pero, como España en América, Roma tiene otra cara. A Roma debemos los españoles la lengua, el derecho, la religión, unas estructuras urbanas y viarias que luego heredarían los godos, los musulmanes y los reinos cristianos, ciertas normas artísticas, una visión de la historia universal, ideas de integración y unidad donde antes no existían y una organización territorial que en muchas zonas permaneció intacta a través de los siglos. Un ejemplo de esto último son las diócesis eclesiásticas, que han mantenido hasta hoy las viejas jurisdicciones romanas.

      Marlow, el personaje de Joseph Conrad, dice al comienzo de El corazón de las tinieblas en relación a la llegada de los romanos a lo que hoy llamamos Londres: «La luz iluminó este río a partir de entonces. Sí, como una llama que corre por una llanura, como un fogonazo del relámpago en las nubes. Pero la oscuridad aún reinaba aquí ayer…». Grecia, madre de los europeos, cuna de la filosofía, de la lírica, la comedia y la tragedia, de la política o la oratoria… encendió esa luz. Y España, como el resto de Europa, aún vive, en muchos sentidos, bajo su llama temblorosa gracias al Imperio romano.

      No puede olvidarse que Roma sabía seducir tan bien como someter. Terminada la conquista y por espacio de varios siglos, Augusto y sus sucesores promovieron la asimilación, la mezcla, la circulación, auspiciando con ello un creciente sentido de comunidad y favoreciendo la integración de las elites hispanas en la política de la metrópoli. No es de extrañar, pues, que ya en el siglo I de nuestra era surgieran los primeros clanes hispanos del orden ecuestre y senatorial en la metrópoli ni que, en el revuelo posterior al asesinato de Nerón, la rica Hispania jugara una carta decisiva, al apoyar la Legio VII la proclamación en Clunia de Sulpicio Galba como emperador. Y dado el creciente peso de las camarillas peninsulares en la ciudad de Rómulo y Remo, tampoco debe sorprendernos que tres de los emperadores más importantes de la historia de Roma fueran nativos de España. Trajano y Adriano se sucedieron uno al otro, llevando el imperio a sus límites máximos y asegurando, según Gibbon, uno de los pocos siglos hermosos que ha tenido la humanidad. Teodosio, el más hispano de todos, hasta el punto de alcanzar la dignidad imperial sin haber pisado nunca Roma, remató el proceso iniciado por Constantino prohibiendo la adoración pública de los antiguos dioses e imponiendo el cristianismo como única religión oficial del Estado. Así, cuando su estrella comenzaba ya a declinar, Roma todavía entregó un último tributo a España con la estructura administrativo-religiosa de la Iglesia, plagiada de la del imperio.

      Nada, sin embargo, refleja mejor el esplendor de Roma en la península ibérica que sus ciudades. Tarragona, Córdoba, Itálica, Astorga, Mérida, Zaragoza, Clunia… son signos exteriores de la decisión romana de imponer el progreso y el desarrollo económico a través de la autoridad del Estado. Todas ellas fueron eficaces transmisoras de la civilización grecolatina, desde las levantadas o revitalizadas en las zonas ricas de la Bética hasta las fundadas en las agrestes tierras del norte. Casi todas erigieron espléndidos templos presidiendo los foros o cerca de las murallas, espaciosos teatros, anfiteatros, termas. Y hay que imaginar el pasmo que suscitarían esas imponentes construcciones en los nativos; hay que imaginar a estos como al Droctulft del relato de Borges, el guerrero germano al que las guerras llevan a Rávena, donde ve algo que no había visto jamás o que no había visto con plenitud:

      Ve el día y los cipreses y el mármol. Ve un conjunto que es múltiple sin desorden; ve una ciudad, un organismo hecho de estatuas, de templos, de jardines, de habitaciones, de gradas, de jarrones, de capiteles, de espacios regulares y abiertos. (…) Bruscamente lo ciega y lo renueva esa revelación, la Ciudad. Sabe que en ella será un perro, o un niño, y que no empezará siquiera a entenderla, pero sabe también que ella vale más que sus dioses y que la fe jurada y que todas las ciénagas de Alemania.

      Las incursiones de los pueblos bárbaros marcan la defunción de la Hispania romana. Fue la era del caos o, como la definió san Jerónimo, «el tiempo de las lágrimas». Pero ni siquiera el derrumbe del imperio hizo desaparecer por completo la herencia cultural dejada por Roma, pues esta se salvaría con el triunfo de los visigodos, cuya historia es una sucesión de migraciones y guerras desde su hogar nativo en el Báltico hasta su instalación en el sur de Francia y la península ibérica.

      Los jinetes mongoles que invadieron China y después envejecieron en las ciudades que habían anhelado destruir son un reflejo del comportamiento de los visigodos, pueblo romanizado en comparación con sus hermanos germanos. Asaltan y saquean Roma en el año 410 y poco tiempo después se convierten en soldados a sueldo del emperador, contribuyendo a defender los derechos de Honorio en Hispania y a rechazar la gran ofensiva de los hunos de Atila en los Campos Cataláunicos. Pese a la imagen que proyectan las devastaciones producidas a su paso por Italia, nada animaba a los visigodos contra el imperio. Ni sueños de gloria, ni sed de conquistas, ni menos aún motivos religiosos. Como Ulfilas, que desde Constantinopla les llevó el cristianismo en su versión arriana, sus reyes admiraban la idea que representaba Roma y estaban dispuestos a restaurar y acrecentar la gloria del nombre romano poniéndose a su servicio. Todo lo que querían, a cambio, era un lugar donde establecerse, un territorio al que llamar patria. Objetivo que alcanzaron efímeramente en el sur de Francia, con el reino de Toulouse, y que consolidaron en España, después de la desastrosa batalla de Vouillé (507), en la que lo mejor de su ejército fue aniquilado por los francos.

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      Detalle de El triunfo de san Hermenegildo, Francisco Herrera el Mozo, Museo del Prado, Madrid.

      Fue, por tanto, la debacle de Vouillé lo que empujó a los visigodos a volver la mirada allí donde habían prestado sus servicios como mercenarios: la península ibérica, el fin del mundo de los antiguos navegantes, la indómita y belicosa tierra rendida por las legiones, la provincia civilizada y productiva de Trajano y Adriano, cuyo esplendor se había marchitado hacía ya tiempo, pero cuyos tesoros aún merecían


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