Que les den cárcel por casa. Juan Gossaín

Que les den cárcel por casa - Juan Gossaín


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años para el periódico El Tiempo, estuve tentado a decir que no, porque me pareció que era un acto casi petulante y jactancioso. Es como creer que ya uno es sujeto de colección.

      Pero sucedió un episodio que me hizo reflexionar y cambiar de opinión. Resulta que, como a esta edad ya uno se pasa el día entero visitando la farmacia, fui a comprar un remedio. En la puerta estaban dos señoras hablando en voz alta, que es como hablan las mujeres en las farmacias.

      El tema de su charla era evidente con solo oírles unas cuantas palabras: los escándalos cotidianos que la corrupción provoca en nuestro país. Al final, como si estuviera pensando en un epílogo que redondeara lo que habían hablado, la una se quedó mirando a la otra y le dijo:

      —Ay, mijita, ¿qué país le vamos a dejar a nuestros hijos?

      En ese preciso instante comprendí que era conveniente dejar una constancia de estos años desgraciados a través del libro que recogiera las crónicas. Porque tengo la impresión de que aquella señora, como suelen hacer los colombianos, estaba pensando que la culpa no es de ella, sino de los otros, del resto del país, de los demás.

      Su pregunta, para empezar, tenía que haberla hecho al revés: “Ay, mijita, ¿qué hijos le vamos a dejar a nuestro país?”. Porque la experiencia mundial nos enseña, en países que se han vuelto ejemplo, como Singapur, que es la gente la que tiene que cambiar. Lo que quiero decir es que los colombianos no podemos seguir pensando que solo somos espectadores de la corrupción que nos agobia, sino que tenemos que convertirnos en actores contra ella, en sus enemigos, en sus combatientes.

      De manera, pues, que el verdadero sentido de este libro es desafiante. Consiste en retarnos a nosotros mismos. No podemos seguir, como hasta ahora, creyendo que la corrupción es competencia únicamente de los jueces y que solo se castiga con la cárcel.

      Hoy la corrupción no respeta ya ni a pobres ni a ricos, ni a seres encumbrados o personas anónimas. Antes salía una vez al año la noticia de un desfalco bancario o en una oficina pública. Pero en los últimos años la descomposición moral del país ha adquirido un carácter social, en el peor sentido de la palabra. Es decir: antisocial.

      Ahora se roban el presupuesto para la salud, el dinero destinado a la alimentación de los niños más pobres, los menguados centavos para comprar el medicamento de los enfermos de cáncer, el contrato para adquirir bastones para los inválidos. La corrupción ya no es un caso aislado. Se ha vuelto una forma de vida.

      Entre otras cosas porque, desgraciadamente, la realidad es perversa y cruel: la justicia también se corrompió y hoy en día están presos hasta los magistrados de supremos tribunales, junto con empresarios encumbrados y funcionarios de campanilla. Pero no son tantos como debieran serlo. A muchísimos otros les dan la casa por cárcel cuando, más bien, tal como escribí alguna vez y lo sugiere el título de este libro, tendrían es que darles la cárcel por casa perpetua.

      A propósito: los ciudadanos de Colombia tienen que entender, aunque ya sea un poco tarde, que la corrupción no solo se castiga en las cárceles sino también en las urnas. El que elige a un corrupto, sabiendo que lo es, resulta tan culpable como él.

      Mire usted: el alcalde que desfalcó a Bogotá está preso, pero los domingos suele almorzar en los clubes sociales más refinados de esa ciudad. Del mismo modo, su cobrador de comisiones aparece en las fotos de los periódicos mientras baila feliz en las cumbiambas del Carnaval de Barranquilla.

      En este lodazal de inmundicias, ya uno no sabe qué es peor: si la inmoralidad, la impunidad o la indiferencia de la propia víctima, que es la sociedad entera. En medio de tanta pestilencia, ya uno no tiene tiempo ni de taparse la nariz.

