La entreplanta. Nicholson Baker
motivos todavía presentan baldosines de linóleo –cafeterías, salas para el correo, cuartos de ordenadores–. El linóleo resultaba soportable allá cuando la luz incandescente estaba ahí para contrarrestarlo con un brillo mitigador, pero la combinación de fluorescente y linóleo, la cual debió de extenderse durante varios años conforme ambas tendencias se solapaban, no es la más adecuada.
Mientras trabajaba, pues, mi pie se había zafado, sin aprobación alguna por parte de mi voluntad consciente, del zapato desatado en pos de la textura de la moqueta; aunque ahora, conforme reconstruyo dicho momento, me percato de que estaba operando también un deseo más específico: cuando deslizas el pie con su calcetín sobre una superficie enmoquetada, las fibras del calcetín y de la moqueta se enredan y se traban, de modo que si bien crees que estás disfrutando de la textura del enmoquetado, en realidad estás disfrutando del roce de la superficie interna del calcetín contra la planta del pie, algo que normalmente llegas a experimentar solo cuando te pones el calcetín por las mañanas1.
Pocos minutos antes de las doce, paré de trabajar, tiré mis tapones para los oídos a la papelera y, con mayor cuidado, el remanente de mi café de la mañana –colocándolo en vertical dentro de los foques convergentes de la bolsa del cubo de la basura en la base del receptáculo en sí–. Grapé una copia a carbón de un memorando que alguien me había remitido a una copia de un memorando anterior que había redactado yo sobre la misma materia y en la parte de arriba escribí a mi director, con el mejor de mis garabatos informales, «Abe… ¿sigo machacando a esta gente o lo dejo?». Puse los papeles grapados en una de mis bandejas Eldon, inseguro de si reenviárselos o no a Abelardo. Luego me puse el zapato volteándolo con un toquecito en un lateral, enganchándolo con el pie y sacudiéndolo hasta que encajó. Todo esto lo completé a tientas con el pie; y al encorvarme sobre los papeles de mi escritorio para alcanzar el cordón desatado, experimenté una leve oleada de orgullo por ser capaz de atarme el cordón sin mirar. En ese momento, Dave, Sue y Steve, de camino al almuerzo, me saludaron con la mano al pasar por delante de mi oficina. Como estaba justo en mitad de atarme un zapato, no pude corresponder con desenfado al saludo, así que voceé un sorprendido, un sobrexcitado «¡Que vaya bien, muchachos!». Desaparecieron; tiré bien del cordón izquierdo y bingo, se rompió.
La curva de incredulidad y resignación que en aquel momento soporté fue del tipo que en la vida provocan cierta clase de sucesos, interrupciones de las rutinas físicas, tales como:
a) alcanzar el último escalón pero creyendo que todavía falta por subir otro escalón, dando un plantillazo contra el rellano;
b) tirar del hilo rojo que se supone que abre de par en par el envoltorio de una tirita Band-Aid y liberarlo por completo de este sin desgarrarlo;
c) ir a cortar un trozo de cinta adhesiva Scotch del rollo que reside semihundido en ese negro y solemne dispensador suyo con aspecto de un viejo automóvil Duesenberg, oír el susurro ligeramente descendente del plástico con revestimiento adhesivo que se despega del anverso de la cinta al salir (con tono descendente porque la tira, si bien amplifica el sonido, se va haciendo también más larga conforme tiras de ella2), y entonces, justo cuando tienes la intención de cortar el trozo con el serrado metálico, llegar al más recóndito final del rollo, de tal forma que el segmento del cual has estado tirando flota inesperadamente libre. Ahora más que nunca, con el ascenso de las notas adhesivas, las cuales han logrado que los enormes dispensadores negros de cinta adhesiva luzcan todavía más pomposos y más Biedermeier y trágicamente obsoletos, uno casi cree que jamás va a alcanzar el final del rollo de cinta; y cuando lo alcanzas, se da una sensación cercana, si bien muy breve, a la conmoción y la pena;
d) proponerte grapar un grueso memorando y ansiar, conforme empiezas a reclinarte sobre la brontosáurica cabeza del cuerpo de la grapadora3, acometer las tres fases del acto– primera, antes de que el cuerpo de la grapadora haga contacto con el papel, la resistencia del muelle que mantiene erguido el cuerpo; después, segunda, el momento en que la pequeña unidad independiente en el cuerpo de la grapadora hocica contra el papel y empieza a forzar las dos puntas de la grapa a penetrar y a atravesar el papel; y, tercera, el crujido que uno nota, como al mascar un cubito de hielo, conforme las dos púas gemelas de la grapa emergen del lado interno del papel y se doblan contra los dos hoyos de la plantilla en la base de la grapadora, curvándose hacia dentro en un abrazo cangrejil con tu memorando, hasta desacoplarse de una vez por todas de la máquina– pero descubrir, conforme te apoyas en la grapadora con tu codo inmovilizado y la respiración contenida y aquella se estampa desdentada contra el papel, que se han acabado las grapas. ¿Cómo ha podido traicionarte algo así de consistente, así de incremental? (Pero hay consuelo: te pones a recargarla, dejando al descubierto el cuerpo de la grapadora y colocando una larga y citaresca hilera de grapas en su sitio; y más tarde, al teléfono, te pones a juguetear con la sección de las grapas que no te ha cabido en la grapadora, la rompes en segmentos más pequeños, haciéndolos pender de un pernio de pegamento).
