¿La imagen educa?. Sarah Corona Berkin
que me llama la atención aquí en estas celebraciones comunitarias es la fuerza que adquiere una forma de operar con la imagen del pueblo, su belleza, para con los niños: la cultura, el campesino, así parcializados, el/la, no son “representación” ni “símbolo” del pasado (en tanto mímesis de segunda naturaleza); son fragmentos-testigos, restos de ello mismo. Muestra viva, como sinécdoque de un pasado magnífico que es digno de veneración. Y bien sabemos que la veneración, como cualquier acto de contemplación que emana del dogma, bloquea el argumento e impide la profanación. A su vez, si es concebido como resto directo, manifestación objetiva del pasado, la temporalidad se anula sobre el fondo de un no-tiempo. En síntesis, la reliquia bloquea la posibilidad de pensar históricamente.
Convengamos que la reliquia sólo existe cuando hay un vínculo mayor que la sostiene, que la legitima. En este caso, ciertas formas de estatalidad. De algún modo, considero que el esfuerzo por nuclear una producción “enlatada” de alteridades (Segato, 2007), una formación particular de “otredades”, abreva en estas características con el uso de lo que Hall llamaría la “imagen atávica” del Otro (Hall, 2010), que sirve no solamente para producir la noción de tradición, sino también para crear una ilusión de tiempo particular. Esa forma de pasado arcaico encuentra en el niño y en la performance escolar, una promesa de futuro. Tal vez es una hipótesis demasiado aventurada, pero creo que ese acto mimético es la forma más eficaz de las imágenes de los derrotados, de los que están siempre a punto de desaparecer, al decir de Didi-Huberman, y es sobreexpuesta piadosamente en la educación pública para borrar cualquier conato de violencia, del proceso histórico que esa imagen connota.
El epígrafe de este trabajo corresponde a esa sensibilidad de Didi-Huberman que plantea, siguiendo a Benjamin, que es necesario desconfiar de las palabras y de las imágenes en las que los pueblos han sido mostrados, exhibidos, y sobre todo fijados por las instancias de poder, justamente porque esas imágenes atentan contra la propia noción histórico-política que los hace ser: “los pueblos expuestos a la reiteración estereotipada de las imágenes son también pueblos expuestos a desaparecer” (Didi-Huberman, 2014: 14).
Lo que desde una perspectiva etnográfica podríamos agregar al análisis de Didi-Huberman —y que aparece abigarrado aquí— es que las acciones de estatalidad emprendidas por agentes específicos han logrado “ser”, bajo ciertas condiciones, la forma de autopercepción de las comunidades que, en efecto, quieren tener derecho a encarnar las imágenes, los símbolos y los atributos de la nación. El Estado funciona en el marco de una condición histórica aporética: en el afán de gestionar imprime su firma (Das, 2004); una escritura que siempre es catacrésica: esto es, que puede ser excedida, vuelta inestable, a partir de su propio significante.u Es en esa ambivalencia que implica la firma del Estado (entre pertenencia y desafiliación) donde habría que prestar mayor atención al uso restaurado del universo simbólico nacional.
En Jamapa, en medio de las celebraciones, doña Herminia me comentaba algo que, considero, sintetiza lo que estoy argumentando:
…qué bonita se ve la bandera en los niños; y las jarochas al costado. Lástima que en un tiempo se arruinan. Como el país, ¿no cree? El problema es que aquí falta de todo. Por eso es bueno mostrarles a los niños, que vean, que sientan, que defiendan que esto también es México. Si allá se olvidan, que ellos no lo permitan. Y para eso hay que saber, ir al museo, ver la bandera, defenderla pero desde acá, y eso sí: ¡tener algo para decir! [El énfasis es mío.]
Conclusiones
Si allá se olvidan… La alegoría del paisaje en la confirmación relacional del poder. ¿”Allá” es la ciudad capital del país, el “Distrito”, como me replican cuando explico lacónicamente que vengo del DF, ese territorio centrípeto adonde todo parece dirimirse, incluso aquello que las comunidades deben hacer consigo mismas en términos de su (re)presentación? ¿O “allá” es el gobierno, en esa afirmación proteica del poder que está siempre en otro lado o que, parafraseando al dictum de Foucault, viene de otro lado?i ¿O será que “allá” refiere más bien a una metáfora temporal, del lapso transcurrido que todo lo tergiversa y lo devuelve usado; el tiempo de la madurez donde ya ningún atributo alcanza compromiso histórico y entonces la facultad mimética de ese niño en el acto escolar es, en la mirada del adulto, simplemente un disfraz, una afectación que motiva la risa y la ternura?
