Legado de mentiras. Barbara McCauley
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© 2004 Barbara Joel
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Legado de mentiras, n.º 306 - enero 2021
Título original: Blackhawk Legacy
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com
I.S.B.N.: 978-84-1375-192-4
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Capítulo Uno
Despertó del sueño a medianoche.
Dillon Blackhawk estaba tumbado sobre su espalda, apretando las sábanas húmedas entre sus manos y respirando profundamente. Como siempre, le llevó unos segundos darse cuenta de dónde estaba. En qué ciudad, en qué pueblo, en la cama de quién.
No importaba. Para él eran todas iguales. Caras diferentes, quizá, distintos trabajos pero, aun así, lo mismo.
Medianoche. Volvió a cerrar los ojos. Siempre era medianoche.
Dillon se sentó al borde del colchón esperando a calmarse y se pasó la mano por el pelo, que no se había cortado en meses.
No iba a poder dormir. Dillon había aprendido eso en los últimos dieciséis años. Al principio había intentado luchar contra ello; lo llevaba en la sangre. Sangre de guerrero que se transmitía con orgullo de generación en generación. Pura sangre Cherokee.
Pero «las criaturas de la mente», como solía llamar su abuelo a los demonios del sueño, no luchaban limpio. Disfrazados con pieles de animales, se arrastraban silenciosamente en la oscuridad. Como las sombras, se deslizaban y traspasaban las defensas, despertando los recuerdos y los sentimientos que Dillon había bloqueado hacía tiempo. Había conseguido mantener a las criaturas alejadas pero, durante las pasadas tres semanas, se habían mostrado despiadadas, invadiendo sus sueños constantemente.
Desnudo, Dillon se levantó y pasó por encima del perro, que dormía a los pies de la cama. Bowie levantó la cabeza ligeramente y luego volvió a aposentarse con un suspiro. El animal estaba acostumbrado al insomnio de su dueño, así que, simplemente, lo aceptaba como parte de la rutina.
Dillon entró en el cuarto de baño pero no se molestó en encender la luz. El suelo de baldosas estaba frío bajo sus pies, un alivio en aquel cálido verano del oeste de Texas. La luz de la luna entraba por la ventana del baño y lo teñía todo de gris. Dillon se lavó la cara con agua fría, luego se agarró a los bordes del lavabo de porcelana y echó la cabeza hacia atrás. Se quedó mirando al techo y escuchando el goteo del grifo al tiempo que respiraba los olores provenientes del jardín de María Guadalupe. Cilantro, guindillas, romero y albahaca.
Hacía seis meses que Dillon había alquilado una habitación, un antiguo garaje, detrás de la casa de ladrillo de su casera. A María, una viuda con el pelo gris y constitución ancha, le encantaba cocinar tanto como le encantaba comer. Cada domingo enviaba a su nieto Juan, de nueve años, con una cesta de chilis rellenos y tortillas de trigo caseras. Juan insistía en que su abuela lo abofetearía si Dillon no aceptaba la comida. Aunque Dillon sabía que María levantaba la voz de vez en cuando, también sabía que jamás le pondría una mano encima a su único nieto. Había criado al niño ella sola desde que tenía seis años y, el pequeño Juan, con sus enormes ojos marrones y su sonrisa perenne, era la mayor alegría de María.
Así que Dillon simplemente aceptaba la mentira al igual que aceptaba la cesta pero, aparte de algunas reparaciones domésticas para su casera, no le ofrecía nada a cambio. No tenía nada que ofrecer. Ni a los Guadalupe ni a nadie más.
Miró al espejo que había sobre el lavabo pero el cristal sólo le devolvió una cara gris sin rasgos. Pensó que quizá por eso sus sueños habían sido tan frecuentes últimamente. Quizá sin darse cuenta se hubiese acercado demasiado a la línea que jamás había cruzado. Deseando cosas