Legado de mentiras. Barbara McCauley
River, en Texas, hace treinta y tres años, hijo único. Su padre era William Blackhawk, su madre Mary. Cuando tenía ocho años tuvo un perro llamado Arroz que dormía en su habitación por las noches. Cuando tenía nueve años, se rompió el pie derecho en un concurso de equitación. Abandonó Wolf River el día después de su graduación en el instituto. Su madre murió dos meses después, su padre murió hace dos años en un accidente de avión. Posee cuarenta millones de dólares pero vive como un pobre, yendo de pueblo en pueblo, de explotación petrolera en explotación petrolera, sin dejar dirección alguna.
En un microsegundo, los ojos de Dillon se convirtieron en auténticas llamas que la atravesaban con la mirada. Rebecca sintió la furia controlada como una corriente eléctrica que le subía por el brazo, manteniéndole la mano pegada a él. Aunque hubiera querido, no habría podido soltarlo.
Dillon miró a Rebecca fijamente y ésta se sorprendió al no derretirse bajo el calor de su mirada. No pretendía decir tantas cosas pero, entre la exasperación y la desesperación, había perdido el control.
–Ojalá pudiera decir que ha sido un placer, señorita Blake –dijo Dillon apartando el brazo–. Pero no lo ha sido. Y acaba de perder sesenta pavos.
Se dio la vuelta y se alejó sin mirar atrás. La multitud de gente parecía apartarse mientras Dillon caminaba por el bar. Un par de hombres le dijeron algo sobre una cerveza y una partida de billar, pero él no contestó y siguió su camino hacia la entrada.
Obviamente, la había rechazado.
Rebecca observó cómo Dillon desaparecía por la puerta, luego apretó los dientes y entornó los ojos. No podía dejar que se le escapara. Al menos no hasta que hubiera escuchado todo lo que tenía que decir. Si no le gustaba, entonces sí que sería un problema. Se colgó el bolso al hombro y salió corriendo tras él.
Una vez fuera, observó el oscuro aparcamiento y lo divisó abriendo la puerta de una furgoneta negra. Era la del perro. Genial. Era la manera ideal de terminar una velada perfecta. Otro encuentro con Cujo.
Claro que, con Dillon, tampoco le había ido mucho mejor.
–¡Dillon! –gritó ella mientras cruzaba el aparcamiento, pero él no respondió y ni siquiera se detuvo un instante. Simplemente subió a la furgoneta y cerró la puerta. Rebecca echó a correr y consiguió llegar hasta la puerta del copiloto y abrirla mientras él ponía en marcha el motor. El perro atado en la parte trasera se abalanzó sobre ella, agarrando la manga de la blusa entre sus colmillos. Rebecca oyó el sonido de la tela rasgándose mientras se subía a la furgoneta.
Dillon se quedó mirándola con aire de incredulidad, luego observó su camisa rasgada y preguntó:
–¿Qué diablos cree que hace?
–Necesito hablar contigo –dijo ella casi sin poder respirar, aún con miedo de que el perro pudiera atravesar la ventana trasera de la cabina–, sobre tu familia.
–No tengo familia. ¡Bowie, siéntate! –dijo Dillon mirando al perro. El animal se sentó pero mantuvo los ojos puestos en la intrusa–. Usted misma lo ha dicho. Mi madre y mi padre murieron y no tengo hermanos ni hermanas. Ahora, dígame qué diablos quiere o salga de mi furgoneta.
–Sí que tienes familia –insistió Rebecca. Tenía que empezar por alguna parte, y Lucas era una tan buena como cualquier otra–. Un primo, Lucas. Es tres años mayor que tú.
–Muy bien. Lucas. Ése es el plan, ¿no? –dijo Dillon mientras apagaba el motor–. Mi primo largamente desaparecido necesita unos cuantos pavos, sólo hasta que pueda recuperarse, ¿verdad?
–No –dijo ella confusa–. No hay ningún plan. Yo puedo…
–¿Por qué no me había dicho que era dinero lo que quería, señorita Blake? –preguntó él agarrándola de la barbilla y acariciándole la mandíbula–. Dado que, aparentemente, usted es el cerebro financiero, estoy seguro de que podemos llegar a algún acuerdo.