No lo sé. Pero la “fe” en que la carencia puede ser resuelta por medio de los atributos de la nación (escuela y museo) no me parece que pueda agotarse en nuestra descalificación como llana ideología (en su sentido más restrictivo de falsa conciencia). Tal vez aquí sí cobra sentido la noción de comunidad de Roberto Esposito, aquella que plantea que la comunidad no se articula en lo común, sino en la falta (Esposito, 2009).o El problema con las prescripciones filosóficas (a diferencia de las sensibilidades etnográficas) es que no dan cuenta de que las personas viven porque pueden simbolizar su existencia, ritualizarla, pactarla en acciones cotidianas. A eso apela Herminia. A una refundación del pacto, donde escuela, bandera y museo aún tienen sentido. El problema es que han perdido la capacidad de hacerlo duradero, de sostenerlo en el tiempo. Ni las narraciones de la historia ni las prerrogativas de las políticas de identidad parecen estar a la altura de suturar ese pacto, de hacerlo no sólo significante sino duradero. Y las acciones de estatalidad —según he tratado de mostrar— intentan extender su soberanía no ya por la vía de promover un pacto originario de nivelación y de homogeneidad. Al contrario, lo hacen promoviendo que el Estado ya entendió todo: somos muchos, hay “otros”. Pero aquellos, los adjetivables, los que necesitan un epíteto (indígenas, originarios, afros, etc.) son, ante todo, bellos. Bella es la tradición, la vasija, el traje, la bandera. Bello es siempre lo que aparece así —el/lo— en la singularidad. Bello es lo solemne y bello es, como sabemos, aquello que está condenado a existir fuera del uso cotidiano y de la mutación de la historia. Bello es, quiero decir, aquello que se exhorta a existir fuera de lo político: lejos del accidente, de la batalla y de la diferencia.p
Uno de los elementos que, desde mi lectura, se ha trabajado poco en el “dispositivo” museo es la noción de pluralidad. No la pluralidad liberal, no la idea de “muchas piezas” en un conjunto. Desde ese prisma hay, en todo caso, demasiado. Me refiero a la pluralidad que toma en cuenta la diferencia como un resultado sedimentado de procesos históricos: como aquello que ha sido negado y luego puesto a funcionar como signo de derrota en los cuerpos y en los rostros de los conquistados, de los despojados. Lo cierto es que la pluralidad liberal produjo (en el museo, en la fiesta y en ciertas estrategias pedagógicas) una poderosa alquimia. Con la idea de restituir el pleonasmo de un “derecho a la presencia”, hizo funcionar la diversidad de pueblos no como formas heterogéneas de producir narraciones cambiantes y accidentadas sobre sí mismos, sino como una estampa de beldad que sólo acepta ser vista, mirada. Se puso el acento en restituir la presencia de los olvidados no en la reescritura del mapa de relaciones históricas que hemos construido y que signan el presente (y que nos involucraría en una revisión de esas relaciones), sino en signos curiosos a los que se impidió la polisemia: son muchos, sí, pero tienen permitido existir como una sola cosa: una enumeración de bellezas.
Quizás la primera mancuerna que deberían tener en cuenta los museos y la escuela es volver a las lecciones de filosofía política de Kant que nos dio Hannah Arendt: hay que desconfiar de los pueblos embellecidos por el poder. Esa es, también, la axial desconfianza de Herminia en Jamapa. Podríamos hacer un contrapunto entre “aparecer” como pueblo en una imagen, y ser o “estar expuesto” como pueblo. La inocua belleza responde a esta segunda forma como voluntad de poder, y por ello estar expuesto se parece, cada vez más, al borramiento. En todo caso, pugnaríamos por confiar en los pueblos pulidos por la historia, por el paso de la historia por encima de su belleza, de su tradición y de su pulcritud. Pueblos atravesados por la contradicción como el aparecer político y por la exigencia de “tener algo para decir”. Algo que no sea fácilmente encasillable en la “prístina tradición”, la “cosmogonía originaria”, las “historias inmaculadas” y demás artilugios depositados en la alteridad. Resta desconfiar vivamente de las imágenes de autenticidad, de las purezas, de las originalidades y de