Un zulo propio. Itziar Ziga

Un zulo propio - Itziar Ziga


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pueden ser un espejismo, también pueden serlo las derrotas».

      Fucksia Radikal en Barcelona

      Más de una noche de fiesta he terminado intercambiándome la ropa con Flori, una amiga punk-butch. Ella arrastra mis vestidos negros por el suelo mugriento con sus aires de camionera y yo me contorneo en sus pantalones de camuflaje. Me encanta este travestismo improvisado en el que las dos aligeramos el peso de nuestra propia identidad. Parodiamos lo que no quisimos ser y nos divertimos con los juegos que nos fueron robados en la infancia, cuando a ella le llamaban marimacho y yo alzaba mi barbilla de princesa proletaria ante las burlas de mi barrio.

      Me he propuesto investigar y escribir sobre las femmes extremas y radikales, sobre las zorras de mis amigas y yo misma, sobre ese espacio fantasmal que hace diez años me parecía inhabitable y hoy es mi hermosa pecera aquí en Barcelona. Y aclaro desde ahora que hablo de una comunidad femme imaginaria. Que compartimos espacios y afectos pero no estamos ni deseamos estar aglutinadas en torno a nuestra hiperfeminidad. Que ninguna de nosotras va día y noche por ahí eternamente maquillada y divina. Que no hablo de femmes como las parejas de las butch, porque ni todas somos bolleras ni solamente follamos con personas masculinas. De hecho, si en algún espacio somos comunidad, es revolcándonos juntas en más de una cama. Y en los baños de bares y discotecas, y en las playas, y en las azoteas soleadas un domingo de colocón...

      Ni yo ni mis hermanas de corsé y lucha tenemos referentes cotidianos en esta cultura latina católica franquista. Nos hemos construido unas a otras, reinventando a Santa Agueda y a Madonna, a Tura Satana y a María Jiménez, a Federica Montseny y a Alaska. Las feministas y las lesbianas —equiparación generalizada por estas latitudes— del culo de Europa rechazaban, al menos en su mayoría y hasta hace bastante poquito tiempo, la feminidad exacerbada para diferenciarse de las hembras latinas heterosexuales, aparentemente encantadas en su rol de mujer-esposa-madre.

      Siempre he flipado con las madres de mis amigas europeas —por aquí Europa se extiende al norte de los Pirineos—. Me parecían todas bolleras a simple vista. La mujer española es —o era— otra cosa. Hablo en pasado por vocación. Tenían por costumbre aterrizar en las bodas, propias y ajenas, rodeadas de encajes sospechosamente similares a los de las cortinas que sellaban las ventanas de sus casas. La hembra latina es muy hembra, como decía. Quizá por ello en los ambientes lésbicos españoles el juego butch-femme es casi tan extraño como la paella en Marte. Tampoco hay que olvidar que cuarenta años de dictadura y aislamiento nos privaron de referentes externos, con lo limitador pero también con lo interesante que conlleva esta eterna autarquía. Sea por lo que sea, las bollos aquí son muy bollos.

      Recuerdo las primeras fiestas only for women a las que asistí a mediados de los noventa en Bilbao. Allí encontré tres estilos predominantes: las camioneras vascas de pantalón hasta la cintura, camisa y chaleco; las hippies de pelo largo eternamente enrojecido por la henna y las punkies-borrokas. Mis amigas de la universidad y yo cantábamos como almejas con nuestros vestiditos popies. Yo en esa época estaba investigando una estética que reflejara mi posicionamiento político y, a la vez, mi deseo. Recuerdo mucha indecisión y mucho cambio. Todavía conservo alguna foto en la que luzco pelo ultracorto informe, cejas sin depilar, mallas elásticas y camiseta reivindicativa. Hasta yo misma entonces me veía hecha un cuadro. También intenté prescindir del sujetador, pero con una talla 90 no es tan fácil parecer andrógina. Era la época en que empecé a follar con chicas.

      Han pasado más de diez años, vivo en una de las ciudades con más fauna queer del mundo y ya no me siento imposible. A pesar de todo, a mis putonescas amigas —Carmela, Majo, Helen, Bego, Laura...— y a mí nos han preguntado demasiadas veces en una fiesta de chicas: «Tú eres hetero, ¿verdad?» Lejos de quejarme, esta confusión me parece interesante. En Barcelona escribí durante tres años para un periódico feminista y empecé a cogerle gusto a presentarme en las entrevistas vestida como una puta. Me encantaban las caras de sorpresa, incluso a veces de rechazo. Ya no me empequeñezco ante las miradas ajenas y celebro no haber renunciado por el camino a parecerme a lo que siempre soñé de mí misma, como la Agrado en Todo sobre mí madre.

