Cielos de plomo. Carlos Bassas Del Rey

Cielos de plomo - Carlos Bassas Del Rey


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defensor del derribo de las murallas de Barcelona.

      ALBERTO FOSC: antiguo estudiante del Real Colegio de Cirugía. Torturador a sueldo de la Capitanía General de Cataluña. Asesino.

      SALVADOR: huérfano, sargento de la Tinya. Es el superior directo de Miquel en la organización.

      ENRIC: hermano de Andreu Vila.

      CISCU: huérfano, sargento de la Tinya del Distrito III.

      SEÑORA AMÀLIA: viuda, dueña del hostal en el que vive Andreu Vila y que acogerá a Miquel bajo su techo.

      JERÓNIMO VALDÉS: militar y político español. Ejerce como gobernador y capitán general de Cuba durante la regencia de Espartero.

      Plano de la ciudad de Barcelona, 1840

      Prefacio

      Barcelona, 1877

      Desconozco más cosas de las que sé en este mundo.

      No sé cuándo nací.

      No sé el nombre que me puso mi madre, si llegó a elegir uno mientras me cargaba en el vientre, a gritarlo mientras me alumbraba.

      No llegué a conocerla.

      Tampoco a mi padre.

      Tan solo sé que alguien me dejó recién alumbrado en el torno de los huérfanos de la Casa de Misericordia, que las hermanas de la Caridad me recogieron, me colgaron al cuello el cordel con placa de plomo en el que constaba mi fecha de entrada y me bautizaron con el santo del día. Esa es mi única estirpe, la de los desheredados. Y para dar fe de ello, para que jamás lo olvidara —ni yo ni nadie a quien conociera en vida—, me impusieron un apellido sin cuna: Expósito.

      Miquel Expósito.

      Ese es mi nombre.

      Han pasado muchos años desde que sucedió lo que os voy a relatar, pero solo ahora, aplacado el último remordimiento, encuentro el tiempo y la paz necesarios para sentarme a escribir. En el ocaso final, uno vive más en el pasado que en el presente y le apremia la necesidad de rendir cuentas.

      Esta historia tiene que ver con la muerte de quien fue mi mejor amigo. Se llamaba Víctor y, al igual que yo, era un huérfano. Esa condición, sobre la que ninguno de los dos tuvo nada que decir, nos juntó en un primer momento, pero fue la amistad que desarrollamos después, elegida por voluntad propia, la que nos unió de un modo definitivo.

      Solo aquellos que estuvieron implicados de alguna manera en los sucesos que acaecieron en aquel despertar de 1843 conocen los detalles. De todos ellos, soy el único que aún transita por este valle de lágrimas, de modo que la responsabilidad de dar testimonio y cobrar postrera venganza recae por entero sobre mis hombros.

      Tenía diecisiete años por entonces.

      Hoy rondo los cincuenta, y el poco tiempo que me resta se lo debo a la verdad.

      Mi verdad.

      Y a la muerte.

PRIMERA PARTE BARCELONA, FEBRERO DE 1843

      I

      El cuerpo apareció recostado contra uno de los muros del callejón de Sota Muralla, entre los desperdicios de una de las tabernas que angostaban la calle.

      Lo descubrió un sereno, el sol recién asomado, el cielo de plomo.

      Dijo que parecía dormir sobre una frazada escarlata. Que, al acercarse, le vio el rostro pálido y los labios azules pero la cara tranquila.

      Dijo también que tenía las manos cruzadas sobre el regazo y que, al zarandearle para romperle el sueño, el cuerpo se vino abajo y las tripas se le derramaron.

      El hombre se cubrió la nariz y la boca con un pañuelo.

      Eso fue todo.

      Era un muerto más en una ciudad llena de ellos.

