El físico y el filósofo. Jimena Canales

El físico y el filósofo - Jimena Canales


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habló sobre Bergson en su discurso inaugural. Como íntimo amigo de Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir y parte de un grupo de intelectuales que se reunía en la cafetería Les Deux Magots en Saint-Germain-des-Prés, coeditor de la influyente revista Les Temps modernes, siguió aludiendo al filósofo durante toda su vida.

      Merleau-Ponty nos retrotrajo nuevamente a ese encuentro: «El 6 de abril de 1922, Einstein conoció a Bergson en la Société française de philosophie». Merleau-Ponty expuso que «Bergson había ido “a escuchar”, pero que, al llegar, la discusión decayó»35. Según él, vista a través de la filosofía de Bergson, la ciencia generaba una auténtica «crisis de la razón». Las lecciones que dio el filósofo en 1955 y 1956 pusieron el acento en la contestación de Bergson a la teoría de la relatividad de Einstein36.

      Según Merleau-Ponty, la interpretación mayoritaria del debate daba a Einstein como vencedor respecto a Bergson, lo cual había producido un efecto peligroso. Había un cientificismo que lo impregnaba todo e invalidaba la experiencia: «La experiencia del mundo percibido con sus hechos obvios no es más que un titubeo que precede al discurso diáfano de la ciencia»37. Merleau-Ponty continuó escribiendo sobre Bergson. En 1959 dio una charla al final del «Congreso Bergson», que acogió presentaciones de autores como Gabriel Marcel, Jean Wahl y Vladimir Jankélévitch38. A lo largo de su trayectoria, trató de reintroducir la percepción corpórea a las teorías del conocimiento, inspirando a una generación de científicos, escritores y artistas del futuro. Aunque los científicos hablaban a menudo de líneas y círculos, en la vida real nunca encontrábamos estas formas en una expresión geométrica perfecta, sostenía. Lo mismo podía decirse de las mediciones del tiempo. Al excluir el entorno realmente percibido por nosotros, seguía diciendo, la ciencia moderna ha perdido el contacto con la realidad. ¿Cómo sería la ciencia si reintrodujera el mundo tal y como se ve, se oye y se siente? Durante décadas, se dedicó a responder a estas preguntas.

      Mientras que muchos autores de preguerra consideraron peligrosa la filosofía de Bergson, en la posguerra Merleau-Ponty vio un potencial peligro en el racionalismo desenfrenado de su época: «Sin contar a los neuróticos, el mundo tiene a un buen número de “racionalistas” que son un peligro para la razón viva». Para Merleau-Ponty, recuperar la «razón viva» no significaba abandonar la ciencia, sino dar un papel renovado a la filosofía dentro de la ciencia: «Y en cambio, el vigor de la razón está ligado al renacimiento del sentido filosófico que, por supuesto, justificará la expresión científica del mundo, pero en su categoría y lugar adecuados en el conjunto del mundo humano»39. Aunque nunca fue un enemigo de la ciencia e inspiró a menudo a los científicos (sobre todo a los neurofenomenólogos), Merleau-Ponty intentó igualmente volver a colocar al racionalismo en el «lugar que le correspondía».

      Merleau-Ponty se preguntó por qué todo el mundo buscaba respuestas en la física y en los físicos. ¿Por qué se les consultaba acerca de todo como si fueran intelectuales públicos, en cuestiones que iban desde la moda al gobierno? Se burlaba de:

      Las extravagancias de los periodistas que consultan al genio sobre cuestiones alejadísimas de su campo. Al fin y al cabo, dado que la ciencia es taumaturgia, ¿por qué no debería llevar a cabo un milagro más? Y dado que fue precisamente Einstein quien demostró que, a una gran distancia, un presente es contemporáneo con el futuro, ¿por qué no hacerle a él las preguntas que se le formulaban al oráculo de Delfos?40

      En los cincuenta y los sesenta, el debate entre Einstein y Bergson estaba tan en boga como siempre. «Hoy, como hace treinta y cinco años, los físicos recriminan a Bergson que introdujera al observador en la física relativista, que dicen que puede convertir el tiempo en relativo solo con los instrumentos de medición o un sistema de referencia», explicó Merleau-Ponty41. Pero el observador, según él, no debería ser nunca irrelevante; los instrumentos por sí mismos nunca desmitificarían por completo el tiempo.