Ella le apartó la mano de un golpe, lo cual hizo que el perro empezase a ladrar de nuevo.
–Eres el hombre más desagradable que jamás he conocido –dijo ella apretando los dientes–. ¿Es que no te entra en la cabeza que no se trata de dinero? Lucas no necesita ni quiere tu dinero. Ni tampoco Rand, Seth ni Elizabeth.
Dillon se quedó muy quieto y entornó los ojos.
–¿Se trata de una broma de mal gusto? –preguntó él.
Desde luego, Rebecca no había planeado decírselo de ese modo. ¿Pero por qué se sorprendía? Al fin y al cabo, nada estaba saliendo según lo planeado.
–Están vivos, Dillon –dijo ella frotándose la barbilla–. Rand, Seth, Elizabeth. Sé que piensas que tus primos murieron en un accidente de coche hace veinticuatro años, pero están vivos.
–Y una porra –dijo Dillon–. Fui a sus funerales. Estuve frente a sus tumbas abiertas y vi sus ataúdes descender. No me diga que no murieron, señorita. Estuve allí.
–Es complicado –dijo ella, sabiendo que, decir eso, era quedarse corta– pero, si me das la oportunidad, puedo…
–Cielo, no tiene oportunidades –dijo él echándose sobre ella para abrir la puerta–. No sé lo que quiere y, francamente, no me importa. ¡Ahora largo de mi furgoneta!
Entre Dillon y el perro ladrándole, Rebecca no tuvo más opción que bajar de la furgoneta. Se tropezó contra su propio coche y se apoyó sobre el capó para recuperar el equilibrio.
Dillon puso en marcha la furgoneta y comenzó a avanzar hacia delante. Las ruedas traseras derraparon, levantando polvo y arena.
A Rebecca le quemaban las lágrimas en los ojos mientras Dillon se alejaba.
«Maldito seas, Dillon Blackhawk. Maldito seas», pensó.
Observó el brillo rojo de sus faros traseros mientras Dillon se alejaba hacia la calle principal. Cuando giró hacia la izquierda y desapareció, ella se apoyó sobre su coche y se llevó las manos a la cara.
Consideró la posibilidad de marcharse. Sería muy fácil meterse en el coche y regresar a la habitación del motel. Luego, por la mañana, ir al aeropuerto y tomar el primer vuelo, dejando que aquel hombre miserable se pudriese en su vida miserable.
Pero, le gustase a Dillon o no, y obviamente no le gustaba, él era parte de todo aquello. Rebecca no volvería al motel esa noche, y no regresaría a casa al día siguiente.
Se remangó la camisa para ocultar la tela rasgada, se pasó la mano por el pelo y luego se dirigió de vuelta al bar.
Las luces aún seguían encendidas en el salón de los Guadalupe cuando Dillon aparcó la furgoneta. Eran sólo las nueve de la noche y sabía que su casera estaría viendo la televisión. La mujer era una adicta a los reality shows, y grababa sus favoritos durante la semana para luego verlos de nuevo el viernes por la noche. El favorito de María era uno en el que un soltero comenzaba a salir con dieciséis mujeres e iba eliminándolas hasta quedarse con una.
María le había dicho una vez que iba a enviar su fotografía al concurso, que lo consideraba más sexy y guapo que cualquier otro hombre que hubiera aparecido en la tele. Él había fruncido el ceño pero, inmediatamente, ella había hecho lo mismo y se había cruzado de brazos.
–Va contra las leyes de la naturaleza que un hombre como tú esté solo –había dicho María con aire autoritario–. Necesitas una mujer. Alguien que cuide de ti. Una esposa. Espera aquí e iré a por mi cámara. Vas a ser el soltero favorito de América.
Debió de ser la expresión de pánico en su cara lo que hizo que María se riera al instante.
–Algún día, querido –había dicho con un suspiro–. Algún día.
«Ni hablar», había pensado Dillon. No necesitaba a nadie que cuidase de él y, desde luego, no necesitaba, ni quería, una esposa.
Desde la parte trasera de