      Por aquel entonces, yo no era más que un gato —el equivalente a un soldado raso— de la Tinya, una pequeña organización callejera compuesta por huérfanos y desheredados que vivíamos del hurto y el mercadeo, de vender cualquier producto e intercambiar todo tipo de información. No había nada que no pudiéramos sustraer o proveer, siempre y cuando hubiera algún maravedí de cobre, algún real de plata de por medio. Nuestra red lo cubría todo, desde el callejón más estrecho a la avenida más diáfana; desde los baños del Cid al Baluarte de Valldoncella; de la plaza de San Pedro al Plano de Palacio, y de allí hasta el fuerte de las Atarazanas. Nada sucedía en Barcelona sin que, tarde o temprano, un miembro de la Tinya lo supiera y procurara sacar beneficio de ello.

      La ciudad estaba dividida en cuatro grandes distritos, cada uno de los cuales constaba de diez barrios. La Barceloneta y el puerto, fuera de las murallas, eran zonas francas; allí vivían otros hombres e imperaban otras leyes. Una línea que unía la Puerta del Ángel, la plaza Santa Ana, el carrer Archs hasta la plaza Nueva, Cambios Nuevos, Aviñón y que de ahí bajaba hasta la Muralla de Mar por Escudellers y Simón Oller partía la ciudad en vertical, mientras que otra formada por las calles San Antonio Abad, Hospital, Boquería, Call, la plaza de San Jaime, Libretería, Boria y Corders hasta la Puerta Nueva separaba montaña de mar.

      La estructura jerárquica era simple: al frente de cada distrito se situaba un general que, junto a los otros tres, formaban el Consejo, y cada uno de estos territorios estaba comandado por un capitán y varios sargentos. El resto éramos gatos distribuidos por tareas, desde simples vigilantes —maulladores nos llamaban—, a encargados de sisar todo lo que se pusiera a tiro. Se empezaba por abajo, y si eras listo y cumplías, podías ascender hasta sargento. Los capitanes eran elegidos a mano alzada, y eran ellos quienes, a su vez, designaban al general de su zona.

      Solo existían dos normas de obligado cumplimiento.

      La primera: obedecerás todas las órdenes de tus superiores.

      La segunda: jamás trabajarás fuera de tu distrito sin permiso.

      El castigo por desobedecer la primera era el corro —jamás supe qué sucedía si alguien era tan temerario como para reincidir—; la pena por faenar en territorio ajeno era el Juicio de Expulsión. En caso de ser condenado, todo miembro de la Tinya tenía la obligación de darte la espalda. Nadie podía volver a tener ningún trato contigo fueran cuales fuesen las circunstancias. Simplemente, te convertías en un muerto.

      Un muerto entre los ya muertos.

      * * *

      Asentada la mañana, Salvador, el sargento responsable de mi zona, me mandó llamar. Era uno de los mayores; un tío duro pero justo, bien plantado, con cierto éxito entre nenas y criadas —también con alguna que otra señora— a pesar de que la atrepsia le había dejado cierta cojera y un cuerpo deshidratado. No obstante, se las apañaba muy bien con los puños, de modo que todos le respetaban.

      —Han matado a uno de los nuestros, Miquel.

      Aún no sabía de quién se trataba, pero ya tenía el estómago encogido.

      —Es Víctor —confirmó al verme la descomposición en el rostro.

      Quizá por eso, porque mi vientre lo sabía antes que yo, pude aguantarme las lágrimas, las de dolor y las de rabia. Víctor había sido mi padrino —el único modo de entrar en la organización era que alguien te avalara— y se había encargado de mi instrucción. Me había enseñado a moverme como una sombra por el laberinto de calles, callejas y callejones de nuestro distrito; a saber mirar lo que otros no acertaban a ver; a aprender a escuchar, no solo a oír; a abrir un monedero sin aspavientos; a ser capaz de adivinar su contenido con solo rozarlo; a extraer cualquier cosa de su interior; a saber distinguir al burgués adinerado del muerto de hambre con ínfulas.


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