Alguien toca la puerta. Andrés Montero

Alguien toca la puerta - Andrés Montero


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y él pensó que sería algún vecino.

      Pero no. Era un anciano que nunca había visto. Y el anciano le dijo a mi viejo que se había perdido en la pampa y que tenía hambre; que si le podía convidar desayuno.

      En ese momento se me pusieron los pelos de punta y Lucas soltó una carcajada que irritó a Darío.

      —¿Y de qué te reís vos? No hay que reírse del diablo, pibes.

      —Yo no me río —dije asustado—. Menos mal que eso pasa en Argentina.

      —No, pibe, en Argentina y también en Chile. El tué-tué vive sobre todo en el sur. Lo más terrible del sur de Chile es el tué-tué.

      Nos quedamos en silencio. Ya habíamos enfilado hacia el parque nacional aunque era terrible pensar que tendríamos que dormir en carpa con esa lluvia. Tal vez el rey Darío nos dejara dormir en el camión, pensé.

      Pero eso estaba muy lejos de suceder porque de pronto al Lucas le dio ataque de risa y el rey Darío pareció enojarse. Lo miró por el retrovisor y entonces detuvo el camión de golpe.

      —Se bajan, los dos. A ver si aprenden a reírse de su abuela.

      Con Lucas nos miramos: estábamos en la mitad de la nada. No se veían casas, ni luces y la lluvia arreciaba con fuerza. Debía ser casi la medianoche. No podíamos ver ni la punta de nuestros zapatos. Pensé que era una broma. El rey no volvió a mirarnos y entonces bajamos del camión.

      Lo vimos alejarse y solo entonces descubrí que yo no conocía la oscuridad hasta ese momento. Lucas silbaba su maldita melodía. Parecía estar muy contento. Yo lo único que quería era salir de ahí. Los cientos de árboles que se empinaban me parecían figuras demoníacas bien provistas de tridentes y crueldad. Mi párpado derecho temblaba, pero la negrura del sur a medianoche impedía que mi compañero lo notara.

      —Mira, chileno, allá se ve una luz. Vamos a pedir alojamiento.

      En efecto, al fondo, sobre una loma, se distinguía una luz. Comenzamos a caminar a campo traviesa hablando poco y nada. Yo tenía sueño y miedo, y oía pasos que retumbaban en el suelo aunque probablemente eran mis latidos. Tenía los pies empapados.

      No habían pasado ni veinte minutos cuando lo escuchamos: el sonido inconfundible del tué-tué, tal como lo había imitado el rey Darío. El sonido del pájaro maldito rasgando la oscuridad a medianoche en el centro exacto de la nada. Miré a Lucas, pero este seguía caminando.

      —¡Hey! ¿No escuchaste?

      —Ese debe ser el pajarraco —me dijo sin dejar de caminar.

      —¡Idiota, es el tué-tué!

      —Por supuesto que es el tué-tué. Vive acá en el sur, debe estar lleno de tué-tués por acá.

      —¡Pero imbécil, es el diablo!

      —Chileno, por favor.

      En ese momento oímos un revolotear de plumas o alas y un zumbido que se fue acercando hasta que lo sentimos frente a nosotros. El tué-tué se quedó aleteando en el aire, moviendo el pico como si estuviera negando algo a una velocidad increíble. La lluvia no lo molestaba.

      —¡Hay que saludarlo! —le dije a Lucas a punto de llorar.

      —Tonterías —dijo el español y se rio.

      —Buenas noches, señor tué-tué —dije sintiéndome un imbécil, y luego le murmuré a Lucas—; salúdalo tú también.

      —Qué va, yo no creo en estas cosas —respondió, pero lo cierto es que estaba como hipnotizado viendo al pájaro y había dejado de caminar.

      —Venga a tomar desayuno mañana, señor tué-tué —dije.

      En ese momento Lucas soltó una carcajada, me pegó un palmetazo en la espalda y se puso a caminar. El tué-tué elevó el vuelo y nos volvió a dejar solos y en silencio. No volvimos a cruzar palabra hasta que llegamos a la luz, que efectivamente era una casa. Tocamos a la puerta y apareció una señora de mediana edad que nos preguntó amablemente qué queríamos. Noté que tenía los ojos rojos, como si hubiera estado llorando. Lucas le dijo que necesitábamos pasar la noche en alguna parte, que no podíamos armar la carpa con esa lluvia y ese viento.

