La primera vuelta al mundo. José Luis Comellas García-Lera

La primera vuelta al mundo - José Luis Comellas García-Lera


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advertir que por pura afición metodológica no pretendo en absoluto un relato circunstanciado, atiborrado de datos concretos, de nombres que no hacen al caso o de hechos que no modifican sustancialmente la verdad viva y esencial de lo ocurrido, y que por razón del fárrago —necesario muchas veces al profesional y en sí enriquecedores— pudieran resultar abstrusos o incómodos para el lector. Desearía que nada se perdiera con su omisión. Y, por encima de todo, desearía compartir lo que he sentido cuando he tratado de revivir la aventura ocurrida hace ahora quinientos años. He disfrutado muchísimo reconstruyendo esa aventura, y solo me queda desear de corazón que el lector pueda disfrutar con ella tanto como yo.

      EL MOMENTO DEL VIAJE

      No pretendo tampoco criticar a los autores que relatan circunstanciadamente la biografía previa de Magallanes o Elcano, los antecedentes de su iniciativa o los complicadísimos entresijos de los preparativos de la expedición. Son puntos dignos de ser conocidos, y sobre los cuales —diría que casi por desgracia— conocemos más detalles que sobre el viaje mismo. No solo admito el estudio de su complejo desarrollo, sino que, en sus puntos esenciales, me dispongo a exponerlos en este capítulo previo. Sin necesidad de descender a detalles ni centrarse en ocurrencias ajenas a la aventura en sí, está perfectamente claro que resultan absolutamente necesarios para la puesta en escena de lo que después ocurrió. Hacer historia partiendo de un punto fijo como si ese punto fuese el comienzo de la historia misma es como partir de cero en medio de una realidad continua, y eso nos impide comprender el cómo y el por qué de las cosas que en un momento acontecen. Discúlpese por tanto este capítulo previo que no tiene otro objeto que la necesaria reconstrucción del escenario histórico en que se desarrolla el episodio que pocas páginas más adelante se empezará a relatar.

      Un nuevo y deslumbrante mapa del mundo

      Una de las eras más gratificantes de la historia es la de los grandes descubrimientos geográficos, cuyos jalones más importantes se sitúan —observa Sánchez Sorondo— en un tiempo desconcertantemente corto, como que entre el primer viaje de Colón, en 1492 y el de Magallanes-Elcano, en 1519-1522, no transcurren más de treinta años. En medio queda el de Vasco de Gama, que en 1497-98 dobló el sur de África por el cabo de Buena Esperanza y abrió una ruta de Europa hacia el Oriente. Otros viajes descubrieron casi toda la costa americana, de Canadá al estuario del Plata, y desde Panamá se vio un nuevo y asombroso océano más allá del Nuevo Mundo. Antes del viaje de Magallanes-Elcano, los portugueses habían llegado a Malaca y mantenían comercio por terceras manos con los chinos o los indonesios. De pronto, el mundo entero abrió su faz a los hombres de nuestra civilización, y, de paso, a las demás civilizaciones de la Tierra.

      Los motivos de que esto fuera así, son muy diversos. Por una parte, tenemos el desarrollo de los medios de navegación en la baja edad media, en que empezaron a construirse barcos de excelentes líneas de agua y gran capacidad, arbolados de dos o tres mástiles y muchas velas bien manejables, que podían ceñir frente a casi todos los vientos. Las ágiles carabelas, capaces de enfrentarse a los más grandes océanos y a las más fuertes tempestades, fueron un instrumento especialmente capacitado para la navegación de altura. Luego, ya en los tiempos de Magallanes, les iban sustituyendo las naos, más grandes y resistentes. La quilla y el timón de codaste fueron inventos fundamentales para dirigir el navío en cualquier dirección. Los mapas y portulanos, desarrollados sobre todo entre los pueblos mediterráneos, transplantados en su momento al mundo atlántico, permitieron conocer las distancias y los rumbos sobre los mares, partir de un puerto conocido a otro también conocido, o bien arribar a una costa desconocida y añadirla al mapa. La brújula y la rosa de los vientos permitían una adecuada orientación y de consiguiente deducir el rumbo, con ayuda del mapa. Sin navíos preparados para una gran navegación, sin mapas y sin brújulas hubiera sido imposible descubrir, conocer y describir el mundo. Algo más faltaba para la realización de la navegación de altura, lejos de toda tierra conocida: la facultad de situarse sobre el mapa sin necesidad de una tierra a la vista, de saber dónde se está. También del mundo mediterráneo pasaron al Atlántico, donde eran mucho más necesarios, los medios de orientarse por la brújula, por las estrellas, de guiarse por la Polar, o calcular la latitud por la altura del polo celeste, o bien por la altura del sol a mediodía. Para ello servían el astrolabio o el cuadrante y las tablas ingeniadas por los astrónomos que daban la posición exacta de las estrellas, o la altura del sol cada día del año.