Como consecuencia de la decepción por el cordón roto, irracionalmente, visualicé a Dave, Sue y Steve tal como acababa de verlos y pensé, «¡Alegres gilipollas!» ya que era probable que hubiese roto el cordón por transferir la energía social que había tenido que acopiar yo con el fin de soltarles un amigable «¡Que vaya bien!» desde mi posición agachada de atador-de-cordones a la fuerza que había empleado en tirar del cordón. Por supuesto, se habría roto igualmente antes o después. Era el cordón original, y los zapatos eran los mismos que mi padre me había comprado dos años atrás, justo después de que empezara en este trabajo, el primero tras acabar la facultad –por lo que dicha ruptura supuso una especie de hito sentimental–. Hice rodar hacia atrás mi silla para evaluar los daños, imaginando las sonrisas de mis tres compis de curro esfumándose de golpe si de verdad los hubiera llamado alegres gilipollas y lamentando aquel estallido de mala uva hacia ellos.
Sin embargo, tan pronto puse la vista en los zapatos, me acordé de una cosa que tendría que haberme chocado en el instante mismo en que se había roto el cordón. El día anterior, mientras me preparaba para irme a trabajar, mi otro cordón, el derecho, también se había roto al tirar bien de él para atarlo, bajo circunstancias muy similares. Lo reparé con un nudo, justo como planeaba hacer con el izquierdo. Fue una sorpresa –algo más que una sorpresa– pensar que después de casi dos años mis cordones derecho e izquierdo pudiesen fallar con menos de dos días de diferencia. Al parecer mi rutina de atarme los cordones era tan invariable y robótica que durante aquellos centenares de mañanas había infligido a ambos cordones idénticos niveles de desgaste. Aquella cercana simultaneidad resultaba de lo más excitante –lograba que las variables de la vida privada parecieran de repente aprehensibles y sometidas a ley.
Humedecí los hilos despeluchados del trozo que se había roto y los retorcí cuidadosamente hasta formar un empapado e insalubre minarete. Respirando suave y regularmente por la nariz, fui capaz de conducir el hilo guía salivalmente afilado a través del ojal sin demasiados problemas. Y entonces me asaltó la incertidumbre. Para que los cordones se hubiesen raído hasta el punto de romperse casi el mismo día, tendrían que haber sido atados casi exactamente el mismo número de veces. Pero cuando Dave, Sue y Steve pasaron por la puerta de mi oficina, yo me encontraba justo atándome un zapato –un único zapato–. Y en el transcurso de un día normal no resultaba en absoluto inusual que un zapato se desatara con independencia del otro. Por las mañanas, claro está, uno siempre se ataba ambos zapatos, pero los desatados aleatorios a mediodía tendrían que haber constituido una proporción relevante del desgaste total en aquellos dos cordones rotos, me daba que… un treinta por ciento, posiblemente. ¿Y cómo podía estar seguro de que dicho treinta por ciento estaba distribuido de manera equitativa –de que los zapatos derecho e izquierdo se habían desatado de forma aleatoria durante los últimos dos años con la misma frecuencia?
Probé a traer a la memoria algunos recuerdos representativos de atarme los cordones para determinar si un zapato tendía a desatarse con mayor frecuencia que el otro. Lo que