Y cuando digo España. Fernando García de Cortázar
y oficio…
MIGUEL DE UNAMUNO
En efecto, no es la primera vez que la idea de España entra en crisis. La resaca del desastre de Cuba llevó a los intelectuales del primer tercio del siglo XX a preguntarse por la razón y la historia de nuestro país con una preocupación y un rigor que todavía nos aleccionan y conmueven. De la indagación en el paisaje, en el pasado y en los clásicos emprendida por Unamuno, Azorín, Machado o Menéndez Pidal brotó un diálogo fecundo, clave para que España cobrara conciencia de sí misma e iniciara la tarea de conjugar la identidad nacional con la democracia y la reforma del Estado.
Porque, en el fondo, la crisis del 98 no fue más que una crisis de modernización, a la que intentaron curar los regeneracionistas de Costa, los catalanistas de Cambó, los conservadores de Maura y los liberales de Canalejas, los reformistas de Melquíades Álvarez y los socialistas de Prieto, los europeístas del 14 con Ortega y Azaña a la cabeza y hasta los poetas del 27, sin cuya asombrosa producción lírica, nacida de un riguroso examen de la cultura, España difícilmente habría tomado posesión de sí misma. Y es que la reflexión sobre la idea de España, la indagación sobre sus propias capacidades, incluso sobre sus perplejidades históricas, también estuvo ahí: en la salida a flote de una clara conciencia del propio idioma, en la voluntad de mejorarlo, de innovar su tradición, de dotarlo de mayor fuerza expresiva, de dignificarlo hasta darle un lugar preferente en la cultura europea de entreguerras. Para aquel país que interrogaba al pasado a la luz crepuscular del imperio, y que pronto lo haría a la sombra agónica de la guerra civil, para aquella nación consciente de su magnífico acervo cultural, parecen escritos, precisamente, los versos con que Luis Cernuda terminara uno de los poemas de Donde habite el olvido:
Cuando la muerte quiera
una verdad quitar de entre mis manos,
las hallará vacías, como en la adolescencia
ardiente de deseo, tendidas hacia el aire.
La guerra civil de 1936 arruinó el camino emprendido. Para colmo de males, la irracional uniformización totalitaria del franquismo puso en marcha el proceso desnacionalizador más importante de nuestra historia. Habría que esperar, pues, a la Constitución de 1978 para dar respuesta al gran problema de la democracia que obsesionara a Ortega y Azaña, cristalizado en el ciclo de cambios de Estado y de régimen que jalonó la historia de España en el siglo XX: monarquía, dictadura de Primo de Rivera, Segunda República, levantamiento militar de 1936, guerra civil, dictadura de Franco. Quedaron, no obstante, dos sumarios inconclusos: definir los límites de descentralización que puede soportar la idea de España y atraer al cumplimiento de las reglas constitucionales a los nacionalismos catalán y vasco. Ambos expedientes son los detonantes de la crisis de identidad nacional que viven hoy los españoles, mucho más aguda que en el 98, ya que entonces nadie negaba la condición de España como nación. Hoy sí.
Conviene, por tanto, repetirlo sin tregua. España no es un país de desguace ni de fin de raza. No lo fue en tiempos pasados, ni siquiera cuando la literatura se tendió sobre el campo ensangrentado de la guerra civil. Y no lo es hoy. España no es una abstracción ni un mero trámite legal cumplimentado en 1978, ni tampoco un vulgar caparazón institucional creado por la política expansiva de Castilla, un simple Estado que nacionalistas vascos y catalanes se ven en la obligación de compartir con sus presuntos opresores. España es el fruto de una larga tradición, de un prolongado hermanamiento, de un deseo claramente expresado de continuar la vida en común… El producto de un enriquecedor proceso de mestizaje y de un ímpetu cultural desarrollado a lo largo de los siglos.