      En los sesenta, el péndulo se balanceaba a toda prisa. La «razón» pasó de estar estrechamente ligada a la ciencia a convertirse en una aliada íntima de la filosofía, pues muchos pensadores huyeron de una fascinación inicial por Einstein y se aproximaron a Bergson. En Fenomenología de la percepción, Merleau-Ponty insistió en la importancia de nuestras apreciaciones individuales del tiempo. Para recalcar que el tiempo dependía de la conciencia corpórea y que no era una mera cantidad física de un universo incorpóreo, exclamó: «Yo mismo soy tiempo»42. A fin de cuentas, él había aprendido de Bergson que «no nos acercamos al tiempo exprimiéndolo dentro del punto de referencia de la medición, como si usáramos unas tenazas». Al contrario, «para hacernos una idea de él, debemos dejar que crezca libremente, acompañando el nacimiento continuado que lo hace siempre nuevo y, precisamente en este sentido, igual»43.

      ¿La filosofía se limitaba a estudiar el «titubeo que precede al discurso diáfano de la ciencia»?44 ¿Los filósofos deberían aceptar el nuevo papel de la ciencia de posguerra? Los simpatizantes de Einstein responderían masivamente que sí, pero en París, una nueva generación de jóvenes escritores no aceptó esta función subalterna. Los fenomenólogos no eran los únicos interesados en el rol de la filosofía en un siglo caracterizado por el auge de la ciencia.

SEGUNDA PARTE

      4

      LA PARADOJA DE LOS GEMELOS

      BOLONIA, ITALIA

      ¿Cuándo descubrió Bergson la obra de Einstein? En la primavera de 1911, «bajo el paraguas del rey de Italia», se reunieron en Bolonia para el Cuarto Congreso Internacional de Filosofía científicos y filósofos de fama mundial, entre los que se contaba Bergson1. La reputación de Bergson estaba en la cúspide2 y los participantes de la conferencia se desvivían por oírle hablar. Pero otra charla dedicada a un «hecho paradójico» de la obra de Einstein —a cargo de un científico novicio y más bien desconocido— atrajo a muchos de los asistentes3.

      El presentador, Paul Langevin, preguntó si entre los miembros del auditorio había alguno que quisiera «dedicar dos años de su vida a descubrir qué aspecto tendría la Tierra al cabo de doscientos años»4. Todo lo que tendría que hacer ese pertinaz voluntario sería viajar al espacio exterior a una velocidad próxima a la de la luz. Fácil, ¿verdad? Langevin no presentó esta cuestión como un vendeburras, sino como un físico puro y honrado. Si alguien acababa accediendo al viaje, defendía, regresaría para encontrarse con que el tiempo en la Tierra había pasado más deprisa. Verían el mundo doscientos años más tarde. Con plena confianza, afirmó que «los hechos experimentales más probados nos permiten afirmar que este será el caso»5. Bergson, se comenta, estaba entre el público echando espumarajos por la boca, preparándose ya para recoger el guante6.

      Para los que no veían tan apasionantes los viajes en el tiempo, Langevin ofreció algo más; prometió a sus oyentes la juventud eterna: «Ahora podemos afirmar que es suficiente con estar inquietos, con acelerarnos, para envejecer más despacio». Cuando Einstein supo de la presentación de Langevin, lo primero que hizo fue tildarla de «una caricatura divertidísima»7. Pero poco después, comenzó a sopesarlo muy en serio y se dedicó a estudiar este aspecto en su propio trabajo.

      A Bergson no le parecía divertido. En Bolonia presentó «L’institution philosophique», una de sus charlas más famosas, pero el rumbo de su pensamiento iba a cambiar pronto a la luz de la presentación que dio Langevin del trabajo de Einstein. Tardó casi una década en confeccionar su respuesta.

      La presentación de Langevin fue simplemente brillante. Mezclando filosofía y ciencia, y haciendo referencias avispadas a cuentos populares de ciencia ficción (de Julio Verne), se metió en el bolsillo a un público entregado. Tuvo aún más éxito que la charla previa del eminente Henri Poincaré, otro participante que no veía tanto potencial revolucionario en la teoría de la relatividad8. La conferencia de Langevin, que ni siquiera nombró a Poincaré, se publicó enseguida en Scientia y apareció resumida en la Revue de métaphysique


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