      De todas las infamias humanas que se cometen a diario en Colombia, la corrupción es la única que destruye de manera simultánea la riqueza física y la riqueza moral del país. Porque la corrupción acaba, al mismo tiempo, con el progreso y el alma, arrasa por igual con la pureza de la gente y con el desarrollo, con la decencia humana y con el presupuesto para el hospital, con la moral del empleado público pero también del empresario privado, con la conciencia del joven y del viejo, del hombre y de la mujer.

      Los antiguos griegos, que tenían un concepto tan elevado de la moral, afirmaban sus principios con estas palabras: el que cree que por obtener dinero se puede hacer cualquier cosa, acabará haciendo cualquier cosa para obtener dinero. La Colombia de hoy, nuestra Colombia, es un ejemplo de ello, desgarrador y doloroso.

      Cicerón, el gran pensador romano, exclamó un día ante el Senado que el crimen más abominable consiste en servirse de un cargo público para el enriquecimiento personal. Lo que quiero decir es que la corrupción es una plaga más destructiva que el coronavirus, porque le corrupción destroza lo visible y lo invisible, lo tangible y lo intocable, lo físico y lo espiritual.

      De manera, pues, que, para volver a lo que dije al principio, mi único propósito al autorizar la edición de este libro, y el de los editores al publicarlo, es que quede como una constancia histórica de lo que ha sido para Colombia esta época penosa. Que sea un testimonio, aunque nos duela.

       Juan Gossain

Crónicas históricas de la corrupción

       El increíble primer escándalo de corrupción en la historia de Colombia

      Dígame una cosa: ¿cuándo empezó la corrupción en Colombia? Esa es una de las preguntas más difíciles que he tropezado en mi vida, pero ocurre que me la hago casi a diario, desde que empezó esta oleada de escándalos que nos tiene agobiados, perplejos y hasta furiosos. Ojalá que no se nos pase rápido la indignación. Ojalá que no sea espuma.

      Supongo que la corrupción en este país se inició el mismo día en que el primer hombre hizo su aparición sobre la faz de la Tierra. Recuerden ustedes que, dándoselas de viceministro, la serpiente del paraíso extorsionó a Eva con la fruta prohibida. Pero la verdad, aunque nos duela, es que la corrupción de este país ha llegado a los peores índices de nuestra historia. No pasa día sin que reviente un escándalo nuevo y cada uno es peor que el anterior. Cuando no es un senador, es un magistrado. O un contratista del Estado. O un empresario privado.

      Entonces me hice la pregunta de otra manera: ¿cuál fue el primer escándalo de corrupción que estremeció a Colombia? Lo encontré. Buscando y rebuscando, lo encontré, pero no fue fácil porque los historiadores suelen desentenderse de esos temas. Se trata de un episodio asombroso y hasta espeluznante, con unos tintes misteriosos y un tanto macabros.

       El presidente, nada menos

      Para ser exactos, los hechos que les voy a resumir ocurrieron hace ya cuatro siglos largos, imagínese usted. América estaba nuevecita. Santafé de Bogotá, capital de la Nueva Granada, tenía apenas 64 años de fundada, era una aldea tranquila, lluviosa, que tiritaba de frío. Sus habitantes no llegaban a cuatro mil.

      Corre el año de gracia de 1602. Está terminando el mes de agosto. Como el país es una colonia española,regresa de un viaje a Madrid el presidente de la Real Audiencia, don Francisco de Sande, cuyo cargo equivale a lo que será en el futuro la Presidencia de la República. Español de nacimiento, es el primer mandatario del virreinato. El funcionario más encumbrado del gobierno.

      El señor Sande ya ha sido gobernador en Filipinas, visitador en Guatemala y alcalde en México. Es un hombre de exitosa carrera pública. Algunos historiadores de medio pelo equivocan la última letra de su apellido y lo llaman Francisco de Sandi. Otros se refieren a él como “el padre Sande” y afirman que era un sacerdote franciscano. No es verdad.

      Fue seminarista en Salamanca, pero se retiró para estudiar abogacía. De aquellos tiempos le quedaba su afiliación a varias congregaciones de caballeros piadosos que rezaban juntos los fines de semana y cargaban los pasos en las procesiones de Semana Santa.

      


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