Hispania, Toledo, al-Ándalus, Sefarad, América… Se ha escrito muchas veces que el nuestro es el país de todas las culturas. No creo que haya fórmula que lo defina mejor. Diversidad, aluvión, contagio, préstamo…, son palabras de la hermosa lengua tallada por Nebrija que sirven para describir la historia de España. Porque la identidad es un proceso, y España —como Francia o Gran Bretaña, como cualquier otra nación europea— es lo que ha ido siendo a través del tiempo: una inmensa mezcla, un mosaico de millones de piezas que vienen de todos lados. Somos griegos e iberos, fenicios y romanos, godos y árabes, judíos y cristianos. Somos también americanos, los descendientes de una historia rica y diversa. ¿O acaso no es un ciudadano, entre otras muchas cosas, un punto de convergencia, un producto, un hijo de su pasado nacional? Decía Azaña:
Soy español por los cuatro costados. De ahí que me considere miembro de una sociedad ni mejor ni peor en esencia de las demás europeas. Y es en cuanto español, que me anima el espíritu propio de un liberal que hallándose predeterminado en parte por inclinaciones heredadas, las corrige, las encauza hasta donde le permite el desinterés de la inteligencia.
Voces plurales, civilizaciones sobre las que se van asentando otras civilizaciones, a veces enriquecidas, a veces arrinconadas. No conozco una imagen que de manera más directa nos pueda hacer sentir la fuerza aglutinadora y mestiza de lo hispano que «El aleph», el relato del escritor argentino Jorge Luis Borges. En este cuento, el narrador logra encontrar un instante perfecto en el tiempo y en el espacio en el que todos los lugares del mundo pueden ser vistos en el mismo momento, sin confusión, desde todos los ángulos, y sin embargo en perfecta existencia simultánea.
Y bien, ¿qué veríamos hoy en el aleph español? Veríamos una tierra que mejora su destino convirtiéndose en cuba de sedimentación de pueblos, culturas y dioses. Veríamos la vieja y legendaria Iberia donde Ulises descendió a la casa de Hades, la patria del ibero y del celta, verdadero El Dorado de las ciudades fenicias de Sidón o Tiro. Veríamos la España de Roma y del reino visigodo de Toledo, la España del islam, de la cábala y de la noche oscura del alma. Veríamos la España que descifró los mares y descubrió América, la España del cardenal Cisneros y Fernando de Rojas, de Hernán Cortés y Elcano, de Carlos V y Felipe II, de Olivares y Quevedo, la España de Olavide y Jovellanos, de Larra y Torrijos, de Víctor Chávarri y Cánovas del Castillo, de Machado y Clara Campoamor… La madre nutricia de sueños a la que, en plena desilusión del 98, rindió homenaje el nicaragüense Rubén Darío con versos esperanzados:
Mientras el mundo aliente, mientras la esfera gire,
mientras la onda cordial aliente un sueño,
mientras haya una viva pasión, un noble empeño,
un buscado imposible, una imposible hazaña,
una América oculta que hallar, vivirá España.
Veríamos el país que nos diera a conocer Cervantes, que consuela y cura de la quiebra de confianza entre gobernantes y gobernados, la patria del alma que los poetas —desde Marcial a Jaime Gil de Biedma, pasando por Ibn Hazm de Córdoba, Ibn Gabirol, Gonzalo de Berceo, Ausiàs March, san Juan de la Cruz, Espronceda, Manuel Machado, Blas de Otero…— nos han confiado con su cántico universal de amor a la tierra, a Dios y al hombre, roto el olvido del tiempo y la disparidad de las lenguas. Veríamos el debate teológico y jurídico que, en 1539, establece las bases del moderno derecho internacional; la defensa, en 1599, en plena época de afirmación monárquica, de la existencia de leyes emanadas del pueblo; la lucha por la democracia y la igualdad. Veríamos una nación que, en tiempos difíciles, ha sabido alumbrar esperanzas, una nación en permanente génesis, como ya la definiera Galdós en el siglo XIX, heroica viviendo, heroica