      Pero todo este instrumental no hubiera servido más que para navegaciones convencionales si no hubieran existido otros motivos de fondo que condujeron a la realización de la aventura de buscar aquello de lo que aún no se tenía noticia. Uno de esos motivos fue la curiosidad del hombre renacentista, deseoso de llegar «más allá», «plus ultra», de buscar para conocer. El mismo Colón explicaba a los Reyes Católicos que «el afán de conocer el mundo es el que lleva al hombre a descubrir nuevas tierras». Explorar, llegar hasta donde nadie ha llegado: he aquí el ideal de los nuevos tiempos. Y ciertamente que el hombre del Renacimiento —primero portugueses y españoles, pronto franceses, ingleses, holandeses, alemanes e italianos— se dio prisa en conocer el mundo hasta sus últimos confines.

      Otro motivo fue operante, al menos en principio: el relato de Marco Polo, aquel veneciano que acompañando a distintas caravanas atravesó Asia hasta llegar a China, después de un viaje de tres años (1271-1274). Marco, que era un joven avispado y despierto, cayó bien al poderoso Kubilai Khan, entonces emperador de aquel vasto territorio. Desempeñó varios cargos, entre ellos el de embajador, condición que le permitió conocer otros países de Oriente. Al fin decidió regresar a su tierra italiana, en un viaje todavía más azaroso que el de ida, esta vez en su mayor parte por mar, que le permitió arribar a Venecia en 1295. No prolonguemos un relato que parece en este punto innecesario, pero sí es preciso tener en cuenta dos circunstancias. El libro de Marco Polo —redactado por él o por su amigo Rusticello, el asunto no tiene ahora por qué interesarnos— está lleno de noticias maravillosas, en parte ciertas, en parte exageradas, algunas inventadas del todo, que causaron sensación en su tiempo, y más en la época renacentista, cuando la imprenta difundió la escritura por doquier. En primer lugar, se generalizó la idea de que el imperio chino era un país riquísimo, exuberante de metales preciosos, perlas, especias refinadas. Llegar al Extremo Oriente con facilidad significaría tener a disposición del hombre occidental el país de las maravillas. Y otro mito que Polo difundió fue el del reino del Preste Juan, un gran monarca cristiano, rodeado de enemigos musulmanes por todas partes, que sin embargo, resistía valerosamente.

      Los relatos de Marco Polo crearon así dos mitos capaces de suscitar el afán de aventuras. Uno más bien idealista: llegar al país del Preste Juan, ayudarle frente a sus enemigos y tal vez aliarse con él para una cruzada general, en un momento en que el imperio otomano amenazaba a Europa. Y el otro materialista: alcanzar el riquísimo país del Gran Khan, encontrar metales preciosos, negociar con artículos tan relacionados con el lujo y la riqueza apetecible como las refinadas especias, las perlas, la seda, la porcelana. Llegar al Extremo Oriente representaría un fabuloso negocio. Y comoquiera que el avance del imperio turco por los confines del Oriente Próximo cerraba los caminos de la tierra, era preciso encontrar un camino por el mar. La sed de oro, tan despierta por los tiempos del Renacimiento, tiene una explicación en gran parte independiente de la codicia humana. Había progresado la organización compleja del Estado Moderno, las comunicaciones, la posibilidad de intercambios, la producción de bienes, y la mejora de las técnicas para obtenerlos, el comercio y las grandes ferias periódicas a que concurrían mercaderes de toda Europa, los sistemas de préstamo, de cambio y de giro. Faltaba algo fundamental: el metal precioso, base del sistema de monedas. Abundaban, por decirlo de la forma más sencilla, bienes de todas clases, pero escaseaba el dinero con que adquirirlos. Aquel desequilibrio podía dar al traste con el magnífico despliegue histórico de la Europa moderna. Una famosa familia de banqueros de Augsburgo, los Függer, se lanzaron a la búsqueda de filones de metal precioso, y encontraron las minas de plata de Schwaz, en el Tirol, más tarde otras venas argentíferas en Hungría y en Bohemia. Pero el metal amonedable, sobre todo el amarillo, seguía escaseando angustiosamente. Los grandes descubrimientos geográficos vendrían a resolver el problema para muchos siglos.

      Las


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