      Porque el único problema real que para mí tienen la feminidad y la masculinidad es que se nos imponen. Que se erigen como un objetivo que tratará de boicotear de por vida el fluir de nuestras mutaciones continuas, de nuestra identidad en permanente reconstrucción. Casi todas las femmes a las que estoy entrevistando fuimos princesitas frustradas de pequeñas, reprimidas en nuestra feminidad espectacular por el entorno familiar y social. Unas porque fueron identificadas como chicos al nacer, otras por mil razones. En mi caso no creo que fueran nada terribles. Me cortaban el pelo para que mi madre no se complicara aún más la vida peinándome y ninguna niña iba a mi cole enfundada en un vestido de fiesta.

      Yo sentía que el espejo me devolvía una imagen que no era mía. Deseaba ardientemente tener una melena ondulada larguísima y una vida aventurera recargada de exotismo más allá de los bloques de mí barrio desiertos de glamour. Pido perdón a las santas feministas por ello, pero ¡cómo me excitan hoy las lentejuelas, las plumas, los volantes, que admiraba desde mi asexuada infancia en los vertiginosos cuerpos de actrices y presentadoras de televisión!

      Vale. Soy una pobre cristiana occidental enferma de bipolaridad, como todas. Por más que lo intente nunca podré escapar de la dualidad masculina/femenina. Y como no lo consigo, prefiero reírme antes que castigarme por ello. No hay nada más sacrílego que recitar al revés una oración. Ni más divertido, al menos para esta humilde pecadora que goza como una perra encarnando el deseo masculino para no satisfacerlo.

      Creo firmemente, y no soy la única, que las femmes extremas y radikales, las femme-inistas como propone mi hermana Ulrika Dahl, somos una estafa. Nos calzamos los tacones de la mujer objeto para ser sujeto. Las reflexiones de Javier Sáez Hartza sobre los excesos de masculinidad en las subculturas bear y leather me invitaron ya hace años a repensarme como mujer fraude. Él habla de traición. Esos señores barbudos, de cuerpo recio y pelo en pecho, que parecen hombres de verdad y no mariquitas de mierda, cuyo destino era someter a las mujeres y que prefieren meterse entre ellos un puño siempre erecto por el orificio prohibido.

      Pero la traición se da entre iguales y nosotras pertenecemos a una casta inferior, no tenemos la facultad de traicionar a los hombres. Sin embargo, los estafamos cuando nuestra imagen les anticipa una posesión que nunca tendrán. El producto a la venta terminará decidiendo por sí mismo con quién se irá, por cuánto tiempo y bajo qué condiciones. Y para colmo muchas preferiremos yacer con otra mujer, con un trans, con un mariquita... eso sí que les jode. En este engaño creo que radica el potencial desestabilizador de las femme-inistas dentro del mapa heteronormativo. Sólo pensarlo, me hormiguea el estómago de placer.

      En nuestro espacio falseado convergemos femmes extremas de procedencia trans y bio, trabajadoras sexuales autónomas, travestis descaradas, lesbianas, hetero-insumisas, omnívoras. Como señala Ulrika, todas aquellas que sabemos celebrar y a la vez parodiar la feminidad. «Soy una caricatura de todo lo que el hombre ha intentado inculcar a la mujer y la mujer no ha aceptado», afirma orgullosa la travesti Gina/Jordi Burdel. Aquellas que están encantadas con su poder de seducción femme fatale sin asomo de crítica, las que son capaces de clavarme el tacón de aguja en el ojo si piensan que me acerco demasiado a su territorio de caza —¡Nena, no me ofendas, métete tu maromo por el coño!—, no me interesan lo más mínimo. Y por aquí hay muchas, os lo aseguro. Quizá robamos ropa en las mismas tiendas pero no vamos a los mismos sitios. ¡Cómo me divierte pensar que, a simple vista, puedo parecer una de ellas!

      El contacto con las teorías y los activismos feministas es otro denominador común a todas las femmes que estoy entrevistando, tanto como la sombra de ojos. Y es curioso también cómo a casi todas nosotras esta iniciación en el mundillo feminista nos hizo abandonar por un tiempo la depilación y otras señas de identidad princesiles. Vamos, que pasamos por nuestra etapa de aprendices de camioneras con el fin de evitar que el malvado patriarcado siguiera inscribiendo en nuestros cuerpos su vergonzosa marca. «Estaba investigando qué mujer quería ser y ésta fue una fase de mi búsqueda muy interesante porque me di cuenta de que yo soy feliz siendo femenina. Nosotras hemos hecho un camino de ida y vuelta con la feminidad y no se tiene que despreciar nuestra


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