La entreplanta. Nicholson Baker

La entreplanta - Nicholson  Baker


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motivos todavía presentan baldosines de linóleo –cafeterías, salas para el correo, cuartos de ordenadores–. El linóleo resultaba soportable allá cuando la luz incandescente estaba ahí para contrarrestarlo con un brillo mitigador, pero la combinación de fluorescente y linóleo, la cual debió de extenderse durante varios años conforme ambas tendencias se solapaban, no es la más adecuada.

      Pocos minutos antes de las doce, paré de trabajar, tiré mis tapones para los oídos a la papelera y, con mayor cuidado, el remanente de mi café de la mañana –colocándolo en vertical dentro de los foques convergentes de la bolsa del cubo de la basura en la base del receptáculo en sí–. Grapé una copia a carbón de un memorando que alguien me había remitido a una copia de un memorando anterior que había redactado yo sobre la misma materia y en la parte de arriba escribí a mi director, con el mejor de mis garabatos informales, «Abe… ¿sigo machacando a esta gente o lo dejo?». Puse los papeles grapados en una de mis bandejas Eldon, inseguro de si reenviárselos o no a Abelardo. Luego me puse el zapato volteándolo con un toquecito en un lateral, enganchándolo con el pie y sacudiéndolo hasta que encajó. Todo esto lo completé a tientas con el pie; y al encorvarme sobre los papeles de mi escritorio para alcanzar el cordón desatado, experimenté una leve oleada de orgullo por ser capaz de atarme el cordón sin mirar. En ese momento, Dave, Sue y Steve, de camino al almuerzo, me saludaron con la mano al pasar por delante de mi oficina. Como estaba justo en mitad de atarme un zapato, no pude corresponder con desenfado al saludo, así que voceé un sorprendido, un sobrexcitado «¡Que vaya bien, muchachos!». Desaparecieron; tiré bien del cordón izquierdo y bingo, se rompió.

      La curva de incredulidad y resignación que en aquel momento soporté fue del tipo que en la vida provocan cierta clase de sucesos, interrupciones de las rutinas físicas, tales como:

      a) alcanzar el último escalón pero creyendo que todavía falta por subir otro escalón, dando un plantillazo contra el rellano;

      b) tirar del hilo rojo que se supone que abre de par en par el envoltorio de una tirita Band-Aid y liberarlo por completo de este sin desgarrarlo;

      Como consecuencia de la decepción por el cordón roto, irracionalmente, visualicé a Dave, Sue y Steve tal como acababa de verlos y pensé, «¡Alegres gilipollas!» ya que era probable que hubiese roto el cordón por transferir la energía social que había tenido que acopiar yo con el fin de soltarles un amigable «¡Que vaya bien!» desde mi posición agachada de atador-de-cordones a la fuerza que había empleado en tirar del cordón. Por supuesto, se habría roto igualmente antes o después. Era el cordón original, y los zapatos eran los mismos que mi padre me había comprado dos años atrás, justo después de que empezara en este trabajo, el primero tras acabar la facultad –por lo que dicha ruptura supuso una especie de hito sentimental–. Hice rodar hacia atrás mi silla para evaluar los daños, imaginando las sonrisas de mis tres compis de curro esfumándose de golpe si de verdad los hubiera llamado alegres gilipollas y lamentando aquel estallido de mala uva hacia ellos.

      Sin embargo, tan pronto puse la vista en los zapatos, me acordé de una cosa que tendría que haberme chocado en el instante mismo en que se había roto el cordón. El día anterior, mientras me preparaba para irme a trabajar, mi otro cordón, el derecho, también se había roto al tirar bien de él para atarlo, bajo circunstancias muy similares. Lo reparé con un nudo, justo como planeaba hacer con el izquierdo. Fue una sorpresa –algo más que una sorpresa– pensar que después de casi dos años mis cordones derecho e izquierdo pudiesen fallar con menos de dos días de diferencia. Al parecer mi rutina de atarme los cordones era tan invariable y robótica que durante aquellos centenares de mañanas había infligido a ambos cordones idénticos niveles de desgaste. Aquella cercana simultaneidad resultaba de lo más excitante –lograba que las variables de la vida privada parecieran de repente aprehensibles y sometidas a ley.

      Humedecí los hilos despeluchados del trozo que se había roto y los retorcí cuidadosamente hasta formar un empapado e insalubre minarete. Respirando suave y regularmente por la nariz, fui capaz de conducir el hilo guía salivalmente afilado a través del ojal sin demasiados problemas. Y entonces me asaltó la incertidumbre. Para que los cordones se hubiesen raído hasta el punto de romperse casi el mismo día, tendrían que haber sido atados casi exactamente el mismo número de veces. Pero cuando Dave, Sue y Steve pasaron por la puerta de mi oficina, yo me encontraba justo atándome un zapato –un único zapato–. Y en el transcurso de un día normal no resultaba en absoluto inusual que un zapato se desatara con independencia del otro. Por las mañanas, claro está, uno siempre se ataba ambos zapatos, pero los desatados aleatorios a mediodía tendrían que haber constituido una proporción relevante del desgaste total en aquellos dos cordones rotos, me daba que… un treinta por ciento, posiblemente. ¿Y cómo podía estar seguro de que dicho treinta por ciento estaba distribuido de manera equitativa –de que los zapatos derecho e izquierdo se habían desatado de forma aleatoria durante los últimos dos años con la misma frecuencia?

      Probé a traer a la memoria algunos recuerdos representativos de atarme los cordones para determinar si un zapato tendía a desatarse con mayor frecuencia que el otro. Lo que


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