      —Uy, chiquillos, aquí no puede ser porque estamos velando a mi mamá, que falleció en la mañana. Lo comprenden, ¿verdad? —Y mi párpado maldito aleteando como un pájaro—. Pero si les parece, uno de ustedes puede ir a esa casita que se ve allá. Ah, bueno, no se ve por la lluvia, pero allá hay una casita. Era el hogar de un cuidador. Está abandonada hace años, pero hay una cama. El otro puede ir a un establo que tenemos, hay una piecita con mucha paja y se duerme súper bien. O si prefieren se van juntos, pero tendrían que compartir la cama.

      Yo por ningún motivo quería dormir solo, pero Lucas se adelantó y dijo que él se iría a la casita y yo al establo. No quería pasar por cobarde, así que no alegué. El establo quedaba a unos 300 metros de la casa del velatorio, y la casita del cuidador a más o menos la misma distancia, pero hacia el otro lado. Nos despedimos y cada uno emprendió el camino hacia su bendito colchón.

      En el establo había dos caballos amarrados. Necesariamente tenía que pasar por su lado para llegar a una pequeña pieza que se veía al fondo, donde supuse estaba amontonada la paja que me serviría de colchón. Me iluminé con unos fósforos, logré sacar mi bolsa de dormir y pasé con cuidado por detrás de los caballos arriesgándome a recibir una patada. Cuando por fin alcancé la pieza me eché arriba de la paja e intenté dormirme de inmediato, pero tenía miedo y mi ojo seguía temblando. Un relincho de caballo me dejó veinte minutos con los ojos abiertos intentando descubrir la presencia del mal por entre la oscuridad. Un crujir de la madera del establo, cuando ya me dormía, volvió a dejarme en vela. Comencé a cantar despacito para pasar el miedo. Después solo tarareaba. Luego seguía la melodía con la respiración. En algún momento me dormí y ya no desperté sino hasta el día siguiente, cuando el establo ya estaba iluminado por el sol. La lluvia había amainado, comprobé contento. Pero si me desperté no fue por el sol, sino porque oí una voz rasposa que repetía con dificultad: “Eeeh… Eeeh…”. La voz venía de afuera del establo.

      Me levanté de inmediato pensando que podía ser alguien de la familia de la señora que nos había recibido, y que tal vez necesitaba los caballos. Yo había puesto candado en la puerta del establo, así que seguramente me iban a retar.

      Pasé nuevamente, con cuidado, por atrás de los caballos. Quité el candado de la puerta y la abrí. Asomé la cabeza y descubrí allá afuera, temblando de frío, a un viejito de unos ochenta años con un gorro de lana, un bastón y un perro negro a quien hacía cariño con cierta dificultad.

      Lo miré con curiosidad y le pregunté qué se le ofrecía.

      —Perdone que lo moleste tan temprano, patrón —me dijo—. Este… Ando perdido por estos campos. Sabe, tengo hambre. Convídeme desayuno, por favor. Se lo agradeceré mucho.

      Me demoré varios segundos en reaccionar. Estuve tentado de gritar pero me calmé a tiempo. Sentía cómo me palpitaban las arterias y las venas de todo el cuerpo.

      No sé de dónde saqué entereza para decirle que no tenía nada para comer, pero que si gustaba podía servirse un mate, aunque el agua no estaba muy caliente. El viejo asintió en silencio y se sentó en el rellano de la puerta. Yo fui a buscar el termo, que todavía guardaba algo del calor del agua, y le cebé un mate. Se lo pasé en sus manos.

      —Gracias, chiquillo—me dijo.

      Después de tres mates se acabó el agua y el viejo volvió a darme las gracias. Se alejó cojeando y con su perro negro al lado. Entonces me volví a entrar y armé un cigarro con el poco tabaco que me quedaba.

      No le había dado ni dos secas cuando recordé a Lucas.

      —¡Por la cresta!

      Salí corriendo del establo. El viejo no se veía por ninguna parte. Corrí los 600 metros que separaban el establo de la casa del cuidador


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